En la política, como en la vida misma, se suceden decisiones acertadas con elecciones equivocadas. Después de todo, somos parte de la especie humana, y la imperfección es parte central de nuestra esencia.
Sin embargo, y sobre todo en la política, algunos prefieren no asumir los errores como propios y apelan a mecanismos poco convencionales para sortear el problema, y solo aspiran a salir del paso.
Algunos desarrollan una estrategia comunicacional basada en la conspiración. Para ellos, todo se trata de elegir el culpable de turno. Solo hay que seleccionar a quien responsabilizar por el equívoco. Para eso apelan a las leyendas, esas que sostienen el andamiaje por el cual un grupo de personas sombrías y anónimas, dedican su tiempo a confabularse para que los “buenos” no tengan éxito, con tanta eficiencia que lo consiguen.
El imaginario colectivo, está dispuesto a prestarse a este juego. Cierta adicción al cine de espionaje, combinado con algo de ciencia ficción, predisponen a creer cualquier retorcida teoría por la cual, “determinados intereses”, especialmente económicos, han operado para que algo fracase.
Sobrevuela el complot, y la fabula se retroalimenta hasta el cansancio generando ese clima tenso, condición indispensable, para que el régimen de turno tenga la chance de endilgarle el próximo tropiezo a esos culpables con excesiva facilidad.
Otros, con menos ingenio, pero idéntica crueldad, optan por avanzar en el sinuoso ejercicio de convertir el vicio en virtud, y construir argumentos que demuestren que la equivocación no es tal, sino que forma parte de una hábil estrategia pormenorizadamente estudiada y proyectada por intelectuales, como paso previo indispensable a una genial idea superadora.
En ambas tácticas, lo que se impone es la falta de humildad, la ausencia de integridad para reconocer lo incorrecto, y desandar el camino asumiendo las responsabilidades propias. La soberbia, la altanería consiguen establecer su supremacía sobre cualquier otra virtud esperable de personas de bien.
Subyace en todo esto, un gran complejo de inferioridad, una diminuta estatura intelectual con grandes limitaciones y fundamentalmente una gran inseguridad personal que explica buena parte de esa actitud.
Solo los que tienen grandeza son capaces de equivocarse, reinventándose desde ese lugar. No se trata de ser perfectos, sino solo de identificar con claridad aciertos y fallos, profundizando aquello que está bien encaminado, y teniendo el suficiente talento para modificar lo que no logra resultados, por un diagnostico imperfecto, o una ejecución defectuosa.
Quienes orientan los destinos de una comunidad, no tienen la obligación moral de saber de todo, mucho menos de aproximarse a la perfección. Son seres humanos, aunque a veces, por sus actitudes, no lo parezcan.
Sin embargo, su reacción básica, casi instintiva, de autoprotección lleva a la comunidad por caminos indeseados, sin poder salir a tiempo de ellos, por la insistencia en estrategias visiblemente equivocadas.
La capacidad de reflexionar ante el equivocación, la voluntad de encontrar el camino adecuado, debe superar cualquier otra idea que solo proponga prolongar el desquicio, y complicar aún más el presente.
Ellos dicen que asumir el descuido, los debilitará políticamente porque demostrará su falibilidad. Más allá de que se expongan abiertamente, mas tarde o más temprano, esa realidad sea hará visible y la sociedad toda caerá en la cuenta de que fue engañada, con costos mucho más onerosos desde lo político que asumir el desacierto a tiempo.
La terquedad de muchos gobernantes, su orgullo visceral, y sus propias limitaciones, llevan a transitar un callejón sin salida. Por mucho que se maquille lo que está sucediendo, la verdad se develará y ni los manuales de historia rescatarán algo positivo de ese período.
Se necesitan gobernantes capaces, pero resulta requisito imprescindible, una importante cuota de sencillez, una dosis significativa de sentido común y fundamentalmente una integridad a prueba de todo, con la grandeza que viene de la mano, para que no quedemos atrapados en esa dialéctica tramposa que nos proponen demasiados personajes del presente.
La responsabilidad de los ciudadanos es detectar a tiempo estas personalidades, tan frecuentes en la política contemporánea. Una persona, un dirigente, una organización partidaria, puede ser más o menos hábil, tener mejores y más interesante proyectos para ejecutar en caso de acceder al poder, pero su actitud cotidiana, su accionar de rutina se hace evidente a diario y es un dato que no se puede, ni se debe, pasar por alto.
Un anónimo recuerda aquello de, “dale poder a alguien, y lo conocerás”, pero es evidente que muchos indicios pueden ser identificados con suficiente antelación. Un timador profesional, un perverso crónico, un dirigente de esos que construye en base al fraude, a la promesa incumplida, a la deslealtad personal para con sus allegados, no debe de modo alguno convertirse en el siguiente líder al que se le encomiende la tarea de generar condiciones para una sociedad mejor.
La sociedad padece hoy, en muchos casos, las consecuencias de no haber advertido a tiempo, estas características en algunos personajes que tienen responsabilidades de gobierno en el presente.
Si no se desea ser objeto de la manipulación de la verdad por parte de los falsificadores de la realidad, se debe estar más atentos para premiar la integridad y la grandeza por sobre la picardía y la avivada. De lo contrario, lo único seguro, será que el próximo mandamás, será otro personaje de esta casta de entrampados en su altivez.
Alberto Medina Méndez
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