Dentro de
algunos días, tendré que llevar la palabra en una peña de amigos para hablar
sobre las vicisitudes que llevaron a la Segunda Guerra Mundial. Un paso
obligatorio en la preparación del esquema es la lectura, por enésima vez, de lo
que escribió William Shirer acerca del auge y caída del Tercer Reich; desde
1962 tengo la primera edición del libro. En mis lecturas y consultas anteriores
siempre las relacioné con los acontecimientos internacionales. Pero esta vez,
mientras revisaba, no podía dejar de hacer paralelos con las cosas que a uno le
toca presenciar en el suelo nativo. De eso es que vamos a hablar hoy. Los
puntos no estarán dispuestos por fecha ni por importancia, sino que irán apareciendo
en el orden en que vengan a la mente.
Lo que me
viene primero —quizás por estar más cercano en el tiempo— es lo de la actuación
de la Policía Nacional para impedir que Capriles se encontrase con la gente de
La Vega en Caracas. Era una actividad programada, participada a la autoridad y
que iba a ser realizada dentro de los términos establecidos para la campaña
electoral. Pero que parecía inconveniente a los detentadores del poder porque
dejarían patente que aun en los lugares más menguados cala el mensaje del flaco
mirandino porque entre sus habitantes hay quienes han sufrido en carne propia
la inseguridad, la escasez y la insalubridad que agobia a todo el país; porque
se sienten ninguneados por el régimen. Por eso, se dio la orden —sin importar
lo ilegal e inmoral de ella— de impedir el paso de los que se manifestaban por
un cambio en el país. Lo raro es que pusieron a cumplirla a la Policía
Nacional, a la cual habían estado preservando con buen nombre para ver si
logran de verdad que sea nacional. Lo usual es que encarguen de eso a la
Guardia —últimamente devenida en algo represivo, tipo SA nazi (a SS no llega)— o a la brigada de motorizados armados y pagados
por la Asamblea para aterrorizar a los adversarios. Muy Alemania 1934, en todo
caso.
Lo otro es el intento de obtener ventajas en
el campo internacional mediante las groseras exigencias a funcionarios de otras
naciones. La tentativa del chofer de autobús devenido en
canciller para sacar de su misión constitucional a los militares paraguayos y
que tomaran posiciones políticas solo se diferencia de la torcida de brazo a
Schuschingg, el canciller austriaco y el
ultimátum a Hacha, el presidente checo, en que estos tuvieron que ceder ante la
máquina de guerra alemana; mientras que los guaraníes no aceptaron ni amenazas
ni intentos de soborno. La petrochequera, empero, logró “convencer” a Kristina,
Vilma y Pepe para que le aplicaran a Paraguay el Protocolo de Ushuaia, un
documento del cual no es parte y, por tanto, no está obligado a reconocerlo,
mucho menos a cumplirlo. Por lo que se llega a la paradoja de que Paraguay y
sus autoridades —que actuaron apegadas a la Constitución— son acusados de
golpistas, mientras que los que violaron las normas de Mercosur y Unasur son
alabados como demócratas. Cuando las instituciones se deforman para convertirse
en meros clubes de presidentes —donde lo único importante es la conservación de
sus privilegios— suceden cosas como estas.
El show de
Los Próceres no pudo ser más hitleriano en su concepción, que no en su desarrollo.
Eso de rodear al hegemón barinés de banderas, oriflamas cantos
pseudopatrióticos y exceso de loas políticas —aparte de ir en contra de lo
estatuido por el CNE en lo referido a propaganda—es muy alemán de la
pre-guerra. Pero entre la marcialidad prusiana que nos muestra tan bien Leni Riefenstahl en su “El triunfo de la voluntad”
y las payasadas vistas el 5 de julio (con
cajero automático y todo) hay una distancia tan grande como la que hay entre La Tour d’Argent parisina (tan afecta a
los boliburgueses) y una arepera socialista de las de Samán. Si lo que se
buscaba era amedrentar con el despliegue de sistemas de armas, perdieron su
tiempo.
Y si Hitler
tenía a un Goebbels empeñado en usar los medios de entonces (cine, radio y
periódicos era lo que había), por aquí tenemos a un pichón de émulo, Rizarrita,
que no tiene empacho en admitir que busca obtener la “hegemonía comunicacional”
y trata de hacer propaganda roja con toda la panoplia tecnológica de la que
dispone, desde Twitter hasta VTV, con drogo hojillero incluido.
El parecido
en todo es patético. Hitler dijo aquello de: “Concédeme otros cuatro años de
forma que yo pueda, en beneficio de todos, explotar la unión conseguida”; y el
de por aquí dice algo parecido pero más agalludo: le pide a Jesús su corona.
Pero no la de espinas, la de Cristo Rey. Quiere seguir mangoneando eternamente.
Pero el pueblo piensa otra cosa…
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