Es
común en el pensamiento político suponer que Las Revoluciones constituyen una suerte de atajo en los complejos
senderos de la historia y que este permite ahorrar tediosos años en busca de la
felicidad social. Que cual mutaciones positivas sacuden las sociedades
descompuestas y abren de un golpe el acceso a la justicia y la inclusión.
En
cualquier terreno de la actividad humana, bien sea en la música, las artes plásticas y hasta en la
moda es frecuente utilizar el término Revolución para referirse a todo cambio
radical, trascendente y renovador.
Es
tal la magia del vocablo Revolución que, en los círculos de la izquierda
tradicional, se sigue considerando verdad revelada que “Hacer La Revolución” es
una tarea insoslayable, pócima contra todo mal.
De hecho La Revolución ha dejado de ser una
herramienta transformadora y se ha trocado en objetivo per se aunque no se tenga bien claro qué es lo que va
a suceder después de hacerla. El asunto es hacerla y luego se verá, habrá mucho
tiempo por delante para ir solucionando problemas.
Yo
mismo pensaba así hace muchos años.
El
verdadero shock o más bien el aterrizaje final en la realidad llega cuando a
uno le toca vivir dentro de una autodenominada Revolución, y por extensión
corrobora lo que ya pensaba: que todas son un fracaso, un despelote, una farsa.
Porque
resulta que el capitalismo es malo, pero bajo la protección de La Sacrosanta surge
una nueva burguesía rapaz, chabacana y consumista que prospera sin trabas a
expensas de los bienes del Estado.
Se
habla de organizar al pueblo pero después de instaurar y desechar, primero los
Círculos Bolivarianos, luego las Cooperativas, después los Grupos Endógenos y
los Consejos Comunales, se plantea ahora como novedad milagrosa la fundación de
Las Comunas que resultarán también estructuras clientelares ávidas de facilismo
y de dinero sin control tan frustrantes como las anteriores.
Se dice que ese pueblo debe empoderarse, pero
las organizaciones populares no pasan de constituir una maquinaria electoral
muy bien aceitada donde a la dádiva se
une la amenaza de quitarla, como método perverso para obtener el apoyo
incondicional al Mesías.
Resulta
que hay que acabar con la burocracia pero se construye un Estado macrocéfalo y
se multiplica hasta el infinito la nómina oficial coaccionando a sus empleados con
el fin de transformarlos en millones de votos para el régimen.
Sin
importarle la quiebra moral, social e industrial del país, la mentira se
perpetúa gracias al dinero fácil del negocio petrolero, que aún pesimamente
manejado da enormes dividendos.
Es
cierto que alguno de esos defectos florecían también bajo la democracia. Pero
también es verdad que aquella aggiornaba su contenido, avanzaba hacia el futuro
promoviendo la descentralización, construía infraestructura, la mantenía y una autoridad electoral equilibrada
permitía la alterabilidad del poder.
Paradójicamente,
en lugar de actuar como un atajo hacia el bienestar del pueblo La Revolución,
mientras vocifera radicalismos, detiene la historia del país, empantanándole en
una oprobiosa pérdida de tiempo.
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