Nuestro subcontinente está, cada día más, bajo la amenaza roja que comenzó a manifestarse en años del siglo XX posteriores al término de la Segunda Guerra Mundial.
La cabeza de playa que inició tal amenaza fue el régimen comunista que sembrara en Cuba, al inicio del año 1959, la triunfante aventura revolucionaria encabezada por Fidel Castro Ruz, que derrocara la dictadura de Fulgencio Batista. Desde la Sierra Maestra que sirvió de sede a su Cuartel General, Castro conquistó gran simpatía en los países de la sub-región y, tan pronto se instaló en el poder, intentó ganar el apoyo de algunos países de la misma, entre ellos Venezuela, Brasil y Argentina, de cuyos mandatarios solicitó apoyos económicos y políticos para su causa.
En Venezuela, Castro no convenció a un Rómulo Betancourt quien, deslastrado de su juvenil arresto comunista, había vivido la gran conflictividad del llamado “Trienio” cuyo gobierno ejerció por dos años y un mes, así como también, desde el exilio, la experiencia de una dictadura como la de Marcos Pérez Jiménez que persiguió, apresó y torturó a dirigentes de su ilegalizado partido Acción Democrática, así como también lo hizo con el partido Comunista de Venezuela, que había sido su aliado en la Asamblea Constituyente instalada en 1947. Los otros dos partidos democráticos, Unión Republicana Democrática y Social Cristiano Copei, pudieron “navegar” un tiempo, pero muy limitados en sus acciones y también sus órganos periodísticos y sus principales dirigentes fueron frecuentemente perseguidos y encarcelados. El Betancourt que asumió la presidencia era, sin dudas, muy distinto al de Costa Rica y al del “Trienio”: en efecto, Betancourt era ya un convencido demócrata.
Tampoco encontró Castro apoyo en el entonces presidente de Argentina Frondizi. Él decía que la Argentina pertenecía al bloque occidental y reclamaba participar en las decisiones de ese conjunto de naciones. Por eso retiró del país a cuatro diplomáticos soviéticos y a uno rumano. De manera que Castro, para sus escondidos planes de entonces, apenas contaba con el apoyo del presidente de Brasil que era, en 1959, Juscelino Kubitschek, del partido Social Democrático, pero su gobierno no lo iba a favorecer pues, elegido en enero de 1956, Kubitscheck dejaría la presidencia el 30 de enero de 1961, a diez meses de las diligencias del presidente cubano cuyo pensamiento no coincidía con el de aquél. En esa misma fecha, asumió el poder Juáo Goulart y, entonces, tal vez Fidel Castro se alegró mucho, pero Goulart estuvo muy poco tiempo en de presidente, al ser desplazado por los militares de Brasil, después de haber recibido una condecoración que le otorgó él mismo Castro.
Sin embargo, luego de sus fracasados intentos de recibir ayudas de Venezuela y Argentina, Castro desató en su país una despiadada persecución a quienes consideraba ser sus opositores y estableció de inmediato la práctica del “paredón”, por el que pasaron muchos de aquellos que Castro creía ser sus adversarios.
Luego fue la muy conocida y fracasada intentona, apoyada por los Estados Unidos, de la invasión por Bahía de Cochinos y, posteriormente, el casi conflicto bélico que significó el envío de barcos de guerra con misiles por la Unión Soviética, para reforzar su cabeza de playa que era una Cuba tan cercana a la poderosa nación del norte. Desde entonces, Cuba sobrevivió gracias al apoyo económico y militar que le proporcionó la URSS, hasta su derrumbe determinado por la Perestroika de Gorbachov, cuyo episodio final fue la caída del Muro de Berlín que significaba la ruina del poder castrista.
Pero Fidel Castro, que conoció muy bien los hechos de la guerra “asimétrica” generada por el Viet-Nam para combatir las fuerzas de invasión norteamericanas y que, antes, le habían iluminado para realizar, con apoyo en el Ché Guevara, una supuesta guerra asimétrica semejante a la vietnamita, pero en el sub-continente sur latinoamericano, proyecto que por su recorrido denominó “La media Luna”, fracasó con la gente de Bolivia y en todos los planes concebidos de avance hacia el norte.
Al caer el Muro de Berlín y sentirse sin apoyos y sin recursos, Fidel Castro, con su ágil mente, concibió volver al plan de la Media Luna, pero aplicado a las naciones del norte subcontinental: Venezuela, rica en petróleo y con capacidad para sostener a Cuba; Colombia, que pensaba el líder cubano pronto veía caída en manos de las insurrecciones guerrilleras; y el norte de Brasil, donde predominaban fuerzas afines al marxismo. De allí provino la fundación del “Foro de Sao Paolo”, en la idea de agrupar todas las tendencias políticas de la izquierda latinoamericana, incluidos los partidos menos radicales, con el objetivo --otra vez-- de desatar un conflicto generalizado con la potencia del norte.
En 1994, cuando Hugo Chávez, recién salido de la cárcel le visitó en La Habana, Castro descubrió haber encontrado el fenómeno político ideal para el alcance de sus propósitos. Evidentemente, si Chávez alcanzaba el poder en Venezuela, Cuba estaría apoyada y el conflicto proyectado contra “El Imperio” se facilitaba vía la conexión que, a través de la explotación petrolera, tiene Venezuela con los países productores del “oro negro”. En la mente de Castro debe haberse instalado la idea de desatar una guerra bi-hemisférica: el sur del mundo, pobre y desamparado en su subdesarrollo, frente al norte del mundo, rico y poderoso; y el oeste del mundo –particularmente el radicalista musulmán-- frente al este que supuestamente la ha despreciado históricamente.
Por eso, desde 1994 Chávez comenzó a visitar a todos los líderes radicales de los países musulmanes; a la Rusia no totalmente liberada del totalitarismo, así como otros mandatarios de regímenes de la misma naturaleza.
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