Las
vicisitudes que han vivido los venezolanos desde entonces a la fecha, no han
sido lo suficientemente eficientes como para borrar de la memoria colectiva lo
que sucedió entonces, y que le permitió al país -con su carga de costo político
adicional por el indulto a un grupo de militares insurgentes contra la
Democracia- reencontrarse con la importancia de no menospreciar la utilidad de
lo que se conoce como lógica económica.
Tiene
que ver con aquél paso que debió dar el entonces agitador Presidente Rafael
Caldera, imposibilitado de seguir respirando tranquilo mientras no dejara de
buscar culpables y responsables de la recibida crisis -¿o burbuja?-financiera,
cuyo incontenible desarrollo comprometía al propio gobierno en su frágil
estabilidad, sacudía la paz social y desnudaba la dureza de un empobrecimiento
que agobiaba a gran parte de la sociedad venezolana.
Lo
cierto es que el “nadie se imagina lo que ha significado para mí tomar esta decisión”, como le dijo Caldera al
país al hacer dicho anuncio, ha sido, quizás, la demostración más auténtica que
Gobierno alguno podía haber exhibido en Venezuela, en contra de sus orígenes
políticos y principios que sirvieron
para que naciera el ya extinto “Chiripero”, con el propósito de detener la
marcha nacional hacia escenarios peores que los ya vividos en 1992.
¿Acertado?.
¿Desacertado?. ¿Bueno?. ¿Malo?. La quincalla histórica siempre útil para las
adjetivaciones y/o calificaciones de los que se ocupan de interpretar lo
sucedido, desde luego, hoy le ofrece opciones a los que se ocupan del tema y
tienen legítimo derecho a construir esas
y más interrogantes, como tantas respuestas sean necesarias.
Sin
embargo, lo que no puede minimizarse -salvo que sea por razones mezquinas o
producto de esos rancios egos que sobreponen visiones y criterios unilaterales
aun por sobre la inteligencia de quienes aman vivir en libertad- es que la
incorporación al Gobierno de entonces de los economistas Teodoro Petkoff y Freddy
Rojas Parra, significó –así de simple y trascendental- el reencuentro de la
economía y el acontecer político venezolano, con el camino de la racionalidad y
responsabilidad de gobernar para beneficio de todos.
Cuando
eso sucedió, los venezolanos añoraban gobernabilidad, sinceridad en el discurso
desde las entrañas del poder, hechos reales que hicieran posible la sinergia
entre el acontecer económico y la reconstrucción de la confianza en el futuro
productivo venezolano. Pero, sobre todo, que el propio Jefe de Estado ofreciera
demostraciones sinceras de no estar detrás de jugarretas contra la propiedad y
la empresa privada, porque lo que trataba de alcanzar con sus “sacrificios
políticos”, era evitarle al país y a sus habitantes tener que someterse al naufragio
emocional de vivir entre más ruinas sociales y morales.
Desde
luego, ese episodio político protagonizado
por un estadista capaz de entender la utilidad del pragmatismo en el
desempeño de funciones públicas, apuntalado en el orden económico por un equipo
ministerial decidido a no fracasar en el intento, y una población ansiosa de
salir del charco momentáneo de la duda y la frustración ante la incapacidad
evidente de sus gobernantes, hizo posible lo que esperaba una gran mayoría de
los venezolanos: la simbiosis capaz de reacomodar institucionalmente las
alternativas que impidieran, en principio, la conversión de la insurgencia y
del terror como forma sustitutiva de la transición gubernamental.
A
partir de ese momento, han transcurrido tres lustros. Y, con ellos, los más
inimaginables acontecimientos de todo orden, siendo el peor y más costoso, sin
duda alguna, el de la destrucción del pilar institucional que la Nación se
había comenzado a dar hace dos siglos, para hacer del Estado una caricatura. 0,
quizás, un formato de imagen democrática al servicio de la conflictividad
engendrada por administradores de causas ideológicas nacionales e
internacionales y pescadores globales de fortuna fácil, teniendo como propósito
final el sometimiento de quienes históricamente nunca le sirvieron dócilmente
al aventurerismo utópico del igualitarismo colectivista.
Esta
realidad que se debate entre interpretaciones de “pesadilla histórica”,
“castigo político” y hasta de procesos concebidos a la luz de predicciones
alrededor de la geopolítica y geoeconomía regional y continental, desde luego,
hoy es lo suficientemente compleja, como para suponer que están equivocados
aquellos que consideran que a esta situación se ha llegado por acierto
estratégico, o los que creen, sencillamente, que Venezuela está encallejonada.
Mejor
dicho, está metida en una especie de calle ciega y de la que sólo se puede
salir si, una vez más, la comprensión de la utilidad del pragmatismo político,
es capaz de sobreponerse al confusionismo que domina la multiplicidad de
tendencias grupales que, cual “chiripero” de ayer, hacen que aquel que hoy
ocupa la jefatura del Estado, no pueda hacer otra cosa que saltar para no caer;
gritar para poderse escuchar a sí mismo; construir burlas para evitar que las
lágrimas y gemidos provoquen la aceptación de que solo, íngrimo y solo, no es
viable ni factible retroceder del callejón en el que el Gobierno ha metido al
país.
Ese
Gobierno, sin duda alguna, ha acertado al poner en manos del matemático Nelson
Merentes, la responsabilidad de gerenciar el Ministerio de Finanzas. Y el
acierto lo identifican los empresarios privados del país, con el hecho de que
mientras ese funcionario estuvo al frente del Banco Central de Venezuela, echó
manos de la virtud de cualquier servidor público consciente de lo que significa
jurar para cumplir con la Constitución y las Leyes de la República, mientras se
está actuando en esas posiciones burocráticas: atender al empresariado que no
podía flanquear las entradas de los Ministerios de la Economía, escucharle en
sus observaciones y reclamos, asegurarle que se iba a ocupar del caso, cuando
se diera la oportunidad de hacerlo. En otras palabras, porque fue capaz de
demostrar que, sin ser economista ni gozar del amparo político del que siempre
hizo gala su antecesor Jorge Giordani, dejó entrever su voluntad de servir y no
de servirse.
Pero
hoy Nelson Merentes, en sí y por sí mismo, no es suficiente, indistintamente de
que haya más de 4.000 jefes de empresas de todos los tamaños, asistentes a las
reuniones de mesas y submesas técnicas, que aún abrigan una vaga esperanza de
que en julio sí habrá subastas versión SICAD, que la solicitud de divisas será
en agosto un triste clamor de lo vivido hasta julio, y que a partir de octubre
comenzará la fiesta nacional del abastecimiento. Porque hoy Merentes, para
mayor mortificación de empresarios y consumidores, no tiene a su lado a un
estratega capaz de convertir sus buenos propósitos en hijos reales, y no en
simples engendramientos platónicos. Su aliado en el accionar es a quien, hasta
para sorpresa de él mismo, reencaucharon como Presidente del Indepabis, Eduardo
Samán.
De
hecho, mientras que Nelson Merentes –se supone- está haciendo su cola en Cadivi
para conseguir la cuota de dólares que
le corresponde, para viajar el exterior y demostrarle a la Banca de Inversión
que la economía venezolana está mucho mejor de lo que difunden los medios que
no forman parte del Sistema Bolivariano de Comunicación e Información (SIBCI),
por lo que invertir aquí es confiable, el otro, el anti-aliado, Eduardo Samán,
está demandando un mayor presupuesto para duplicar el número de fiscales que le
permitan perseguir, inculpar y castigar a acaparadores y especuladores, y hasta
buhoneros, cuando las circunstancias así lo ameriten, como si la escasez, el
desabastecimiento y la inflación fueran responsabilidad de los administrados,
de los gobernados y no de quienes gobiernan y administran políticas públicas.
En
otras palabras, dos personas, sólo dos funcionarios, mientras que productores y
consumidores siguen a la expectativa con lo que sucederá con el abastecimiento
durante los próximos meses, son suficientes para que, propios y extraños al
país, una vez más, asuman que no es cuento malo aquello que reza que, para mal
dormir de la ciudadanía, hoy no hay voluntad -¿o capacidad?- de enfrentar las
causas del decrecimiento de la economía, como del empobrecimiento destructor de
la capacidad de compra de los venezolanos. Y que aun cuando esos 4.000 y tantos
empresarios que asistieron a las reuniones con los técnicos gubernamentales, lo
hicieron confiando en que la sola presencia de Nelson Merentes en el Gabinete,
podía cambiar lo peor que se ha estado viviendo desde octubre del año pasado,
ahora la vista se centra es en la arremetida contra la lógica económica y la
confianza en la inversión privada que representa lo dicho y prometido por el
que, inteligentemente, ha llamado el periodista Gregorio Salazar El Monje del
Santo Control, Eduardo Samán, Presidente del Indepabis.
Desde
luego, en el medio de la inquietud general con la que casi 30 millones de
venezolanos se adentran en el segundo semestre del 2013, a la espera de las
milagrosas acciones cambiarias que habrán de producirse a partir de julio,
venezolanos de las últimas generaciones no encuentran respuestas a las
interrogantes relacionadas con el por qué el Gobierno se resiste a convertir el
diálogo en la opción ideal para superar errores, reencontrar entendimiento y,
de ser posible, reeditar lo que fue posible estructurar y accionar bajo el
formato del pragmatismo político a lo Caldera.
Con
las contradicciones de origen que evidencia la dupla Merentes/Samán, sin duda
alguna, no es posible seguir viviendo exclusivamente de lo que dispensa el
negocio petrolero. Hay que desarrollar otras alternativas productivas, pero eso
sólo es viable con una amplia y decidida participación de la inversión privada.
Pero mientras la percepción sea la de que quienes gobiernan no quieren asumir
el costo político de cambiar de rumbo, por lo que hay que seguir difiriendo
decisiones, ganando tiempo, añorando una lluvia de divisas que no se generará a
corto plazo, la pregunta es: ¿ y a qué se juega, realmente?.
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