“En este libro hay una culebra”, dijo el cliente, sin mayor énfasis, mientras
lo colocaba en el mostrador y se iba. Un silencio rígido se forjó entre el
vendedor y otro cliente que olisqueaba novedades. Ambos depositaron una mirada
oblicua sobre el libro. Era un ejemplar usado, añoso, de Edoardo Crema. El
librero lo abrió y encontró, efectivamente, los restos petrificados pero
nítidos de una culebra, enroscada en su muerte.
SE PARECE IGUALITO |
La verdad sea dicha, hasta
ahora la historia de la literatura no ha reportado un gusto especial de los
réptiles por la poesía. Falta saber cómo llegó hasta ahí. Pero así pasa con los
libros viejos. Son un sumidero de sorpresas. Todo aquel que compra un libro
usado en las librerías del ramo sabe que puede conseguir entre sus páginas
alguna carta extraviada, estampillas remotas, rosarios agazapados, billetes
descontinuados, tickets del metro, postales de un amor umbrío, facturas de
tintorería, y los pétalos que dicta el cursi corazón.
Así
pasa cuando hojeas un país usado, te consigues desechos de ideas fracasadas,
toneladas de retórica y entusiasmos disueltos entre sus páginas. Se parece
igualito.
***
Poseo
cierta fascinación por los libros usados. Me gusta detenerme en el moho de sus
páginas, tantear hallazgos, buscar algún fragmento subrayado, especular la
historia de sus dueños. En la librería El Buscón, donde ocurrió la historia de
la culebra, consigo un ejemplar de “Buena suerte viviendo” del poeta Roberto
Fernandez Retamar. Es una edición roída que posee una dedicatoria: “Para Isaac,
ya que ‘en el río de mis azares, y en el de muchos como yo, hay uno que fue
usted, y esa es la única inmortalidad posible”. La firma es indescifrable. La
última línea garantiza que fue dedicado en Caracas, 1968. El librero y yo discurrimos sobre quién será
el dueño del autógrafo. Ya en casa, con calma, descubro que en una próxima
página, están anotados los datos que hacen del ejemplar un tesoro magnífico:
“Dedicado por Fernández Retamar a Isaac Chocrón. Primera edición”. A veces me
cae muy bien el azar.
***
En
la prensa la noticia está allí como una prenda exótica: el abogado Juan
Garantón propone que se prohíban las extensiones naturales de cabello para las
mujeres. Para eso, interpone un recurso de amparo en un tribunal. Es una
propuesta desesperada para contrarrestar otro absurdo: el robo de cabello a
mujeres en las calles del Zulia. Días después, una criminóloga apunta que como
el material anatómico es una “prolongación cutánea de la piel, que es el órgano
más extenso del cuerpo” el crimen puede ser penalizado dentro del marco de
tráfico de órganos y adjudicarle 30 años de cárcel al verdugo de cabelleras. Un
marabino estilista asegura que si el cabello es virgen, si no posee trazo de
algún tinte, podrá ser vendido en Colombia por un monto que va de cinco a ocho
mil bolívares. Las pirañas bachaquean el pelo de las mujeres. Así dice la nota.
Así ondula el idioma.
Imagino
la escena: En un hotel de Paraguachón un hombre acaricia el cabello de una
mujer que realmente no es suyo. Cree que arrulla los mechones sin horquetillas
de Gladys pero realmente se trata de la ex cabellera de Yesenia. Despliega
sinuosamente sus dedos por la pulcra lisura del pelo que durante años Yesenia
cultivó con un enjuague importado que contenía aceite de aguacate, proteína de
leche y vitaminas A y E. Del otro lado de la frontera, en una estrecha
habitación de Cabimas, un escalofrío sexual recorre a Yesenia sin motivo
aparente. No se imagina ser parte de un ménage a trois en este momento. El
hombre hunde su rostro en la madeja oscura y elogia el color, el brillo sedoso,
de un objeto robado. Meses después, Yesenia y Gladys se tropiezan en las calles
terrosas de Maicao. Yesenia la ve de espaldas y piensa: “Se parece igualito a
mi pelo”, mientras el hombre que acompaña a Gladys le hace un gesto ladino. Le
gusta su cabello. Le recuerda a la mujer que tiene al lado. Solo imagino. La
vida puede ser así de rara.
Más
allá leo cómo unos ladrones de poca monta matan a una septuagenaria para
robarle sus dientes de oro. Cuando en un país hay crisis, todo es un botín.
Somos
una patria que prohíbe los dólares, la verdad, los teteros y el cabello largo.
Somos un cadáver exquisito.
***
La
calle tiene su propia sintaxis. Allí el castellano burla los atascos y reglas
que impone la academia. Estoy en una boda. La señora que limpia los baños ve a
alguien famoso y dice “Se parece igualito”. Pienso en aquella anécdota que una
vez me refirió Frank Quintero a propósito de los relojes que usa la fama. Frank
perteneció a la ingente camada de cantantes venezolanos que en los años 80
lideraba la cartelera de éxitos. Un día de este siglo XXI, se detuvo a echar
gasolina y el bombero al verlo le pregunta: “¿Y tú no eras Frank Quintero?”.
Hay poco que agregar. Hace un domingo exacto, un joven me pide tomarse una foto
conmigo. Ya en pose, me pregunta: “¿Cómo es que se llama tu nombre?”.
Veo
a Nicolás Maduro intentando un chiste en cadena nacional, diciendo que también
juega beisbol, extendiéndose por horas interminables, agrediendo al idioma,
ofuscado, transpirando odio mientras habla de amor. Obviamente busca que la
gente diga “Se parece igualito”. Pero todos saben que no es Chávez. Quizás solo logrará, cuando pase en la
carroza de la próxima campaña electoral, que muchos le digan: “¿Cómo es que se
llama tu nombre?”.
***
Cada
territorio tiene sus truhanes. En las librerías hay un profuso anecdotario de
robos. Las víctimas predilectas suelen ser los best-sellers: Coelho, Dan Brown,
J.J.Benítez. Se habla, incluso, de mafias organizadas que luego revenden esos
libros. Son hombres solitarios que merodean durante horas en los estantes y
aprovechan algún descuido del vendedor. Algunos, incluso, se toman la molestia
de forrar sus sacos por dentro en aluminio para evitar que la banda magnética
adosada al libro sea detectada por el sensor respectivo. Suelen hacerse amigos
de los libreros, sacarles conversación, endulzarles la tarde. En Caracas me
hablan del caso de un hombre que se robó 25 libros de Isabel Allende. O el del
cuarentón aquel que invariablemente ofrecía un caramelito a la vendedora,
compraba siempre el mismo libro de Rómulo Gallegos, en edición de muy bajo
costo, mientras se robaba ejemplares de Paul Auster y Fabio Morábito. En la
Librería Alejandría, una mañana, un hombre entró para devolver un paquete de
libros robados en sucesivas jornadas. Quizás fue un genuino acto de contrición.
Sin
duda, es muy distinto el ladrón de libros que lo hace por negocio y el que lo
hace por pulsión literaria. Algunos estudiantes de letras, febriles lectores
sin dinero, suelen buscar en los estantes a Baudelaire, Rimbaud, Bolaños. El
propio Bolaños confesó en más de una ocasión su temprana adicción al robo de
libros. Neruda también lo hacía. Y Roberto Arlt. Pero uno de los más
entusiastas es Rodrigo Fresán quien, en un texto titulado Apuntes para las
memorias de un ladrón de libros, apunta: “Hubo un tiempo en que no pasaba día
en que yo no robara un libro”. Fresán relata, orgulloso, cómo se fue robando
progresivamente los 7 tomos de En Busca del Tiempo Perdido de Marcel Proust. El
descaro se hace risueño cuando describe
sus varias metodologías: “La que mejor resultado me dio era la de escoger el
libro a robar, irme a un rincón poco frecuentado de la librería, dedicármelo a
mí mismo y luego acercarme a cualquiera de los empleados, mostrarle el libro
que alguien me había “regalado”, preguntarles si tenían otro ejemplar,
averiguar el precio, suspirar un “Es muy caro, mejor le presto el mío” y salir
de allí con mi copia de las Collected Stories de Scott Fitzgerald.” Quizás el
vendedor dijo: “ese libro se parece igualito al mío”.
Los
libreros del patio hablan de ciertos intelectuales que estilan robar uno que
otro ejemplar, amparados por su reputación. Las presentaciones de libros son
circunstancias ideales. Ni se hable de las ferias. Hay mucha gente, mucha
palabrería en curso, una confusión perfecta para birlar el último libro de
Philip Roth o algún costoso ejemplar de Anagrama. Hay quien comenta que robar
libros no es pecado, sino un acto romántico en tiempos de inflación salvaje.
Libreros y editores no opinan lo mismo. Dicen que la piratería de los libros ha
disminuido el robo en las librerías. Eso insiste en decirlo el hombre aquel, de
saco gris, que va con las medias llenas de libros de poesía.
***
“Nos
están robando el país”, dice el librero mientras coloca en el estante de libros
viejos Memorias de un venezolano en la decadencia de José Rafael Pocaterra.
Robar. Un verbo que nunca pasa de moda. Un término que se dimensiona cuando la
impunidad es la reina. Una palabra que no combina con ninguna revolución.
Hay
corruptos que se parecen igualito a los de la cuarta república. No, disculpen,
el hombre nuevo siempre es superior. Incluso a la hora de robar.
@Leonardo_Padron
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