El plebeyismo, que generó la
política filistea en Venezuela, es
decir, el desempeño del hombre público, exento de formación y sensibilidad, de probidad y
decencia, de integridad y sapiencia;
la carencia en
él de la potencia
fundente y efusiva
de la educación -esa
tarea humana que
hace al ser
humano, humano en
cuanto contribuye al
desarrollo de la
realidad social y en cuanto
es condicionado por
ésta- ha representado
para el orden
civil, cultural y político del
país un tiempo
oscuro de absoluta decadencia.
Sabido es que toda nación:
crece, se desarrolla y
prospera cuando cuenta con la energía moral y
el arresto fervoroso al
trabajo de una “aristocracia del espíritu,” como
llama Papini a
los hombres que
cultivan con dedicación
su “jardín interior.” Que por su buena educación, por su
atildada cultura y su elevada vocación de servicio
se entregan a ayudar y auxiliar, a asistir socialmente y cooperar; a
aliviar y amparar y darle
apoyo a
los más rústicos e
indoctos, a los más
indigentes, convirtiéndose
en influyentes socializadores que
con su ejemplaridad devienen
para los pueblos,
en modelos
Una Nación sin ellos,
dejaría de realizar
esa valiosa actividad de
“ósmosis y endósmosis” entre
la Venezuela culta de hombres
ilustres comprometidos en tareas
constructoras y la
Venezuela agreste, mendicante
y primitiva que mentalmente, apenas, esta
saliendo de la rusticidad de la
aldea. Su presencia hoy, como nunca, es indispensable para
influir y enseñar en los ordenes más
cotidianos de la vida, así como para despertar el mundo interior de las
creaturas; el de sus sensaciones e intenciones; su
percepción de las personas,
objetos y circunstancias, porque la vida, como
decía Platón, es una
“plenoxia,” esto es, un
acrecentamiento, una ascensión, un desarrollo una elevación:
“un ensayo de
expansión del alma hacia el infinito.”
Desgraciadamente, la oscura y
mediocre dirección que
el país ha tenido a lo largo de
tantos años, en que la ignorancia
alfabeta de los políticos y el analfabetismo de la
masa, han esterilizado
la potencialidad de los
venezolanos para alcanzar
una densidad histórica capaz de hacerlos verdaderos agentes de
cambio sustanciales en la piel de la
República. Todo ha quedado limitado
a comportamientos inmorales
que como un peso plomizo oprime el alma nacional por el fardo de la
mentira, la corrupción, el irrespeto, la mala fe, la codicia inescrupulosa, la violencia, la
hipocresía y la falsedad; por
una conducta irreflexivamente demagógica, fuente de un populismo repugnante que despersonaliza al
hombre despojándolo de su
individualidad en nombre de falsas utopías redentoras que hacen
imposible reconciliar la libertad con el orden, la palabra con el
acto y ambos con una recta concepción de
la libertad, de la dignidad y del poder.
Un
fanatismo enfermizo, con
fuerte atracción emotiva
y un equívoco
desvío conceptual y visual,
ha provocado, de
palabra y de obra,
enfrentamientos inciviles,
insolentes y violentos, con lo que se ha
proscrito el diálogo, la concordia y la
armonía. El ansia de poder
de una inculta
casta militar de
logreros –por fortuna son
más los de otra índole-
que maniobra, ruinmente, por
mantener la espantosa anarquía que vivimos,
que solo busca
darle sustento –por la amenaza, el
temor, el miedo
y la aprensión- a esta
autocracia sombría dispuesta a convertir
al venezolano en fantoche,
en títere de un partido y de un
gobierno autoritarios.
Cuando a un pueblo,
como el nuestro, el
gobernante -en desquite- lo concita a maltratar, ofender, agraviar y
hasta odiar, a los
que asumen posiciones disidentes, sobre todo, a aquellos que por su
vigor moral e intelectual ( Prelados y Representantes de las
Iglesias, Rectores
universitarios, Académicos, Docentes,
Representantes de Gremios Profesionales, Sindicales
etc.) alertan con
sus juicios -de buena
fe- la inconveniencia de acometer
ciertos dislates políticos que pueden contribuir a desajustar el equilibrio
social y la buena
convivencia democrática, lo que logran en el fondo con ello, es agudizar
más cualquier conflicto
humano, desajustar la buena marcha de la
convivencia nacional, al
pretender desconocer el derecho
de toda
persona a tomar
parte en ese
mínimo de funciones
vitales superiores – como el diálogo- que como dice Octavio Paz “es participar
en un gran todo colectivo: en el que el yo se vuelve un nosotros.”
Esta actitud insólita, a la que
apeló Chávez, tantas veces, incitando con altanero y engreído sectarismo
a “pulverizar” a
los disidentes, a
no tolerar críticas
de los “apátridas,” “pitiyanquis”
y “golpistas.” Esos
modales del ser
mal educado y de
cultura incompleta, vivieron
alojados en su
mente resentida, indiferente para distinguir entre
el hombre mejor del hombre
peor pues su
anhelo fundamental era encumbrarse, trepar, mandar y
dominar como fuera. De este talante jacobino, provino la política
filistea. Esas normas caprichosas que
impuso de insólito
prosaísmo; ese repertorio
de concepciones, no
solo falsas, sino
humanamente monstruosas que dieron
pie para perturbar sanas costumbres
–porque el ejemplo contagia- que
han hecho que
las ideas y
conductas viciosas y
corruptas de los peores,
se fueran infiltrando
en el modo
de ser y
comportarse parte importante
de la población
venezolana que hoy,
lamentablemente, se ha
ido haciendo sorda, por acostumbramiento, a
lo que Carlos
Fuentes llamó: “la política
del expediente, del
carpetazo, del silencio y la ocultación.”
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Muy Buen artículo, felicitaciones!
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