“El
problema económico parece tener dos soluciones: una difícil y la otra fácil. La
primera, hacer cambios profundos en el modelo; la segunda, que los precios del
petróleo vuelvan a subir”. La reflexión es de Pedro Palma en un reciente
artículo en el que dibuja el cuadro de recesión e inflación que amenaza con
profundizarse en Venezuela. Habrá quien ponga su esperanza en la frase de
Keynes (“Lo inevitable nunca sucede, siempre viene lo inesperado”), pero la
acumulación de años de una política equivocada hace presumir, por el contrario,
el agravamiento de una situación difícilmente sostenible, caracterizada por un
peligroso desequilibrio fiscal, monetario, cambiario, escasez, contracción
económica y alta y creciente inflación.
Con
excepción de quienes insisten en ajustarse la venda ideológica, pocos ponen en
duda el grave estado de nuestra economía. Las intenciones de rectificación no
han logrado el objetivo anunciado de recuperación. Parciales y contradictorias,
las medidas tomadas lejos de aclarar el panorama lo han vuelto más confuso. Hay
más de una voz de mando. O ninguna. Terminan siendo medidas a medias, cargadas
de excepciones, abiertas a la discrecionalidad. La falta de acuerdo aumenta el
caos. La ilusión de control no pasa de una desfiguración de la realidad. La
mano abierta de un llamado al diálogo no se compadece con el puño de las
presiones o de la persecución. Los controles no han llenado los estantes, las
subastas de divisas no han calmado la ansiedad del mercado ni afirmado el valor
del bolívar, los índices de inflación siguen contradiciendo los anuncios
oficiales, el desabastecimiento continúa afectando a los consumidores.
Los
cambios profundos a los que alude Palma asustan a quienes deberían activarlos.
Así sucedió también en el pasado, a finales de los ochenta, cuando el liderazgo
político no se atrevió a asumir el costo de las medidas económicas consideradas
indispensables y las dejó en manos de los tecnócratas. Sucedió después en 1996,
cuando con la expresión “sólo Dios sabe lo que me ha costado tomar estas
medidas” otra vez el liderazgo político traslucía su falta de convencimiento y
compromiso. Ahora, cuando se hace indispensable pensar nuevamente en políticas
económicas que detengan la caída, ¿en manos de quién estarán las decisiones?
¿De los llamados pragmáticos? ¿De los radicales? ¿De los doctrinarios?
Frente
a la evidencia de los pobres resultados, la pregunta natural debería ser por
las causas. ¿Es la orientación? ¿El equipo? ¿Ambos? El Gobierno insiste en la
bondad de su orientación, pero mantiene los mismos equipos. ¿Tiene sentido?
¿Por cuánto tiempo? ¿Y si no es sólo el equipo sino su planteamiento de base?
¿Pueden convivir estrategias de mercado con la negación del mismo?
La
difícil situación político-económica que atraviesa el país y la todavía más
complicada que se anuncia han obligado a llamados más o menos abiertos al
diálogo. ¿Sinceros o interesados, de largo alcance o circunstanciales, honestos
o tramposos, nacidos de la convicción o inspirados en la conveniencia? Una
condición para hacerlos creíbles debería ser, sin duda, cambios profundos en el
equipo o en la estrategia. Lo contrario haría pensar en tácticas para ganar
tiempo, señales distractoras para calmar ánimos. A las élites convocadas al
diálogo no les está permitida la ingenuidad. Les corresponde aportar y exigir
sinceridad y claridad en el tratamiento de la realidad. ¿Qué hacer para
corregir el trabamiento cambiario, controlar la inflación, activar la economía
y reducir la tensión social?
Quienes
piensan que postergando las medidas necesarias están ganando tiempo,
posiblemente lo estén perdiendo. Quienes calculan el costo de tomarlas,
deberían también pensar en el precio, posiblemente mayor, de no tomarlas. La
demora sustentada en cálculos políticos termina normalmente por desencadenar
catástrofes en lo social y lo económico. Sería trágico que olvidáramos las
lecciones del pasado y reincidiéramos en el error de postergar las decisiones
necesarias o de camuflarlas con salidas ambiguas.
nesoor@cantv.net
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