"Tuyo
es el reino, el poder y la gloria, por los siglos de los siglos, amén."
Recién
llegado a Venezuela, hace 35 años, León Rozitchner, un notable pensador
argentino llegado a estas tierras del Señor escapando de la siniestra dictadura
militar del general Jorge Rafael Videla,
me advirtió refiriéndose a las ya por entonces estremecedoras cifras de
homicidios y una cierta displicencia con que esas trágicas desapariciones eran
asumidas por la sociedad e incluso por sus propios deudos: “los venezolanos no
se mueren: se les acaba la vida”.
Hondamente influido por el sentido trágico de
la vida tan castizo, tan peninsular y al mismo tiempo tan mediterráneo que se
ha infiltrado en el corazón de mi país de origen, donde la muerte desata
auténticas tragedias y el desgarrador dolor que afecta a los deudos no puede
ser acallado ni por obligaciones sociales, no dejó de impresionarme el
comprobar que, en efecto, la muerte afecta a los venezolanos si no de forma
discreta, como incomodada, por lo menos de manera muy distinta a cómo se la
sufre lejos de estos trópicos. Donde se la enfrenta con un desgarramiento
metafísico.
Jamás
sabré si es por exceso de coraje o por falta de compromiso existencial con el
Ser y con el Tiempo: lo cierto es que arrasados por la fuerza arrolladora del
momento, de la circunstancia, de la deslumbrante claridad del Caribe, vivimos
el día a día, apurando el cáliz del instante, como si fuéramos eternos y jamás
tuviéramos que enfrentarnos al momento postrero, aquel en que se agota el privilegio
maravilloso de asomarnos al mundo y ser la espléndida, la inigualable
manifestación de la existencia de Dios. Una mujer o un hombre, dotados de la
capacidad de amar, de sufrir, de llorar, de reír, de sacrificarnos por un
ideal, un sueño, una esperanza. Extraviados por la inútil ambición del reino,
del poder y la gloria. Dioses mortales poseídos por la aspiración de alcanzar
la eternidad.
Para volver a la tierra de la cual viniéramos
a la vida. Polvo fuimos y en polvo nos convertiremos.
He
pensado en ello desde que tras el desvelamiento del cáncer presidencial, en
junio de 2011, algunos de los médicos conocedores de este mal terrible nos
hicieran saber que dado el diagnóstico que se diera a conocer, su vida no
podría prolongarse más allá del mes de abril de este año 2013. Lo asombroso fue
que una predicción de naturaleza estrictamente científica, corroborada de
manera trágica esta tarde cuando el reloj de Venezuela indicaba las 16 y 25
minutos de este desde hoy nefando 5 de marzo, pretendió ser silenciada incluso
con el destierro del mensajero. Que se le negara toda verosimilitud y se lo
considerara parte de una aviesa conspiración de las fuerzas ocultas del mal.
Desde luego imperial y de derechas. Y que en lugar de procederse con la
sabiduría, la grandeza, el sentido de la responsabilidad ante la inminencia de
la muerte del primer magistrado de la República, que exigía abrirle el corazón
a la Venezuela entera, para evitarle males mayores que los que ya padece
precisamente por culpa de sus desafueros, el cáncer presidencial pasara a ser
instrumentalizado como una carta marcada en el odioso tablero del engaño, del
poder y la gloria. Llegando tan lejos como para obligarlo, ya desvitalizado,
menguado en sus capaces intelectivas, exhausto hasta la desesperación y a meses
de su deceso, a competir en un ardoroso proceso electoral que no haría más que
precipitar el agotamiento de sus defensas arrastrándolo a la muerte.
Confrontando de manera inmoral e inescrupulosa la verdad de su inexorable e
inmediato final con la brutal mentira de las ambiciones de sus validos. Y
particularmente de quienes, desde La Habana, le chuparan hasta la última gota
de sus fuerzas vitales para mantener con vida las suyas, ya desgastadas por el
terrorífico ejercicio de una infame y brutal tiranía de 54 largos e
interminables años.
Lo
que no puedo menos que admirar, es que a pesar de los pesares y sabiéndose
cercano al fatal desenlace no titubeó a la hora de hablarnos de la gravedad de
su mal: desde la dimensión del tumor que le fuera extirpado – del tamaño de una
pelota de beisbol, dijo con ese peculiar orgullo de quienes cuentan de las
adversidades que enfrentan - hasta el temple sereno con que enfrentó su viaje
hacia la muerte, en esa memorable y conmovedora alocución del 8 de diciembre.
Sabiendo que se enfrentaba a su última batalla y perfectamente consciente de
que la palabra de Dios – o del destino, como quiera llamársele – era
inexorable, una santa palabra, dictó su testamento. Con una entereza
verdaderamente admirable. Fue hacia la muerte, que sabía inexorable. Sin
titubear un segundo. Así ni siquiera llegara a imaginar que ese testamento
sería burlado por las mezquindades asesinas de sus preferidos mientras su
corazón todavía palpitaba.
También
me admira que haya disputado el Poder sacrificando su propia existencia,
preocupado hasta su último aliento por salvar aquello en lo que creyó. Una
pulsión vital que le costará a la República sangre, sudor y lágrimas. Una
ruindad difícilmente reparable. Y no trepido en repetirlo: un delirio, una
locura, una insensatez que no merecía ni el sacrificio de su vida, ni la de
cientos de miles de venezolanos, hundidos en la sangre y el dolor por una
absoluta ausencia del sentido de la verdadera grandeza. Un mal de la República.
Para terminar en brazos de quienes no vieran en él más que la ingenua y
generosa fuente de su agostada supervivencia. Hasta reducirlo a despojo de sus
insaciables ambiciones. Sin duda, un triste y trágico final.
El
30 de diciembre, a las 4 de la tarde, mientras escribía alguno de mis
artículos, afligido por vivir las fiestas de fin de año más tristes de mi vida,
ya septuagenaria, sentí un súbito dolor en el pecho, una angustia, una
inexplicable sensación de orfandad. Y rompí a llorar. Supe en ese instante que Chávez se nos moría.
Y con él 14 años de vida, de esfuerzos,
de esperanzas, de angustias. De inútiles, fútiles y muy dolorosos
enfrentamientos. Entonces comprendí que algo muy atávico, muy profundo,
incalculablemente valioso me ata a este pueblo, como a ningún otro. Se moría un
adversario, que marcó a sangre y fuego 14 preciosos e irrecuperables años de mi
vida. Cuando más hubiera querido la paz y el sosiego del retiro. A pesar de lo
cual, su lenta extinción me acongojaba. Porque más allá de tantos sufrimientos
y desventuras causados por su delirio, era un venezolano de excepción. Que Dios
lo tenga en su gloria. Y que por fin, tras estos años de errores sin fin y
extravíos sin rumbo, de esta delirante búsqueda infructuosa, encuentre – y
encontremos todos - la paz que todo hijo de Dios se merece.
Que
en paz descanse.
sanchezgarciacaracas@gmail.com
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