Es
muy frecuente que mucha gente piense que un "buen" gobierno es aquel
que "mejora" la situación patrimonial de todo el mundo que vive bajo
su égida o -al menos- de la mayoría de la población.
Esta popular corriente de
pensamiento es, precisamente, la que sirve de sustento a creaciones
político-económicas como las llamadas "estado de bienestar" o
"estado benefactor", cuya esencia radica en no otra cosa que en lo
que Ludwig von Mises -y otros autores de la Escuela Austriaca de Economía- han
denominado intervencionismo, una de cuyas características principales es
necesariamente la redistribución de ingresos, particularidad y doctrina
fundamental de aquellas "escuelas" del "bienestar".
Sin
embargo, y justamente por la popularidad de estos sistemas tan erróneos, es
dificultoso que mucha gente entienda que los gobiernos no pueden hacer eso. Un
gobierno absolutamente neutral en materia económica, es decir, no
intervencionista, no mejorará ni empeorará las particulares economías de sus
gobernados, dejando enteramente en manos de estos los destinos del manejo y
administración de sus patrimonios. Si, en cambio, ese gobierno decidiera intervenir
para redistribuir ingresos, indefectiblemente las consecuencias serán
diferentes, a saber: en el mejor de los casos, lo que unos ganen pasará a manos
de otros que no hayan ganado lo mismo; en el peor de los casos, los que antes
ganaban mas, luego ganarán menos, y en el mediano o largo plazo todos pasarán a
ganar menos que en situaciones previas al acto intervencionista.
Esto
sucede por muchas razones, siendo una de las más importantes como las políticas
redistributivas invierten la dirección en la que actúan los incentivos y
desincentivos. Si "A" obtiene ganancias a través de su trabajo
honesto, este último operará como incentivo para "A" y como
desincentivo para el ocio. Si "B" recibe como "ganancia" lo
que "A" produce, esto incentiva a "B" al ocio. Si en una
segunda situación, "B" vuelve a recibir lo que es de "A"
como en la anterior oportunidad, esto incentivará al ocio de ambos (A y B) y
desincentivará la inclinación a trabajar también en los dos. Este efecto típico
de toda política redistributiva o de "bienestar" se traduce en un
malestar real y efectivo para todos, incluyendo a los que se pretenderían
"beneficiar" en el "estado benefactor".
Los
mal llamados "estados benefactores" sólo pueden existir porque antes
que ellos no existían tales "estados benefactores", lo que es otra
manera de decir que, sólo puede repartirse "generosamente" lo que hoy
(o antes) alguien produjo a través de su trabajo. La producción y apropiación
del fruto de su trabajo por parte de los individuos es rasgo típico de las sociedades
capitalistas, y no de los estados "benefactores", ni de las
izquierdas, ni de los progresismos y menos aun de los populismos, todos los
cuales estos últimos, lo único que terminan redistribuyendo es miseria. Estos
colectivismos, levantan como "bandera" la "lucha contra el
lucro".
Pero, como dijimos en otra parte:
"El
sentido común le dirá al lector que todo el mundo actúa movido por el lucro (en
su verdadero significado que dejamos aquí consignado); pero posiblemente se le
escape al lector que un colectivista jamás se guía por el sentido común, sino
por sus abstrusas teorías; "teorías" que en rigor, no tienen nada de
tales, ya que como hemos tenido oportunidad de examinar, no se tratan más que
un compendio de manejos emocionales, de fuerte carga negativa, orientados con
alguna "habilidad" hacia un fin establecido, que en pocas palabras,
podría sintetizarse como el robo legal.
El robo legal vendría a ser algo así
como aquella historia de Robin Hood, un bandido legendario que merodeaba los bosques
de Sherwood, pero que poseía la particularidad de que el botín de sus atracos
no tenía como destinatarios, ni al propio Robin ni a ninguno de los miembros de
su banda. La leyenda de Robin Hood y el personaje, en sí mismo, pasó a la
historia como el paladín del bandido "héroe" que "robaba a los
ricos para darle a los pobres". Su leyenda, antes y después de que se
conociera, era curiosamente, el sistema económico que imperaba en la mayoría de
los países del mundo; sistema en el que los gobiernos hacían –y aun hacen- las
veces de Robin Hood según sus discursos, proclamas y hasta plataformas
partidarias; pero que en los hechos, no se ajustan al texto estricto de la
leyenda, ya que en la práctica, roban a todo el mundo para darse el botín a sí
mismos y, además, generan confusión, porque siguen llamando a este accionar
"justicia social"."[1]
"En
primer lugar, es falso que la pobreza tenga que ver con la riqueza: los pobres
no son pobres porque los ricos sean ricos. Un rico no es necesariamente un
ladrón. Sólo si hay apropiación forzada la riqueza equivale a la pobreza. Por
cierto, eso sucede en un caso importante que no es analizado por el
progresismo: cuando el Estado nos quita el dinero, ahí sí que se enriquece él a
expensas de sus súbditos. En condiciones de libertad el rico no empobrece a los
demás ni es éticamente reprochable, al revés de lo que asegura Oxfam.
En segundo lugar, la pobreza no se supera
mediante transferencias de recursos existentes, sino mediante creaciones de
riqueza a cargo de los propios pobres, que jamás son considerados como
protagonistas por el discurso hegemónico, que los ve como petrificados
explotados, incapaces de salir adelante si no viene un poderoso a redistribuir
a la fuerza la propiedad ajena.
Y en tercer lugar, el camelo de Oxfam transmite
la sensación de que la política es buena si "lucha contra la
desigualdad" hostigando exclusivamente a los millonarios. Pero la política
no hace eso nunca, sino que se dedica a arrebatar los bienes a las grandes
mayorías, a las que cobra impuestos y ahoga con toda suerte de controles,
regulaciones, prohibiciones y multas; grandes mayorías, por cierto, que no
reciben la atención de Oxfam ni de ninguna voz del buenísimo
predominante".[2]
[1]
Nuestro libro, La credulidad, Ediciones Libertad, pág. 59.
[2]
Carlos Rodríguez Braun .OXFAM EUREKA. Fuente: Centro Diego de Covarrubias
Gabriel
Boragina
gabriel.boragina@gmail.com
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