En un país como Venezuela, el costo social de la corrupción es muy alto, inaceptable en términos no sólo patrimoniales, sino en vidas humanas y en calidad de vida. Un hecho de corrupción, en un país desarrollado, es medido principalmente como una afrenta a la confianza traicionada por parte de un funcionario público o empresarios, contra el mandato de la sociedad; la falta es principalmente moral y el corrupto es despreciado socialmente y apartado de la comunidad, el castigo se desprende de lo que las leyes dictaminan por el daño causado al patrimonio público, siempre con el objetivo de tratar de recuperar la mayor parte de esos dineros, bien sea por resarcimiento de las sumas afectadas vía el patrimonio del causante, o por las multas, confiscaciones o demandas contra quienes se beneficiaron del crimen.
En un país del primer mundo, los costos de la corrupción son en gran medida asumidos por el Estado, sin mayor problema, empezando porque su marco legal y la contraloría de las instituciones funcionan, y hay control efectivo sobre las actividades susceptibles de corrupción; por supuesto, la corrupción existe y se dan casos de grandes desfalcos, sobre todo en el área financiera, hipotecaria y de seguros, y aunque algunos creen que sus perpetradores siguen actuando, como si nada, en sus áreas, sí hay una afectación importante y una disminución de la confianza pública hacia esos factores.
No es lo mismo perjudicar un fondo de pensiones, ahorros familiares, carteras de inversión, que incidir directamente la vida y la salud de las personas; en los actos de corrupción en un país como Venezuela se involucra la muerte, el dolor, la miseria; se pone en peligro numerosas vidas humanas cuando un puente es construido fuera de las especificaciones técnicas, cuando no se atiende la seguridad industrial en las plantas refinadoras de petróleo, para apropiarse de los fondos destinados para ello, cuando se adquiere equipos defectuosos para dar energía eléctrica y se producen las fallas en hospitales, cuando los bomberos no disponen de ambulancias porque un funcionario se robó los dineros… las víctimas son muchas y algunas de ellas fatales.
La gran diferencia entre un acto de corrupción en un país desarrollado y uno en vías de desarrollo es que todas las inversiones en este último están ligadas directamente a necesidades básicas de la sociedad: seguridad, salud, vivienda, electricidad, servicios de emergencia, alimentación… llega a fallar algo en la cadena del proceso de inversión en las obras, abastecimiento o adquisición del equipamiento, y de seguro alguien muere, o queda lisiado, o es condenado a pasar hambre.
En estos actos de negociados y apropiaciones indebidas siempre hay daño colateral, una parte de la población queda al descampado - niños,mujeres, ancianos, minusválidos, enfermos, familias enteras… - terminan terriblemente afectadas en su seguridad de vida, porque la avaricia de alguien privó sobre el bien común, porque un gobierno corrupto se apropió del Estado para privilegiar a unos pocos contra la gran mayoría.
En estas circunstancias de emergencia, de precariedad, de tanta necesidad, robar es un crimen equiparable al asesinato, con el agravante de que un asaltante, por lo menos, ve los ojos de su víctima; en el caso del corrupto todo se resuelve en un restaurant o en una oficina, o en algún resort de lujo, sólo se ven – si se logra ver - las cifras, los manifiestos de embarque, las facturas trampeadas, los contratos asignados… y las comisiones vienen y van debajo de la mesa.
En las víctimas ni se piensa, son números anónimos, son posibilidades estadísticas que no existen y, si existieran… pues, ya alguien del gobierno se hará cargo.
Cuando se está a punto de recibir cifras de cinco ceros en una cuenta en el exterior, por la única firma en un contrato, no se piensa en la madre con cinco hijos que tiene que seguir viviendo en un refugio de mala muerte porque no le entregan su casa, ni en el joven que necesita un trasplante de riñón y ni siquiera hay anestesista en el hospital, ni en la escuela en el barrio que es asaltada continuamente por las bandas criminales, ni el ancianato que va a entrar en emergencia porque el almuerzo fue cocinado con comida descompuesta… cuando se está soñando en la remodelación del apartamento en Miami, o las vacaciones en Suiza, o el nuevo Porche para el condominio en Margarita, ninguna de esas espeluznantes imágenes viene a la mente. Pero la corrupción tiene una fuerza multiplicadora y voraz; una vez desatada y sin control, puede tragarse a un país entero, dejarlo sin energía eléctrica, sin reservas monetarias, sin recursos para pagarle a los pensionados, puede contaminar las aguas potables, comprar armas en vez de alimentos, puede obligar a varias generaciones de estudiantes a recibir la más mediocre de las formaciones posibles y condenar a una población entera al miedo por el hampa desbocada. No hablemos de coincidencias.
El dinero de la corrupción en Venezuela está lleno de sangre, de miseria y de dolor; es un dinero maldito y hará infelices a quienes se atrevieron a vender la vida de todo un pueblo para represar y acaparar lo que todos pertenece, sin ninguna otra justificación que sus apetitos y pulsiones más primitivas.
Se trate de un inocente que se pudre en la cárcel mientras sale libre un homicida, o un comerciante que no paga impuestos porque tiene al SENIAT en el bolsillo… qué diferencia, entre tanto desorden, puede hacer que un fiscal de transito manipule el croquis de un choque, o que una manicurista decida ensayar su primer implante de silicona en una cliente… en todos estos pequeños actos hay un corrupto y un corruptor, una víctima y un victimario, la lucha contra la corrupción es una guerra contra quienes no les importa el país, que son, en mi criterio, no mejores que un asesino. –
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