La señora Michelle Bachelet anunció
oficialmente, el pasado mes de Abril, su candidatura para las próximas
elecciones presidenciales, con un discurso en el cual el tema central giró
alrededor de las asimetrías existentes en Chile “un país que está cansado de
los abusos de poder y en el que los chilenos “están cansados de no ser tomados
en cuenta”. Esas desigualdades, según la expresidenta chilena, se manifiestan
en el renglón económico, educativo y asistencial, entre otros.
Hasta aquí, nada sonaba extraordinariamente
diferente a lo que supone la alocución de un candidato de la izquierda que se
está lanzando a la reconquista del poder y que aún debe pasar por ganar las
elecciones primarias de la concertación de los partidos de centro izquierda.
Cuando saltó la nota inesperada del pentagrama, fue en el momento en el cual la
señora Bachelet aseguró que para remediar esa exclusión social y acabar con la
tremenda desigualdad que aqueja a la sociedad chilena, pues “no hay crecimiento real si no es
inclusivo”, se era necesario tener una nueva Constitución. Concretamente, la
aspirante dijo que “Chile necesita una constitución nacida en democracia”,
"una carta fundamental que sea producto de una discusión amplia y diversa
y que recoja los cambios que el país ha vivido en la últimas décadas, una
constitución sin los cerrojos ni las trabas que heredamos". Una
constitución, añadió, “que sea moderna, que sea representativa, que garantice
el pleno ejercicio de nuestros deberes y derechos y que sitúe la protección de
las personas en un lugar fundamental".
Las palabras de la expresidenta chilena me
trajeron a la memoria, sin esfuerzo alguno, la reciente historia política de
nuestro país y las proclamas electorales del año 1998, del otrora candidato
Chávez, vendiéndonos la idea de que un nuevo texto constitucional producto de
una Asamblea Constituyente, era la panacea para todos nuestros males.
Posiblemente, uno de los mayores anzuelos electorales de la historia política
contemporánea que sirvió, entre otros propósitos, para que nos hicieran el
cambalache de la constitución de 1961, con casi cuarenta años de vigencia, en
la que se establecía un periodo presidencial de 5 años sin reelección inmediata, por la de 1999, que alargó la presidencia a 6
años e introdujo la reelección por un periodo; es decir, que de tener un
presidente en ejercicio durante 5 años, se pasó en Venezuela a la posibilidad
de tener el mismo mandatario por 12 años seguidos.
No estamos diciendo con esto que la señora
Bachelet esté copiando la receta del señor Chávez para alcanzar nuevamente la
presidencia de Chile; pero no deja de llamar la atención que, una vez más en
América Latina, un candidato presidencial, tal como ocurrió en Bolivia y en
Ecuador, utilice el argumento de la reforma constitucional o de la asamblea
constituyente dentro de su programa electoral. Aunque la precandidata chilena
aún no tiene claro cuál debe ser la metodología a seguir, para ello nombró un
equipo de abogados, entre quienes ya afloraron algunas diferencias al
respecto, no es de extrañar que
siguiendo la exitosa fórmula de aquellos países, al final se decante, más que
por una reforma del texto constitucional, por una constituyente, en la cual el
referéndum popular juegue igualmente, un rol protagónico, no obstante que la
Constitución chilena, al igual que ocurría con la venezolana del 61, no
establezca la consulta popular para convocar un poder constituyente.
Una de las debilidades de nuestros pueblos
latinoamericanos radica en haber
desarrollado una cultura de la culpa ajena o culpa del otro, que siempre es la
causa de que no podamos echar para adelante y desarrollar nuestro potencial
plenamente. Y cuando hablamos del otro, no necesariamente tiene que tratarse de
un imperialista que nos transformó en un
enclave colonial para expoliar nuestras riquezas; puede ser un simple billete
de lotería en el cual depositamos todas nuestras posibilidades de futuro o bien ese papel escrito al que le damos el
nombre de Constitución y en el que
ciframos nuestras esperanzas como país y como individuos. Creer que la
Constitución es la solución de los
problemas políticos, sociales y económicos que arrastramos desde México a la
Patagonia, es una ingenua ilusión de la que no hemos aprendido nada en los
últimos doscientos años, pero de la que algunos políticos han sabido, sin
embargo, sacar buen provecho. La prueba de ello son los veinticinco textos
constituciones que ha tenido Venezuela desde 1811, o la decena, dependiendo
como se haga el catálogo, que ha tenido Chile hasta ahora, por solo indicar dos
casos, en comparación con la única de los EEUU, la de 1786, ciertamente con
enmiendas pero aún vigente, o con Inglaterra donde la Constitución, como tal,
ni siquiera existe.
Pero una cosa es cierta, independientemente
del derrotero que tome, la propuesta constitucional de la candidata Bachelet va
a encender muchas alarmas entre los chilenos desde ahora, hasta el momento
mismo en que se efectúen los comicios presidenciales del 17 de noviembre
próximo.
Xlmlf1@gmail.com
Jesus Mendez Lafuente
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