En política, a diferencias de la lotería, se
puede perder ganando. Esto último fue lo que ocurrió con Vladimir Putin en las
elecciones presidenciales que tuvieron lugar el 4 de marzo del 2012.
En cierto sentido, pese a
que Putin ganó holgadamente, podemos hablar de cuatro derrotas.
La primera fue el
resultado mismo. Sobre un 60% puede ser para cualquier candidato un éxito
resonante, pero para alguien que siempre obtenía sobre el 70% fue una caída. La segunda, la pérdida de
legitimidad. Que el mismo Putin hubiera reconocido irregularidades en los
recuentos, hace pensar en un fraude de enormes proporciones. La oposición habla
de por lo menos un 20% de votos falsos. Hubo lugares en donde la cantidad de
votos emitidos superó a la de los electores inscritos. La tercera derrota, fue
la de Moscú. En un país tan centralizado como Rusia, no obtener la mayoría de
votos en la capital, es un desastre; y así sucedió. La cuarta derrota fue
quizás la más importante, y ella ocurrió antes de las elecciones. Putin y su
partido Rusia Unida han perdido las calles frente a una oposición que, en gran
medida, no se encuentra alineada en ninguno de los partidos oficiales.
Hay efectivamente en Rusia
dos oposiciones: la partidista y la callejera. Frente a la primera, aún sin
cometer fraude, es difícil que Putin pierda; y quizás hay que alegrarse de que
así ocurra: Los partidos contrincantes de Putin están lejos de ser un primor
democrático. Todo lo contrario. El mal llamado Partido liberal Demócrata
(6,22%) es ultranacionalista y su líder Vladimir Zhirinovsky es lo más parecido
al reaccionario Viktor Orbán de Hungría (conocido en Europa como “el Chávez
húngaro”) El Partido Comunista y su candidato Gionadi Ziuganov (17,18%)
reivindican si tapujos a la Rusia de Stalin. El candidato independiente, Michail
Prójorov, es un empresario ultraliberal. Y Rusia Justa, con su candidato Sergei
Mironov (3,8%) es también ultranacionalista. Mironov, para colmos, viene del
“Ejército Rojo”.
En esa ensalada rusa que
contiene estalinistas, fascistas y ultranacionalistas, Putin, pese a su estilo
mafioso, a la corrupción de su gobierno, y a sus aventuras internacionales,
representa para muchos el mal menor. Por lo menos Rusia Unida porta consigo
restos del espíritu de la Perestroika y de los primeros tiempos de Boris Jelzin
de quien Putin fue su delfín. De la oposición partidista Putin no tiene mucho
que temer. Sus temores vienen del otro lado: de la oposición en las calles.
Quienes se movilizan en
las calles en contra de la corrupción y de las múltiples irregularidades son en
primera línea estudiantes, académicos e intelectuales no identificados con la
oposición partidista. Constituyen, si así se quiere, una protesta social muy
similar a la de los “indignados españoles”, o a las masas de jóvenes citadinos
que hicieron detonar las insurrecciones de Túnez, Egipto y Libia. No pocos de
ellos –esa es una espina en el ojo de Putin- provienen del mismo partido de
gobierno. Puede que en términos cuantitativos dicha oposición no sea un peligro
inmediato para Putin, pero en términos cualitativos, sí lo es. Putin, para
decirlo en breve, ha perdido el apoyo de la “intelligentsia” rusa. Y si Putin
conoce la historia de su país, debe saber que esa pérdida fue la principal
razón que llevó al comienzo de la caída del zarismo en la antigua Rusia y de la
Nomenklatura en la URSS.
El retroceso político de
Putin no tendría nada de dramático en ningún otro país del mundo. El problema
es que Putin representa un proyecto hegemónico internacional. Su objetivo es
(era) convertir a Rusia en una potencia militar en condiciones de disputar la
hegemonía a China y a los EE UU. Siguiendo ese propósito, Putin ha intentado,
cultivando entre otros el negocio de las armas, un proyecto de alianza con los
gobiernos más anti-norteamericanos del planeta (casi todos dictatoriales).
Ahora, para que ese proyecto fuera posible, Putin necesitaba antes que nada
presentarse como un gobernante que tiene muy ordenado “el frente interno”. Pero
después de las elecciones y de las protestas que seguramente no cesarán, ese
frente interno se ve muy debilitado. Fue quizás esa una de las razones por las
cuales Obama se apresuró a reconocer el triunfo de Putin pues como consumado
político debe saber que un enemigo internamente debilitado no es un verdadero
enemigo.
Por si fuera poco, los
acontecimientos del Oriente Medio han significado una gran derrota para Moscú,
hecho que los comentaristas internacionales no han resaltado en toda su
dimensión. En efecto, las dictaduras árabes derribadas eran íntimas aliadas de
Rusia. Con ese capital geopolítico contaba Putin en sus apuestas
internacionales. Los nuevos gobiernos árabes, en cambio, parecen más bien
dispuestos a intensificar contactos con la EU y con los EE UU. El eje formado
por Moscú, Damasco y Teherán es, en ese sentido, la última línea de fuego que
resta a las aspiraciones rusas. Si cae el tirano Bachar el Asad, Putin no
tendrá otra alternativa que revivir el sueño de Tolstoi y hacer de Rusia la
capital de las autocracias del Asia Central, es decir, un simple poder regional
de mediana estatura como es, por ejemplo, Brasil en Sudamérica.
Pero hay quizás otra
alternativa: y esa es convertir en realidad el sueño de Dostoyevski. Eso quiere
decir, hacer de Rusia una nación plenamente occidental, una donde los derechos
humanos se cumplan con rigor y en donde impere la democracia política sobre la
barbarie imperial. Pero ese sueño está muy lejos del Kremlin. Por el momento
sólo aparece en las calles, en un ambiente revuelto y confuso, y en un tiempo
que recuerda al que precedió a la Perestroika.
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