Entre los artificios desplegados por los
guionistas de cine para crear efectos que aviven el interés de las audiencias
está el MacGuffin. Es una expresión que suele atribuirse al cineasta Alfred
Hitchcock, pero que en realidad parece haber sido acuñada más bien por un amigo
del genio del suspense, el guionista Angus MacPhail para aludir a un elemento,
ya sea un personaje, un objeto o una acción que en el momento de su aparición
acapara con mucha fuerza la atención del público, pero que en realidad es
irrelevante. Es una mera coartada para hacer avanzar la trama, para que el
personaje llegue a un lugar donde se desencadenarán los hechos, para que el
protagonista deje su vida ordinaria y marche a la aventura. En fin, para que se
exponga el conflicto.
En la entrevista que le hizo el cineasta
francés François Truffaut, Alfred Hitchcock definió al MacGuffin como “la
excusa que mueve a los personajes en una película: los planos del edificio
donde vibra una bomba, la fórmula secreta o el microfilme que cierta potencia
ha hurtado”.
Por ese camino, el MacGuffin es importante para los personajes,
que encuentran en él una motivación para actuar, pero no para el espectador,
ocupado en seguir las peripecias a las que ese pretexto argumental obligó a los
personajes.
Ya sé. Puedo oír lo que están pensando.
Quieren de una buena vez un ejemplo que ilustre de qué va el asunto. En la
famosa película de Hitchcock, Psicosis (1960), la historia comienza cuando la
muchacha, interpretada por Janet Leigh, desfalca la compañía donde trabaja. En
los primeros quince minutos del film pensamos que va a tratarse de alguien que
se ha aprovechado de la confianza de su jefe para despojarlo de 40.000 dólares
y será por ello objeto de persecución. O algo así. Pues la verdad es que el
robo/MacGuffin no es más que un subterfugio para que la sensual rubia llegue a
un recóndito hotel de carretera… donde va a cruzarse con el retorcido Norman
Bates.
El MacGuffin es, pues, cualquier giro que se
presenta como vital para la historia, pero que en verdad no lo es. Es un truco
para engatusar al espectador: se le engaña haciéndole creer que la trama irá en
una determinada dirección cuando es otro el derrotero. Y eso lo hace el
escritor a conciencia, con la intención de embolatar al público con ardides de
ilusionista. A ver si alguien recuerda el maletín de Pulp Fiction (Quentin
Tarantino, 1994), uno que proyectaba un extraño resplandor que asombraba a los
personajes y del que nunca llegamos a saber lo que contiene. Otro caso palmario
es de El halcón maltés (John Huston, 1941), donde el detective a cargo de
Humphrey Bogart desciende a un mundo de pillos que andan tras la valiosa
estatua de un halcón, incrustada con piedras preciosas, tributo que los
Caballeros de Malta pagaron por la isla al rey Carlos V. Tras varios asesinatos,
traiciones y ruindades, el pajarraco de oro (que ha podido ser un collar, una
corona o una gema de muchos quilates) queda olvidado en un estante.
El MacGuffin, pues, es una excusa, pero
también es un elemento intercambiable: puede ser esto o lo otro. El punto es
que ponga en marcha el cuento.
Llegados a este punto este punto ya es evidente que el MacGuffin de esta nota es hablar del MacGuffin para ir a parar en el uso descarado que Nicolás Maduro y su régimen hacen de la corrupción, -que es, sin duda, un flagelo de la sociedad y que ha constituido la marca del chavismo desde la llegada misma de Chávez al poder-, pero que está siendo usado como arma arrojadiza para una oposición cuyo fortalecimiento es un hecho inocultable.
Está claro para el país en su conjunto que
Maduro y sus cómplices millonarios no tienen la menor intención de poner coto a
un mal que ha socavado los poderes públicos y confiscado la esperanza de
bienestar de las mayorías venezolanas.
Lo importante es que la sociedad no se
comporte como el espectador de cine (que perdona trampa mientras le suponga
entretenimiento). Y para eso, lo primero que debe hacerse es tomarle la palabra
a Maduro y exigirle el cumplimiento de la Constitución, que contempla los
instrumentos legales para impedir, acotar y castigar la corrupción; y luego
exigir la instrumentación de la cacareada contraloría social cuya gran
diligencia debería ser el escrutinio de las misiones y programas sociales,
donde los ladrones se han cebado violando los derechos de miles de personas.
Si esto no se hace, la sociedad habrá pactado
con el poder corrupto y le habrá tolerado el MacGuffin, calculado para marear
incautos y perseguir demócratas.
@MilagrosSocorro
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