Pasado el vendaval de las elecciones presidenciales en
Venezuela, y preparándonos para el nuevo aquelarre persuasivo de los próximos
comicios regionales del venidero 16 de diciembre, entre campañas y promesas,
esguinces políticos y reubicaciones apresuradas (e ilegales) de los candidatos
oficialistas seleccionados “a dedo” por Chávez, escucho una acalorada discusión
entre parroquianos dentro de uno de los vagones franceses del Metro de
Maracaibo –conocido como “el centímetro” por la cortedad de su trayecto- y como
es de esperar, el tema no es otro que político.
Para mis lectores que desconocen Maracaibo, les diré que es una
ciudad hermosa, orillada de Norte a Sur por la costa occidental de un inmenso
lago de 13.820 kilómetros cuadrados, todo un mar interior pero de aguas
salobres y contaminadas, que de sus entrañas aún brota, generoso y de alta
calidad, un bitumen petrolífero –casi gasolina- desde hace más de 60 años.
Maracaibo es una calurosa ciudad gentil y hasta exagerada, como la
propiocepción que se tienen sus habitantes. Una ciudad superlativa con un sol
que “parte piedras”, una población maravillosa y excesivamente bullanguera,
visceral y pragmática. Es la capital petrolera de Venezuela y del occidental
Estado Zulia, una ciudad de música y colores estridentes, cordialidad
igualmente excesiva y con una personalidad cultural propia. Sus habitantes
hablan con un vocablo particular (que tiene su Diccionario) y con un “voceo”
único y muy diferente al del Cono Sur- como su gastronomía, su pasión por el
béisbol, la fe inquebrantable en su patrona, la Virgen de La Chiquinquirá y ...
una pasión encendida por la política local, regional y nacional (en ese orden).
Dos parroquianos discuten acaloradamente sobre los recientes
comicios electorales en los que triunfó Chávez con algo más de 8 millones de
votos, una elección presidencial en la que la oposición, liderada por el joven
abogado Capriles Radonski, aglutinó un poco más de 6 millones y medio de
boletas electorales, un 44,75% de los votos escrutados. Lo hacen a voz en
cuello –nada extraño- y con una vehemencia que asombraría hasta al más romano
de los conductores de taxis de la parada Porta Angélica, a un costado externo
del Vaticano. Entre gesticulaciones, mutuas interrupciones e impúdicas
adjetivaciones lanzadas como petardos en una feria, me llamó la atención algo
que deseo compartir contigo, porque creo que también se repite no solo en otras
ciudades de Venezuela; también en muchas otras de los países hispanoparlantes
de América. El asunto no es otro que una confusión de términos y de conceptos
que les escuché esta mañana a los tertulianos contendores del Metro de
Maracaibo, pero que también se lo he escuchado a encumbrados políticos
venezolanos y de otras latitudes. Tal confusión conceptual involucra al
Gobierno y al Estado.
Los contrincantes de esta mañana en el Metro aludían a las
gestiones administrativas de Capriles y de Chávez indistintamente como “del
Gobierno” o como “del Estado”. Al principio creí entender que se referían con
“gestión del Gobierno” a las de la Administración nacional –terriblemente
centralizada en la voluntad pétrea e iracunda de Chávez- y con “Gestión del
Estado” a las acciones emprendidas por Capriles en su condición de Gobernador
del Estado Miranda, pero al poco tiempo de ponerles atención me di cuenta que
ambos vociferantes confundían los términos. Hablaban, por ejemplo, de los
empleados públicos indistintamente como “empleados del Gobierno” o como
“trabajadores del Estado”, una confusión de términos entendible entre dos
paisanos con evidentes deficiencias en la formación instruccional y ciudadana
(junto al “voceo” se lanzaban improperios verdaderamente groseros) pero que me
recordó la entrevista que apenas una hora antes le hicieran a un engominado político
caraqueño de proyección nacional por Globovisión –el único canal televisivo
frontalmente opositor a Chávez- quien indistintamente se refirió a la
institucionalidad que representa Chávez como “Gobierno” y como “Estado”.
Entonces, hilando mis recuerdos televisivos con la floripondia e
inútil discusión de los parroquianos en el Metro, se me ocurrió pensar cómo
sería un país -mejor dicho, cómo funcionaría la burocracia oficial de un país-
sí los empleados públicos fueran los estrictamente necesarios y, además, fueran
“del Estado”, mientras que los dirigentes públicos (Directores, Viceministros,
Ministros, etc.) dependieran “del Gobierno”. Lo primero que acontecería es que
la burocracia sería la estrictamente necesaria para el funcionamiento del
Estado; sería única e inmodificable por la voluntad megalómana de los
transitorios señores “del Gobierno”. Tal burocracia, reducida a lo
estrictamente necesario (más por imperio de las tecnologías que por el
desprendimiento subjetivo de las excedencias de personal), tendría como
contrapartida una inmensa estabilidad para los funcionarios, que serían –a no
dudar- verdaderos funcionarios de Carrera Administrativa. Con sueldos y
emolumentos obtenidos por escalafón y mérito propio; una estabilidad alejada de
los vaivenes del “quítate-tú-pa´-ponerme-yo”; sería gente de criterio
difícilmente corruptible por los avenidos “del Gobierno”, y que además,
servirían como contrapeso institucional frente a las tropelías y desafueros de
aquéllos.
Soñando despierto –porque conjeturar una Venezuela así, solo es
posible en sueños- imagino la dinámica y la eficiencia de los servicios
públicos, donde la estabilidad del trabajo de un ingeniero, una secretaria o un
administrador no dependen de la voluntad del Director de turno, (que es un funcionario
“del Gobierno”, y a quien se le paga con el presupuesto que el Estado asigna al
Gobierno) pues su desempeño sería medido y evaluado con baremos de eficacia
preestablecidos. Se me viene a la mente la posibilidad de introducir la más
eficiente tecnología digital en los servicios públicos del Estado, no para
suplantar al vector humano, sino para agilizarle sus gestiones.
En ese “deber-ser” de País, donde “el Gobierno” está obligado a
ejecutar su programa de gestión ofrecido en las elecciones, a cobrar impuestos
y a hacer lo estrictamente necesario para alcanzar las metas de gestión
propuestas, “el Estado” también lo integran los Jueces, como verdadero Poder
independiente, cuyos integrantes son inicialmente elegidos por los ciudadanos
en comicios parroquiales a los que se postulan ciudadanos que llenen los
perfiles requeridos; unos perfiles prefijados por el mismo Poder Judicial con
el concurso activo y beligerante de las Universidades, los colegios de
Abogados, las ONG´s y las asociaciones que integren vecinos, habitantes y
pisatarios, para seleccionar entre los mejores a los Jueces de Paz y de
Parroquia que luego ascenderán por méritos propios y por concurso de oposición
y credenciales, a las instancias superiores del aparato judicial, hasta acceder,
también por antigüedad, méritos y experticia, al Tribunal Supremo de Justicia,
también por votación directa de los ciudadanos y a partir de postulaciones
individuales, colegiadas o grupales. Tendríamos así a Jueces Mayores en cargos
vitalicios, verdaderos doctores de Leyes en el Poder Judicial.
Fui imaginando un País, cuyas fuerzas armadas son “del Estado” y
además, apolíticas pero profesionales y altamente tecnificadas. Y también
imaginé un Gobierno dirigido por un Primer Ministro, cuya gestión responde a un
Presidente que surge de una colegiatura en la que participan todos demás
Presidentes de los Poderes que integran al Estado, y de cuyo seno surge. Voy
imaginando ese país posible mientras el vaivén del Metro mece mi ensoñación
durante el trayecto más prolongado: entre la estación Sabaneta y la
“penúltima”, la Libertador, que es la interrupción abrupta del servicio. A la discusión entre los dos
parroquianos se les ha sumado media docena de furibundos partidarios de Chávez
y la gritería es gallinácea. Sobresalen los insultos y han acorralado al
parroquiano opositor como sí sus ideas fueran un anatema religioso.
Mientras salimos a codazos porque los que abordan no nos dejan
salir con fluidez, el calor de esta Maracaibo mía me abofetea inmisericorde y
me lanza las pestilencias de un lago demasiado próximo. Volteo para ser testigo
de la iracundia rojita, pues allí dentro del vagón del Metro, los defensores
del socialismo del siglo 21 le impiden bajar al escuálido pero valiente joven
opositor, y mientras me dirijo a las escaleras mecánicas –que no funcionan-
acierto a escucharle una amenaza al más gamberro de los militantes rojo-rojitos
afectos al régimen, una amenaza que resume la confusión institucional que
vivimos en este ex-país que llamábamos Venezuela:
.- “Dale gracias a La Virgen de La Chiquinquirá que no somos
empleaos del gobierno, porque sí lo fuéramos, jamás tendrías un beneficio del
estado, por estar hablando mal de mi comandante presidente.”
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