La nueva izquierda
latinoamericana está muy lejos de ser un
irreductible bloque de granito. Pareciera tratarse más bien de un mineral hecho
de otra sustancia. En todo caso, o en cierto modo, tiende a parecerse a los
minerales dúctiles, cuya virtud es la de brillar por cuenta propia cuando se
ven liberados del conjunto. De exhibir sus propias esquinas y matices cuando se
desprenden de la roca madre. Tal vez el fragmento más independiente ─y valioso─
de ese mineral sea José Pepe Mujica, el actual mandatario uruguayo quien,
además, comparado con sus colegas, destila una sabiduría que lo ha llevado a
entender que uno de los premios más loables de la vida lo da el hecho de
aprender a mirar hacia atrás sin sentimientos de venganza.
Ninguna biografía ha sido más
sufrida, ni ninguna les da a los restantes mandatarios que se ufanan de cerrar
filas dentro de la nueva izquierda las credenciales que han hecho de Mujica una
especie de Mandela suramericano. Como combatiente tupamaro, pasó doce años
confinado en varios calabozos militares de Montevideo. Durante dos de esos doce
años estuvo prácticamente incomunicado dentro de un foso, y más de siete sin
leer nada, excepto los retazos de diarios que, ofrecidos como sustituto de
papel higiénico, eran atesorados por los presos como la única forma de saber
algo del mundo exterior. Al igual que Mandela, aprendió el oficio de galopar
hacia adentro; y también, al igual que el líder surafricano, la solidaridad que
halló entre sus compañeros de celda lo hizo más socialista al recobrar la
libertad. Hoy por hoy, como Presidente,
confiesa pasar frente a los cuarteles donde estuvo domiciliada su desdicha, y
lo único que ve allí son las mismas banderas, los mismos soldados marchando
bajo el sol, pero nada que lo lleve a meterse en el oscuro ropero de la
revancha.
Mujica cortó con ese ataúd. De él son estas palabras: “No vivimos
para cultivar la memoria mirando hacia atrás. Creo que el ser humano tiene que
saber cicatrizar sus heridas y caminar en la perspectiva del futuro, pues no
podemos vivir esclavizados por las cuentas pendientes de la vida. Es importante
no olvidarse de nada, pero pienso que es necesario mirar hacia el mañana. No se
vive de recuerdos. Es importante mirar el pasado, pero también es importante
perderle el respeto”. Y estas otras: “Yo no estoy de acuerdo con Bertolt
Brecht, porque no hay hombres imprescindibles sino causas imprescindibles. La
historia es una construcción tremendamente colectiva”. Nada, pues, tan alejado
como este testimonio del tobogán de delirio en que se ha convertido el
personalismo indisimulado de sus restantes colegas.
Pero además, Mujica se ha
tropezado en días recientes con otra piedra. Frente al furor con que el
Gobierno argentino ha resuelto regionalizar el caso de Las Malvinas e
implementar nuevas medidas de presión a través de Unasur, se ha visto llevado a
expresar públicamente sus reservas frente a un punto que pareciera formar parte
de ese intento de presión colectiva.
Sorteando la airada reacción de los
irredentos, Mujica ha sido enfático al expresar que, si bien ratifica su total
respaldo a la reivindicación argentina, considera que sería inconsistente
bloquear, marítima o económicamente, a los pobladores de Las Malvinas. Al menos
inconsistente frente al mismo empeño con que todos los países de la región,
comprometidos con el reclamo argentino, han condenado el bloqueo a Cuba como
violatorio del derecho Internacional. Para Mujica no puede existir un doble
rasero: a su juicio, tan violatorio sería bloquear a los kelper como a los
cubanos. Ambas instancias no sólo equivaldrían a una violación idéntica de los
derechos humanos, sino que lo considera un pleito directo entre Londres y
Buenos Aires, cuyas consecuencias no tiene por qué ser pagadas por los
habitantes de aquel archipiélago.
A diferencia de sus colegas,
Mujica no usa el garrote. Ni tampoco se deja arrastrar a la cueva donde sólo
habitan los murciélagos del pasado.
emondolfig@gmail.com
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