Quizás queden pocas horas, o algunas semanas,
o algo más o menos para que se cierre en Venezuela el “pontificado” de Hugo
Chávez. Y el más o el menos ya no depende de él, pues sus “camarlengos” y
pretendidos sucesores - Maduro y Cabello - se han encargado de torcerle hasta
su voluntad postrera - volver al redil constitucional democrático - para llevar
el reino de la mentira y el engaño instalado hasta el paroxismo. Nunca como
ahora, por lo mismo, la cuestión central que tenemos por delante los
venezolanos es nuestra reconciliación con la verdad y su condición fundamental,
la transparencia.
De poco sirve remendar pequeñas partes de
nuestra cotidianidad – asegurarnos el pan de cada día, pedir condiciones para
los actos electorales – si lo primero no ocurre, en pocas palabras, si no
entendemos el costo muy gravoso que al final, para todo y para todos, tiene la
poca importancia de nuestro culto a la verdad. Ningún logro es estable o
rendidor en un mundo de simulaciones, menos en el campo de lo electoral.
En los predios del engaño, la manipulación,
la perturbación del significado de las palabras y de las cosas, son imposibles
la comunicación y el diálogo reclamados por el orden civilizado, no solo
ciudadano, y menos la Justicia. Allí encuentran su mejor asiento la corrupción,
el crimen, la traición como hábitos de vida. La democracia es, en
contrapartida, encuentro de los diferentes sobre el camino de la confianza.
Desde inicios de la modernidad se afirma bien
que sólo existe Constitución - la verdad civil o de los laicos - allí donde son
garantizados los derechos humanos y al efecto se divide el poder del Estado y
se contiene el poder personal arbitrario de los unos – o de uno – sobre los
otros. Y cuando lo último ocurre siempre ha lugar al despotismo, que se funda
en el desprecio por los otros, al subestimárseles y considerar que requieren de
tutela permanente, sea autoritaria, sea ilustrada, sea utilitaria.
Así las cosas, en la hora corriente lo que
cabe es que demandemos y nos demandemos servir a la verdad. Desatar el nudo de
la situación de Chávez y respetar la Constitución. Lo demás viene por
añadidura.
Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, barriales
que apenas son – suerte de “dientes
rotos” diría Pedro Emilio Coll – de la jornada del 4F y 27F, hoy mienten como
siempre y de manera contumaz. Ocultan la verdad sobre su líder. Manipulan su
tragedia abriéndole espacios peligrosos a la incertidumbre. Horadan su dignidad
al borde de la muerte, tanto como éste horadó, sin miramientos, la dignidad del
pueblo al que manipuló con su simulacro de revolución y quien lo aceptó minado
por la ilusión.
Pero otro tanto cabe decir de la oposición al
régimen, en tono autocrítico. Sus actores matizan las realidades - políticas e
inconstitucionales - que hacen posible lo anterior. Arguyen costos de
oportunidad o comportamientos "responsables" para no atizar el fuego
y la violencia. La actitud "atenuada" y dispar asumida ante la
"sentencia de la mentira", dictada por Luisa Estella Moralles y los
suyos desde el TSJ para disfrazar el absurdo de verdad, ha implicado comparsa
con el engaño: “Chávez no está pero no está ausente, o gobierna sin gobernar”.
La incertidumbre es lo contrario a la
seguridad. Sólo hay seguridad allí donde existen reglas y son respetadas en sus
contenidos, no como formas para enmascarar al engaño.
En fin, somos un país cuya Constitución, cuyo
referente cotidiano para la verdad, ha muerto. Ha quedado enterrada bajo el
imperio de la miopía. Y como diría Dostoievski, “si Dios ha muerto, todo está
permitido”.
Y por ser exigencia vital, inherente al sentido
más pleno y primitivo de la supervivencia, la búsqueda humana del piso firme,
real y no aparente, sobre el cual posar la cotidianidad, su encuentro será
indetenible. Nuestra hora de inexactitudes, por exacerbada, llegará a su final
y ojalá pronto. Entonces habrá que escribir sobre la historia veraz de lo
acontecido, de esta Torre de Babel vivida por Venezuela.
Se hablará otra vez, sin lugar a dudas, del
4F, y algún parangón habrá que
establecer con la igual circunstancia que vive Cipriano Castro a inicios del
siglo XX y que repite Chávez a inicios del siglo XXI.
Uno y otro traicionan sus propósitos
iniciales - aquel sus "nuevos hombres, nuevos ideales, nuevos
procedimientos" y este su proyecto de "democracia humanista" - y
le dan la espalda a quienes, de buena fe, los siguen en sus gestas.
A Castro se le atravieza en el camino hacia
Caracas el célebre Grupo de Valencia, que lo rodea y corrompe. Y éste deja de
lado y a la vera a los andinos, a los suyos. Y Chávez, en su tránsito hacia la
Planicie y de allí hasta el Cuartel San Carlos y Yare, se deja secuestrar por
los Castro de Cuba, por los Rangel, los Maduro y los Cabello, y la legión de
sus “boliburgueses”. Deja en el olvido a los Comandantes, a los Urdaneta, a los
Acosta Chirinos, e incluso a los Arias, a sus “Sesenta” en fin, que es el
número de quienes se inmolan junto a El Cabito en su instante de ilusión e
inopia y luego se arrepienten.
Papa Ratzinger le da término a su peregrinar
elevándose en dignidad, por servir a la Verdad hasta su renuncia. A nuestro
enfermo, oculto e imaginario, quien reside en algún lugar de Cuba o en
Venezuela - nada se sabe - se le regatea su dignidad y hasta la de su familia,
por los suyos de ahora, que son de utilería. Vive su tragedia, a la medida. Y
la tragedia que nos deja como herencia encontrará solución, sólo y una vez como
la mentira, hecha comportamiento social y política de Estado, quede enterrada
junto a sus propaladores.
¡Calma y cordura!
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