Acabo de leer en internet que a la entrada de algunos restaurantes
europeos les decomisan a los clientes sus teléfonos celulares. Según la
nota, se trata de una corriente de personas que busca recobrar el placer
de comer, beber y conversar sin que los ring tones interrumpan, ni los
comensales den vueltas como gatos entre las mesas mientras hablan a
gritos. La noticia me produjo envidia de la buena. Personalmente , ya no
recuerdo lo que es sostener una conversación de corrido, larga y
profunda, bebiendo café o chocolate, sin que mi interlocutor me deje con la
palabra en la boca, porque suena su celular.
En ocasiones es peor. Hace poco estaba en una reunión de trabajo que
simplemente se disolvió porque tres de las cinco personas que estábamos
en la mesa empezaron a atender sus llamadas urgentes por celular. Era un
caos indescriptible de conversaciones al mismo tiempo.
Gracias al celular, la conversación se está convirtiendo en un esbozo
telegráfico que no llega a ningún lado. El teléfono se ha convertido en
un
verdadero intruso. Cada vez es peor. Antes, la gente solía buscar un
rincón para hablar. Ahora se ha perdido el pudor. Todo el mundo grita
por su móvil, desde el lugar mismo en que se encuentra.
No niego las virtudes de la comunicación por celular. La velocidad, el
donde la ubicuidad que produce y por supuesto, la integración que ha
propiciado para muchos sectores antes al margen de la telefonía. Pero me preocupa que mientras más nos comunicamos en la distancia, menos nos hablamos cuando estamos cerca.
Me impresiona la dependencia que tenemos del teléfono. Preferimos perder la cédula profesional que el móvil, pues con frecuencia, la tarjeta sim
funciona más que nuestra propia memoria. El celular más que un
instrumento, parece una extensión del cuerpo, y casi nadie puede
resistir la sensación de abandono y soledad cuando pasan las horas y este no
suena.
Por eso quizá algunos nunca lo apagan. ¡Ni en cine! He visto a más de
uno
contestar en voz baja para decir: "Estoy en cine, ahora te
llamo".
Es algo que por más que intento, no puedo entender. También puedo
percibir la sensación de desamparo que se produce en muchas personas cuando las azafatas dicen en el avión que está a punto de despegar que es hora de apagar los celulares. También he sido testigo de la inquietud que se desata cuando suena uno de los timbres más populares y todos en acto reflejo nos llevamos la mano al bolsillo o la cartera, buscando el
propio aparato.
Pero de todos, los Blackberry merecen capítulo aparte. Enajenados y
autistas. Así he visto a muchos de mis colegas, absortos en el chat de
este nuevo invento. La escena suele repetirse.
El Blackberry en el escritorio. Un pitido que anuncia la llegada de un
mensaje, y el personaje que tengo en frente se lanza sobre el teléfono.
Casi nunca pueden abstenerse de contestar de inmediato. Lo veo teclear
un rato, masajear la bolita, y sonreír; luego mirarme y decir: "¿En
qué íbamos?". Pero ya la conversación se ha ido al traste. No conozco a nadie que tenga Blackberry y no sea adicto a éste.
Alguien me decía que antes, en las mañanas al levantarse, su primer
instinto era tomarse un buen café. Ahora su primer acto cotidiano es
tomar su aparato y responder al instante todos sus mensajes. Es la tiranía de
lo instantáneo, de lo simultáneo, de lo disperso, de la sobredosis de información y de la conexión con un mundo virtual que terminará acabando con el otrora delicioso placer de conversar con el otro, frente a
frente.
ppaulbello@gmail.com
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