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Río
Negro - 23-Ago-13 - Opinión
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Columnistas
SEGÚN
LO VEO
Cuando
mueren las naciones
por
James Neilson
Algunas
sociedades no europeas reaccionaron frente al desafío planteado por el progreso
material de ciertos países occidentales adoptando sus métodos –como hicieron
los japoneses– con éxito fulminante, en la segunda mitad del siglo XIX, pero
otras optaron por aferrarse a sus propias tradiciones. De éstas, las más
resueltas han sido las islámicas. Mientras que China, luego de un intervalo en
que probó suerte con una importación occidental, el comunismo, que a juicio de
muchos intelectuales era más "progresista" que las alternativas, hace
poco más de treinta años eligió combinar el autoritarismo con una variante sui
géneris del neoliberalismo, los países musulmanes siguen resistiéndose a
cambiar. Si bien todos cuentan con minorías "modernizadoras"
significantes, éstas no han logrado imponerse a los comprometidos con versiones
inflexibles del islam que no quieren saber nada del desarrollo tal y como lo
conciben los demás. Muchos no sólo fantasean con recrear el mundo de más de mil
años antes, sino que están más que dispuestos a matar y morir a fin de hacerlo.
Desde
un punto de vista filosófico, por decirlo así, puede argüirse que los
islamistas tienen razón cuando critican las sociedades de matriz occidental por
su hedonismo, inmoralidad, consumismo y, agregarían, vaciedad espiritual.
Muchos clérigos occidentales, comenzando con el papa Francisco, y quienes
comparten sus sentimientos coincidirían con los islamistas en que, a pesar de
los beneficios materiales proporcionados por el progreso económico, la civilización
occidental se ha empobrecido y por lo tanto no puede ser considerada superior a
la de épocas anteriores. Pero, claro está, aunque es legítimo oponerse al rumbo
que han emprendido aquellas sociedades, casi todas, que se han plegado a la
globalización y anteponen todo a la marcha de la economía, dando la espalda a
las viejas creencias religiosas, las consecuencias concretas de la resistencia
islámica ya han sido atroces para muchos millones de personas y es de prever
que en los años próximos se hagan cada vez peores.
Desgraciadamente
para los países en que la mayoría, o una minoría despiadada, ha decidido
continuar la lucha contra la influencia ajena, no es posible negarse a
participar del progreso económico, tecnológico y, según los optimistas, social.
Por cierto, no han logrado independizarse por completo del resto del mundo
países con gobiernos teocráticos como Irán y Sudán. Tampoco lo hubiera
conseguido el régimen que los islamistas de Mohamed Morsi procuraron instalar
en Egipto antes de que los militares, con el apoyo entusiasta de millones de
personas, pusieran fin a un experimento que era claramente destinado a
fracasar.
En
las décadas últimas, los interesados en temas geopolíticos se han preocupado
por la aparición de "estados fallidos", como Somalia, que al resultar
incapaces de gobernarse degeneraron en zonas caóticas, paupérrimas y
sanguinarias, dominadas por "señores de la guerra" vinculados con
delincuentes comunes. Tal y como están las cosas, en el mundo musulmán pronto
podría haber más "estados fallidos": Siria, Afganistán, Pakistán y,
tal vez, Egipto e Irak.
En
todos estos países, el nivel de violencia sectario no deja de intensificarse.
Los medios occidentales ya apenas mencionan las muertes causadas por atentados
o por matanzas a menos que las bajas se cuenten por centenares. Ya no es
noticia que otros cincuenta iraquíes o paquistaníes hayan muerto a manos de sus
presuntos correligionarios o, como ocurre con frecuencia, a las de militantes
de una secta diferente. En una inmensa región que se extiende desde el norte
del África hasta Asia central, están librándose guerras civiles feroces entre
sunnitas y chiitas, entre guerreros santos que sueñan con el renacer del
califato y "moderados" que preferirían una forma de gobierno menos ambiciosa,
entre los partidarios de un dictador determinado y quienes quisieran derrocarlo
por motivos tribales o por buscar venganza por los horrores perpetrados.
Entre
los más perjudicados por lo que está sucediendo están los cristianos; son
blancos de una campaña de exterminación, de genocidio, que se asemeja a la
sufrida por los armenios y griegos cuando hace un siglo se hundía el califato
otomano. En Egipto, muchos "hermanos musulmanes", impotentes ante los
militares, están desquitándose quemando iglesias –más de cincuenta fueron
incendiadas en los días que siguieron a la masacre de centenares de islamistas
en El Cairo y otras ciudades– y asesinando a cristianos coptos. Algo no tan
distinto está sucediendo en Irak, Siria, Afganistán y Pakistán.
Con
todo, los musulmanes mismos conformarán el grueso de las víctimas de la
marejada de violencia que día tras día está cobrando fuerza y que amenaza con
adquirir proporciones equiparables con las de los años de la Segunda Guerra
Mundial. No sólo será cuestión de matanzas. Merced en buena medida a la
introducción de la medicina occidental, la población de países como Egipto ha
crecido tanto que para alimentarla tendrían que dotarse de sistemas económicos
mucho más productivos que los tradicionales, lo que sería imposible sin un
grado de estabilidad que ya parece inalcanzable. A juzgar por lo que ha pasado
en Siria, un país convulsionado rodeado de campos de refugiados en que malviven
al menos dos millones de hombres, mujeres y niños que han huido de la confusa
guerra civil, estamos en vísperas de una catástrofe humanitaria de dimensiones
gigantescas.
Los
líderes occidentales quisieran ayudar. En diversas ocasiones, Barack Obama y
alguno que otro potentado europeo han dicho que intervendrían si un régimen,
como el de Bashar al-Assad o de los religiosos iraníes, cruza "una línea
roja", pero sólo se trata de palabras huecas. Ya han aprendido que no les
convendría en absoluto involucrarse en los asuntos internos de un país
mayoritariamente musulmán porque, de hacerlo, en seguida serían acusados de ser
responsables de todo cuanto ocurra. En el pasado, la prevista hostilidad de los
ayudados no les hubiera preocupado demasiado, pero en la actualidad se ha
consolidado hasta tal punto la idea de que cada pueblo debería asumir la plena
responsabilidad por su propio destino, que ningún político occidental que se
precie se animaría a señalar que, en muchos casos, exigirlo significaría
condenar a millones de personas a una muerte terrible y que por lo tanto
insistir en la necesidad de respetar la soberanía de todos los países pero así
y todo tratar de obligarlos a democratizarse es sólo un pretexto elegante para
no hacer nada salvo lamentar la brutalidad ajena.
Este
es un reenvío de un mensaje de "Tábano Informa"
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