Poco
después de la culminación del proceso de división de las ciencias y la
consiguiente consolidación y prestigio de
los especialistas y los grandes intelectuales (proceso estrechamente
vinculado al optimismo de la razón, cuya coronación fuera la filosofía del
Progreso), y a tenor del sacudón que representó para ésta la Primera Guerra
Mundial comenzó a desarrollarse una mirada pesimista que ponía el acento en los
sentidos contradictorios que podían
hallarse en el imperialismo racionalista y también en el desarrollo y
funcionamiento de los cada vez más numerosos sectores intelectuales.
Para
referirnos a ello vamos a aclarar los sentidos que le damos a la palabra
intelectuales. Para ello nos valdremos de la diferenciación que efectuara Paul
Baran en 1961, acerca de la existencia de los intelectuales propiamente dichos,
o intelectuales a secas si se prefiere, y los trabajadores intelectuales,
marcando la diferencia entre ambos la presencia de la libertad y el compromiso
en los primeros, cuando efectivamente ello es así, pues puede que dicha
presencia sea sólo aparente.
Además
de esa clase de intelectuales superiores,
la diversidad y complejidad de los campos de la vida social en el
sistema capitalista actual necesita de otras personas que realizan actividades
intelectuales respecto de las cuales no son determinantes los fines de su
acción y los marcos ideológicos, éticos y prácticos implícitos en ellas.
Éstos
últimos son los trabajadores intelectuales (piénsese en los contadores, los
técnicos, los empleados de banco, los maestros y profesores, los periodistas,
etc, etc).
Pues
bien, los trabajadores intelectuales y el grueso de las personas que en la
sociedad no pertenecen a la primera categoría de intelectuales de Paul Baran
vienen realizando y reforzando una milenaria delegación simbólica de las más
altas funciones del pensamiento a aquellas personas que hemos descripto como
los intelectuales a secas. Éstos han
tenido frecuentemente y por diversas razones comportamientos sociales que
marcaban un distanciamiento del grueso de la sociedad concreta en que
desenvolvían sus vidas, incluso al grado de ser percibidos en general como
elitistas y con altas jerarquías.
Esa
suerte de extrañamiento de los sabios iba unida a la sustracción de la mayoría
de los saberes sistemáticos del campo mayoritario de las sociedades. Esa
amalgama de extrañamiento convertía de hecho a esos intelectuales y a sus
conocimientos en una masa lejana, abstrusa, sólo cognoscible por los primeros,
de modo que los sujetos intelectuales y los contenidos simbólicos de su
actividad intelectual se legitimaban de hecho ante los ojos de las mayorías. Y
a ello contribuía la creciente producción intelectual de aquellos, de modo que
la profusión cuantitativa de discursos racionales reforzaba la presunta
jerarquía e importancia de los “descubrimientos”, incluyendo el hecho de que,
paradojalmente, éstos fueran poco conocidos en extensión y profundidad por
parte de las mayorías sociales, todavía desprovistas en general del
conocimiento de la lectoescritura.
A
pesar de esto, y como sucede en tantos otros asuntos de la vida, lo desconocido
abruma y provoca supremacías sobre los espíritus vulnerables. Los lenguajes
abstrusos, la complejidad de los razonamientos y los temperamentos
quisquillosos de muchos de aquellos intelectuales -tenidos incondicionalmente
como cultos y sabios- reforzaban su ascendiente sobre los sectores sociales de
la base de cualquier pirámide social, es decir, sobre las mayorías. Fenómeno
éste que es similar al de la idolatría de los artistas por parte de sus fans,
con la diferencia de que en este caso los admiradores tienen elementos
objetivos para tomar posición respecto de sus admirados ídolos, tal como el
gusto y la admiración por sus actividades y talentos, e independientemente de
sus particulares capacidades de apreciación de aquellos.
En
el caso de los intelectuales de la cultura letrada y libresca sus fans nunca
serán iletrados, por lo general. Esto no implica negar que, de hecho y en
muchos casos, han existido y existen grados diversos de conocimiento de aquella
cultura a través de su transmisión oral.
La
jerarquía atribuida a algunos intelectuales vivientes, y el deslumbramiento que
pueden llegar a provocar, lleva con frecuencia a algunos contemporáneos a
convertirlos, a fuerza de admiración, en una suerte de gurúes, no sólo en
mérito a su nombradía y reputación sino también por la gravedad que
potencialmente sus capacidades
intelectuales revisten a sus ojos.
La
conocida frase “¡Qué bien habla el dotor!” no constituye únicamente una
percepción ingenua de los de arriba por parte de los sectores “populares” sino
fundamentalmente una implícita sumisión de clase y la consiguiente legitimación
del rol y las funciones de los cultos e ilustrados por parte de quienes no lo
son o no se autoperciben a la misma altura intelectual.
En
todas partes los intelectuales ocupan elevados sitiales en una escala
jerárquica que les confiere mayor
exposición, poder de comunicación y resonancia debido a la “altura” en que se
hallan respecto de casi todos los demás hombres comunes que les brindan respeto
y veneración.
En
los últimos dos siglos y medio abundaron los casos de intelectuales famosos
respecto de los cuales la resonancia de sus famas precedía largamente a sus
apariciones reales y también al conocimiento profundo de sus respectivas obras,
apenas compensado en ocasiones por algunas citas extrapoladas. De ahí que en
torno a ellos surgieran círculos de admiradores y discípulos, capaces de arriesgar su vida
porque el Maestro posara sus ojos en ellos, o por tener la dicha de escuchar de
sus labios alguna de sus usualmente singulares definiciones urbi et orbi.
En
el ínterin, los respectivos admiradores pasaron de coleccionar frases y
sentencias impresos en manuscritos y libros y hasta transmitidos oralmente, a
fotografías y retratos hasta llegar a los modernos soportes informáticos, y
todo con tanta devoción que algunos intelectuales fueron convertidos por ellos
en modelos, en arquetipos, tan importantes para su feligresía como fueron desde
mediados del siglo XIX los héroes y los
santos para quienes rendían culto a la Patria.
Tanto
en el campo del pensamiento como en el de la acción política hubo y hay
intelectuales a secas y trabajadores intelectuales abonando con su pensamiento,
su escritura y su palabra las orientaciones e inducciones colectivas que el poder
dominante y sus aliados necesitan para mantener el control de las sociedades
respectivas, y también, aunque generalmente en menor cantidad, los hubo y los
hay que cuestionan e impugnan las formas oficiales, los moldes en que se
configura la realidad.
Esa
condición de modelos a imitar llegó a ser tan fuerte sobre sus cohortes de
fanáticos, sobre todo en el siglo XX, que en muchos casos generó en ellos
vocaciones, apostolados y hasta sacrificios sin límites. Todo a cuenta de que
la fama y la adoración acaba por revestir a algunas de estas personas
singulares de una suerte de fata morgana que a la postre terminaba siendo más
atractiva y trascendente que su personalidad real, y que trascendía el tiempo y
el espacio más rápido y más intensamente a menudo que el contenido de sus correspondientes obras.
Fue
en ese siglo, precisamente, cuando la mercantilización de sus destellos llegó
no sólo a las piezas de oro de sus obras sino incluso a la de los brillos de
oropel de muchas de aquellas famas, a menudo en mayor medida que sus
respectivas obras.
Hoy
es fácil observar que muchos de estos admirados “hombres sabios” utilizan parte del tiempo que antes dedicaban a pensar
acerca de cuestiones que ellos mismos decidían para pasar entonces a
administrar el valor de los usos reales y potenciales de sus famas, de sus exposiciones circunstanciales
respecto de múltiples y variados asuntos y de sus vínculos e influencias intra
y extra literarios, pero en todos los casos independientemente del valor del
contenido de sus pensamientos. Tampoco nada novedoso, por cierto, pero que cada
vez es más mercantilizado como si fuera oro de buena ley.
Es
decir, sus aureolas y sus sombras parecen independizarse cada vez más de sus
propios cuerpos y de sus creaciones, obteniendo de este modo y frecuentemente
mayores gratificaciones que con éstas últimas.
Es
fácilmente reconocible que para apropiarse del valor adicional del prestigio y
la publicidad gratuitos que invisten hoy los vínculos marketineros de carácter
masivo sólo deben atender y mantener una consideración constante sobre las
expectativas de la demanda (de la demanda real y de la potencial, como sucede
actualmente), no ya para descubrir lo
que ésta esperaba de la función “sacrosanta” de pensar. ¡No, no, no! Ya no se
esperan “deberes” ni “misiones” de los intelectuales como en la ya centenaria
etapa del Romanticismo Social en América latina, y en especial en tiempos de la
Revolución Social. Ésta ya había
concluido mucho antes de que la palabra Posmodernidad comenzara a escucharse
habitualmente en estos lares.
De
modo que, estimado lector, hace rato que compartimos un supuesto presente que
sin que nos demos cuenta se nos esfuma constantemente por atrás para darnos una
versión descafeinada del Ser intelectual
hoy y aquí. Esto no es otra cosa que un mero ejercicio lingüístico complejo e
inútil dentro del mercado capitalista mundial, que atiende fundamentalmente a
sus valores de cambio y no a los de uso, lo cual, una vez más, no es algo
nuevo, pero que actualmente es desembozada y descaradamente asumido,
aprovechado y reproducido mientras simultáneamente torna más y más sofisticada
su presunta criticidad.
Metafóricamente
hablando, para navegar en barca intelectual hoy basta con hacerse a la mar sin
arribar nunca a costa alguna como condición para la producción y reproducción
como intelectual y de ejercicios intelectuales posteriores. Sólo se debe flotar
para permanecer y ser visible. Lo intelectual es hoy como el oropel, un breve
baño dorado sin riqueza ni calidad áurea.
No
es que no se escuchen ya los ecos de viejos discursos de la etapa anterior,
impresos en diversos soportes o en
memorias particulares supérstites. Claro que se escuchan todavía, aunque
con mayores distorsiones y ambigüedades, pero ya no para pregonar misiones
futuras que todo mundo sabe o intuye que están fracasadas de antemano, sino
para llevar a cabo el nuevo “rebusque” de los intelectuales al uso entre
nosotros (¡en definitiva uno habla de los intelectuales concretos que ha conocido
y conoce, y no de los intelectuales en abstracto, ni menos aún de los de
Utopía). Es decir, para hacer lo que hacen hoy muchos de estos intelectuales
culturosos que viven y muy bien del Estado al que constantemente critican: “dar
cuenta del presente”.
Examinarlo,
describirlo, diagnosticarlo, divulgarlo y mercantilizarlo, no ya para proponer
alternativas, transformaciones o cuestionamientos a la condición humana, sea
en abstracto o concretamente.
Seguramente
les ha de corresponder a ciertos intelectuales (sobre todo a los de décadas y
siglos recientes) una gran responsabilidad por el fracaso de las quimeras con
las que empapelaron el mundo, y por el
consiguiente agotamiento físico y moral
de muchos de los que murieron agónicamente, de los que sobrevivieron y de los
que nacieron después… lo cual torna comprensible tanta desafección actual
respecto de aquellos delirios que habían llegado a ser el non plus ultra de la existencia.
Con
todo, no seguiré adelante con este tema pues es una forma más del “dar cuenta”
de que hablábamos antes, sino que pondré brevemente el acento en las
diferencias de los intelectuales actuales con los de aquella época de
emblemáticos delirios.
Pues,
y esto es lo que me parece grave hoy, los actuales que están y se pueden ver ya
no necesitan pensar profundamente, ni con originalidad… Sólo tienen que “dar cuenta del presente”, y eso en los
ropajes al uso; esos que espera la demanda creyendo y sintiendo que de ese modo
pasa por actualizada, por creer que así es progresista, que no tiene en su
cabeza el enano fascista de Neustadt, y que por todo ello está viva.
Lo
que sí continúa siendo el País de Utopía es la Universidad, en manos de
izquierdas seudo radicales, tremendistas, patoteras y piqueteras que junto con
sus autoridades se alinean a las autoridades populistas para dar cobertura a
“los proyectos” de los nuevos caudillos, a cambio no de la mejora de la
educación, de la ciencia y del desarrollo, sino de cobrar y seguir estando
cómodamente instalados y haciendo la plancha los profesores, y de “abrirse
camino” los nuevos egresados. Eso sí, ¡siempre con el sambenito del “Che” en la
boca y la lucha por “El socialismo”!
Dije
“hacer la plancha”, es decir, flotar sin hacer nada. Ya no se trata de hacer de
verdad algo como en otras épocas, por más delirante que aquello haya sido.
Ahora tratan de aparentar que se hace, pero sin hacerlo, pues se les acabaría a
estos intelectuales su encantador negocio si resolvieran todos los problemas
(una utopía, por cierto), pero tampoco resuelven ni un solo problema. Y a pesar
de reclamar siempre mejores condiciones salariales nunca van a pedir el famoso
año sabático (por mí les daría 99 años sabáticos) para no correr riesgos de
ninguna clase ni ser eventualmente desplazados de la escena por nuevas camadas
de aspirantes.
Es
increíble que la humanidad continúe despojándose voluntaria y alegremente de la
función individual y social de pensar su existencia para dejarla a cargo de
ciertos hombres tan inútiles como los que estamos describiendo, que acompañados
por futuros “trabajadores intelectuales” vivirán del presupuesto mientras
enseñan discursos memorizados e inútiles de cada vez mayor fugacidad e
inconsistencia.
Mientras
tanto ponen cara de sufrimiento aunque no representan a nadie, han subrogado a
casi toda la sociedad pero ni siquiera para manipularla desde sus propias ideas
pues las que dicen tener son como agua de tallarines (no sirven para nada).
Seguramente usted está pensando en los mismos nombres y las mismas caras que
yo.
Pero
si usted, amigo lector, retoma en este punto el argumento mencionado más arriba
de la indetenible expansión de los sistemas educativos en el mundo, pensando
que este fenómeno compensa esa delegación y subrogación de la producción
intelectual masiva que venimos tratando,
le contesto que no constituye compensación alguna ni reequilibrio, pues en
general los sistemas educativos no enseñan a pensar con autonomía, ni a
reconquistar la libertad perdida. Sólo brindan instrucción e ilustración, y a
menudo ni siquiera esto.
No
se me escapa que las características actualmente deficitarias del producto -o
sea la enseñanza impartida en los niveles obligatorios de la escolaridad
actual- es estrechamente dependiente no sólo del estado y las características
del alumnado, sino también de los del profesorado, y fundamentalmente de los
fines oficiales reales de los sistemas educativos a nivel mundial. Piénsese que
los viejos resúmenes Lerú hoy serían enciclopedias frente al aprendizaje cada
vez más frecuente de 15 renglones como máximo por tema y con posterior coloquio
colectivo previamente aprobado para estimular a los chicos, en instancias
educativas de nivel terciario y universitario.
Añado
a las consideraciones precedentes un cuestionamiento estratégico, nada original
por cierto, respecto del sentido (¿o más bien sinsentido?) que encierra
transcurrir la tercera parte de la vida humana (el tramo de mayor productividad
y lucidez física e intelectual de las personas) encerrado entre paredes
semejantes a cárceles cuyos cerrojos no desaparecen luego, cuando supuestamente
los prisioneros entran en “la vida”, sino que se tornan invisibles.
Miremos
la realidad nacional y mundial y pensemos si valió la pena que tantas
generaciones de niños, adolescentes y adultos jóvenes soportaran dicha prisión.
¿Qué habríamos perdido de no haber
estado presos tanto tiempo? ¿Acaso lo que vino después para cada uno -la
etapa del mercado de trabajo- se vio beneficiada por aquella prisión? Bien vale
preguntarse en este instante lo que ya afirmara el lúcido intelectual chileno
Dr. Claudio Naranjo, si la escuela nos ha enseñado lo más importante en la
vida, es decir, a ser felices.
Creo
como él que no lo ha hecho ni lo hace, ni lo hará. Simplemente nos anestesia
para soportar mejor las cadenas que nos dejaron las generaciones precedentes y
las que la generación de cada uno va creando.
Pues
bien, esos años de prisiones ni siquiera ponen a las masas en contacto con
intelectuales, sino que lo hacen con trabajadores intelectuales entrenados para
difundir un conjunto básico de digresiones hechas por terceros –muy pocas de
ellas provenientes de intelectuales verdaderos y valiosos- acerca de cuestiones
de moda que cada vez más aumentan desmesuradamente y en gran medida el
conocimiento inútil.
Esos
trabajadores intelectuales supernumerarios y robotizados con los que convivimos
constantemente, prácticamente durante un tercio de nuestras vidas, no
contribuyen al desarrollo progresivo de la condición humana con nada que tenga
mucho mayor valor que los eventuales actos de pensamiento y decisión que
podrían emprender los hombres comunes individualmente considerados en relación
con otros paradigmas de civilización diferentes a los del mundo actual.
Claro
que los hombres comunes del grueso de las sociedades en general ya se han
acostumbrado a que los hombres sabios piensen y decidan por ellos, y por más
que no lo admitan tampoco creen en los intelectuales tal como ocurría en
tiempos no muy lejanos. Y mucho menos creen hoy en los profesores
intermediarios. Y sin embargo, no les interesa sacárselos de encima.
Los
intelectuales de mercado, aquellos que no se pertenecen a si mismos, y los
reproductores por un salario (presas menores de la fauna intelectual) aplican
en sus vidas profesionales el famoso “como si”… Ellos hacen, mejor dicho
parecen estar pensando profunda y autónomamente (y con “sentido solidario”, of
course, como espera la demanda), en tanto los hombres comunes hacen como si los
tuvieran en gran estima y consideración junto con sus obras.
Lo
cierto es que, masivamente, casi todo el mundo piensa menos que en otras
épocas, sobre todo porque existe una cultura del ocio y del espectáculo que
vuelca a las personas fuera de si mismas como supuesta terapia contra los
viejos y los nuevos dolores del cuerpo y del alma. En este marco, pensar es un
compromiso incómodo para la mayoría de los hombres actuales, y esto por múltiples
razones que no alcanzaríamos a desarrollar en este lugar.
Vale
decir, entonces, que las mayorías no tienen actualmente expectativas especiales
depositadas en los intelectuales que supuestamente deberían ocuparse de lo que
aquellas no pueden, no saben o no quieren realizar por si mismas. Esta función
es hoy un mero nicho cultural que la mayoría de las veces que es consumida por la gente común lo es como mero
entretenimiento o como símbolo y promoción de nuevos status.
Con
todo, en lugar de que los públicos actuales cuestionen política o
ideológicamente a los intelectuales, como era lo habitual en el siglo XX, y
sobre lo cual prácticamente no existen hoy motivaciones ni consensos evidentes,
sí es posible ponerse de acuerdo en que sería más fácil y más lógico
cuestionarnos a todos nosotros precisamente como públicos.
En
este sentido, deberíamos examinar críticamente por qué no tenemos expectativas
sólidas sobre la función intelectual llevada a cabo en forma ostensible por el
sector dedicado a ello, fundamentalmente para comprender que esta situación constituye, en definitiva, una
prueba de renuncia y desinterés en las bondades del pensamiento, y en última
instancia, pérdida de la fe (como garante finalísimo) de la verdad.
A
priori es fácil colegir que no se trata de una boutade, sino de un grave
problema social, ya que vivir sin pensar por uno mismo es como vivir en la
oscuridad, con el consiguiente peligro de que uno se acostumbre a ello, pero
peor aún con el riesgo de terminar ciego.
Si
las mayorías actuales, que pueden ser caracterizadas como productoras y
consumidoras (pero no productoras de pensamiento decidida y ostensiblemente
autónomo), en consecuencia, individual y socialmente no soberanas, no creen ya
en los intelectuales que las subrogan, ni tampoco quieren retomar la función
delegada debido a la complejidad del sistema sociocultural mundial, los
intelectuales podrían encarar otras tareas distintas a las tradicionales, y
respecto de éstas últimas podrían llamarse a silencio no sólo por la historia
de sus responsabilidades y fracasos conocidos sino porque no es propio de
ninguna representación ni delegación que los mandatarios esparzan por doquier
sus obsesiones y su egolatría. Lo cual
es lógicamente extensible a los políticos, por supuesto, sus grandes aliados.
Si
no sirven, si no agradan, o si resultan hipócritas los tradicionales
diagnósticos, recetas o anticipaciones de estos intelectuales fashion o
intelectuales de mercado, pues que no diagnostiquen, no receten ni anticipen, y
que tampoco imaginen el futuro por los demás. Digo esto muy convencido de que
las industrias culturales a cargo de
intelectuales son funcionales al poder político y económico que domina y explota a la humanidad
en todas partes. Y decir esto no significa postular el anticapitalismo, el
comunismo rojo, o el nazismo negro, ni ninguna estupidez de ese tipo, pues ni
siquiera es algo original.
Creo
que los intelectuales no deberían insistir en buscar enemigos políticos, de
clase o de fracciones de clases de las sociedades, pueblos o naciones. Por el
contrario, en lugar de mostrar constantemente contradicciones y conflictos
reales y posibles deberían poder ayudar -sólo ayudar, o sea nada de encarnar
supuestas misiones- a pensar lo más
correctamente posible a todos y a cada uno en tanto individuos y agentes sociales y políticos.
Incluso
no haría falta que crearan nada nuevo, pues lo que hace falta conocer para
realizar esta tarea ya ha sido escrito, pero ha quedado sepultado en el olvido
o escondido tras la maraña de las modas estúpidas.
Entiéndase
que esto que propongo no es el desideratum perpetuo de la tarea de los
intelectuales en general. Sólo se trata
de éste presente, no de los futuros presentes, pues ello equivaldría a caer en
una posición conservadora cuando la mayoría de las sociedades actuales se
hallan muy lejos de ser estáticas y tradicionalistas.
De
modo que sería útil y deseable que los intelectuales stricto sensu del actual
tiempo histórico, valiéndose de las ventajas representadas por sus condiciones
y training particulares y propios de su oficio,
ayuden al resto de los hombres (intelectuales lato sensu) a pensar con
mayor rigurosidad, profundidad, criticidad y hasta eficacia en orden a las
eventuales necesidades y deseos futuros de la humanidad en su devenir. Pero,
atención, que ayuden a lograrlo verdaderamente, no a continuar con el “como
si”.
El
intelectual debe estudiar y expresar, pero no debe esperar ser leído ni
interpretado justamente, a menos que su pensamiento tuviera dos versiones
siempre, como todo paternalismo: una abstrusa como la que generalmente utilizan
para escribir y otra versión para escolares… de pantalones largos, y que
siempre estuvieran ellos para efectuar los ajustes correspondientes.
Los
intelectuales verdaderos y auténticos “no se la creen”, ni se piensan jamás a
si mismos en tercera persona.
Lo
que si acepto que se mantenga como en los tiempos románticos es el deber ser
del intelectual auténtico y autónomo que es la necesidad de su independencia
respecto del poder. Los intelectuales verdaderos y auténticos, es sabido y es
cierto, deben mantenerse alejados del poder, tanto del poder político como del
económico, social, religioso, etc. De modo que me refiero aquí a los
intelectuales libres, no a los condicionados por los contextos del ejercicio de
su pensamiento y de su correspondiente
mercantilización.
Los
especialistas, asesores y técnicos de los más variados campos de la actividad
social, por más importantes que pudieran llegar a ser sólo trabajan de
intelectuales, son trabajadores intelectuales pero no intelectuales, como dije
más arriba. Inversamente, yo pienso como intelectuales a aquellos cuyos
pensamientos no están determinados por los sectores dominantes ni por los
sectores dominados de una cultura concreta, ni tampoco de una contracultura de
cualquier tipo y origen.
O
sea que el intelectual con amo, no es un intelectual, sino un siervo, una
caricatura de intelectual. Por eso insisto en que aprendamos a reconocer las
caricaturas de intelectuales.
Pienso
en el verdadero filósofo como el intelectual emblemático que puede trascender
su época pero no por la inercia que le
brinda la proyección de la cultura sobre él y su época, tal como sucede
en el caso del arte hoy en crisis sino por la posibilidad de brindar las otras respuestas,
es decir, las que son otras respecto del poder y la cultura oficial.
El filósofo, para mi gusto, no debe trabajar
como filósofo pues dejaría de ser
filósofo en ese caso. Ciertamente, si trabaja como profesor de filosofía será
él también un trabajador intelectual que eventualmente hasta podría ser
reemplazado por una persona entrenada al efecto, o por unos libros, o por un
robot.
Por
eso pienso en los intelectuales verdaderos como aquellos que piensan por ellos
mismos, para ellos mismos, no en representación de nadie ni como función
social, sin expectativas de remuneración, de prestigio o de gloria, ni
pertenencia a capilla o cofradía alguna. Y que jamás caen en la famosa
estupidez del “intelectual orgánico”.
Más
aún, filósofo es para mi aquél
intelectual que no vive de su pensamiento, es decir, que no lo vende, no lo comercializa, ni se
repite, ni se plagia a si mismo. Esto último lo vinculo con el apego a sus
propias palabras cuando ellas se han vuelto conocidas. De ahí que siempre he
insistido en que hay que hablar en criollo, es decir, con sencillez, no
utilizando jerigonzas especiales provenientes de otros, ni tampoco propias, pues se es pedante en cualquiera de los dos casos.
Por
la misma razón considero que un buen
intelectual es aquel que no sólo no repite discursos memorizados extraídos de
obras complejas, ni tampoco de manuales ligeros, y menos de clichés de moda fruto del pensamiento
políticamente correcto en cada momento que -bueno es recordar- ¡no siempre ni
necesariamente es de derechas!, pues en tal caso semejante “intelectual” sería un mero repetidor, un memorista
entrenado y hábil en discursos ajenos.
Un
verdadero intelectual no se repite a si
mismo porque se plagia, es decir, no
reitera temas ni obsesiones personales, pues estaría determinado por lo que
recuerda en el momento de hablar, y así no sería libre.
De
modo que un verdadero intelectual puede explicar varias veces una cuestión de
distintas maneras, empezando por el principio, por el final, por el medio, por
adelante, por atrás o por cualquier
parte, o con enfoques diferentes en cada ocasión ya que todo fenómeno social
particular es parte de una totalidad social, pero también es una totalidad en
si mismo, y toda totalidad puede ser
abordada desde si misma, desde sus
partes, o desde afuera de ella.
Hay
quienes dicen que pensar en libertad, y con libertad externa e interna, es un
acto de soberbia, que un intelectual ha de ser modesto, etc, etc. He escuchado
este pensamiento varias veces y me hace reír tanto como llorar.
La
humildad de los hipócritas es el más grande y altanero de los orgullos, lo
dijo alguien hace 500 años.
Deliberadamente no diré su nombre para no incitar el fetichismo de los
citadores a repetición (por aquello que canta Serrat, que “al olor de la flor
se le olvida la flor”). Es que considero hipócritas a quienes se esconden tras
los restos del pasado para no decir jamás lo que piensan ellos mismos, y
también a los repetidores de discursos a tono con las épocas o con las líneas
del poder de turno.
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