“Hace
un par de días fui secuestrada, con mi hija de nueve años”, dice la carta que
recibí esta semana de remitente cuya identidad mantendré en reserva. “Fuimos
retenidas por más de ocho horas. Habíamos sido emboscadas por un comando de
casi una decena de criminales que portaban armamento de guerra y se cubrían con
pasamontañas. Fue una espantosa imagen que espero algún día pueda borrarse de
la mente de mi hija. Aún me retumban sus palabras cuando, con voz quebrada, me
preguntó: ‘mami, ¿qué hago?’. Y mi respuesta todavía me hace sentir nauseas. ‘Vamos
a hacer lo que digan los señores’".
El
texto de la joven madre es extenso. Su asunto básico es que, pase lo que pase en
octubre, se irá “para siempre de este espejismo al que insistimos en llamar
patria”. Su familia, miembro de la clase media profesional, tuvo que endeudarse
para pagar el rescate. “Espero olvidar el momento de la captura y las
espeluznantes palabras de los delincuentes mientras escupían su veneno negociando
nuestra vida en dinero e infundiendo terror a nuestros familiares y a nosotras
mismas”. Es, según dice, la decisión irrevocable, de alguien que durante horas
convivió “con la inminente posibilidad de morir o, peor aún, ver morir a su
hija”.
Al
ser liberadas, las víctimas se guarecieron bajo un camión estacionado, a la
espera de que sus familiares vinieran a recogerlas. Desde su escondite vieron unas
patrullas de policía detrás de la camioneta donde había estado retenidas y albergaron
la certeza de que venían escoltando a los plagiarios “para repartir luego el
botín”.
Tras
puntualizar el infierno que supone “un país donde policías y secuestradores son
la misma cosa”, la autora de la carta se detiene en un detalle. “Había visto
varios casos de secuestro en mi entorno”, dice, “y siempre me llamaba la
atención algo en víctimas luego del
suceso: la mirada perdida. Es la misma que tenía yo al ser rescatada, la misma
que tenía mi hija, la mirada de quien se ve confrontado con la muerte, logra
evadirla y no consigue creerlo. La mirada de quien no logra entender que
existan seres humanos capaces de infligir daños tan profundos y de manera tan
fría, calculada y consciente. Es la mirada de quien se da cuenta del horror al
que estamos expuestos, de que la maldad existe y opera impunemente”.
Al
leer este fragmento de la carta de la venezolana martirizada por secuestradores
que podrían ser funcionarios de la seguridad pública, recordé una observación
similar, apuntada por Fernando Bolívar Tinoco, sobrino e hijo putativo del
Libertador, quien vio esa mirada en la cara de Bolívar una noche de la que en
estos días se cumplen 184 años.
La
medianoche del 25 de septiembre de 1828, un grupo de civiles y militares llegó
al Palacio Presidencial, en Bogotá, con evidentes intenciones de matar al
Libertador. Es sabido que la intervención de Manuela Sáenz y sus sirvientas
facilitó la huida del caraqueño.
En
su libro “Reminiscencia del primer tercio de la vida de Rivolba”, (París, Imprenta
Americana de Rouge, Dunon y Fresné, 1873), Fernando Bolívar escribió: “Como a
las tres de la mañana regresó el Libertador al palacio; […] y recuerdo como si
fuese ayer la expresión serena, pero vaga, que noté al sentarse el Libertador
en su semblante, y la mirada escrutadora con que observó el gentío que le
seguía y que llenó el cuarto por algunos momentos. La mayor parte si no toda era
gente del pueblo y entre los más cerca de su persona estaba yo, deseoso de que
me viera y dijese algo, pero al fijar la vista en mí, sin duda sintió placer,
pero nada me preguntó. […] Al doctor Pedro Gual le he oído decir que estando en
Guayaquil le oyó delirar en sueños de la conspiración del 25 de septiembre”.
Tal como dice la secuestrada de Caracas, en
septiembre de 2012, los traumáticos recuerdos rondan tanto en vigilia como en
las pesadillas. Es posible que para Bolívar, igual que para la caraqueña de
hoy, lo más desolador fuera encontrar crueldad en quien esperaba protección. Fernando
Bolívar anotó: “la conspiración del 25 de septiembre tuvo por objeto asesinar
al que había dado independencia y libertad a Colombia, la gloriosa…”.
El
mismo día que recibí la carta, este diario publicó la historia de un constructor
y un técnico en Informática que fueron víctimas de un secuestro express perpetrado
por “hombres que llevaban chaquetas negras con las siglas del Cicpc”. De
seguro, al volver con sus familias tenían esa mirada.
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¿Cómo pretender disfrutar de condiciones de ciudadanía en una comunidad de moradores donde diplomados operadores del Crimen Organizado (lo confesó el presidente de la Sala Penal Ramón Eladio Aponte Aponte con sus 5.300 sentencias) se han instalado y ejercen a sus anchas en el máximo tribunal de la República?
ResponderEliminarY ante esa realidad que impacta, víctimas y la misma abrumada comunidad no reaccionan con la contundencia pertinente, aguardando en el silencio salvo algunas voces, sin reacción social (Carolina Jaimes Branger) permanecen "Inermes ante el poder del Crimen Organizado"