La historia de Venezuela se ha descrito frecuentemente como una lucha
entre civilización y barbarie. A veces estas potencias ideales se representan
en la oposición campo-ciudad; otras, se encarnan en la mítica polémica entre
Carujo y el sabio Vargas; últimamente parece manifestarse en la confrontación entre
el cuartel y la universidad, como representación de dos mundos antagónicos e
irreconciliables.
Ciertamente, la vida del cuartel, como sociedad cerrada, no es compatible
con la de la universidad que, como su nombre lo indica, es una sociedad
abierta, donde cada afirmación puede ser contradicha, objetada, puesta en duda,
en resumen, sometida a la crítica racional. La máxima del cuartel es la orden y
cumplir órdenes la virtud suprema; nada más contrario al espíritu
universitario, que gira en torno a la controversia y la contestación.
Desde su fundación como república, Venezuela ha estado regida siempre por
dictaduras militares, con brevísimos intervalos de gobierno civil bajo tutela
militar, el más largo de los cuales fue el denostado período de cuarenta años
de gobierno puntofijista que significó un curioso giro del caudillo militar
tradicional al caudillo civil modernizante. Tan es así que cuando los militares
le retiraron su tutela el “sistema democrático” se vino abajo.
Un rasgo novedoso de la actual tiranía militarista es su carácter
vergonzante. Los militares que la usufructúan parecen convencidos de que podrán
prolongarla indefinidamente con la condición de que “no se note mucho”,
valiéndose de camuflajes apropiados.
Hace años, los medios de comunicación independientes encontraban
divertido anteponer el rango militar al nombre de ciertos altos funcionarios lo
que, extrañamente, en vez de enorgullecerlos, los enfurecía, como a un jugador
al que le descubren sus cartas.
Hoy en día no hay medios independientes y nadie se atreve ni siquiera a
eso. Un periódico alcanzó a identificar cientos de cargos civiles desempeñados
por militares, hasta en instituciones llamadas “Defensa Civil”, pero también
cargos legislativos, judiciales, electorales, gobernaciones, Institutos
Autónomos, Empresas del Estado, contratistas, bancos, seguros, fondos de
inversión, fundaciones, distribuidoras de alimentos, bienes y servicios,
centros educativos de todo nivel, incluyendo universidades.
Esta toma por asalto del propio país se realiza bajo el supuesto de que
los procedimientos y métodos militares pueden hacerse extensivos a toda la
sociedad, que todo funcionará más eficientemente bajo una dirección vertical y
que, en general, una sociedad militarizada es mejor que la más o menos
espontánea e impredecible sociedad civil.
Nada puede ser más falso, al menos en lo que nos concierne. Los
principios militares por excelencia, que ellos repiten como un leitmotiv, son
la disciplina y la obediencia; pero una universidad no puede funcionar así,
porque su valor supremo es el pensamiento crítico.
Así como los agentes económicos no pueden responder a órdenes sino que se
atienen a los imperativos de la necesidad económica; es imposible y grotesco
imaginarse un cuerpo académico formado por personajes, firmes y a discreción,
repitiendo a cada rato: “Sí, señor. Sí, señor. Eh… sí, señor”.
Pero la dinámica de los hechos nos ha colocado en una situación en que el
papel central que está llamada a cumplir la universidad venezolana es
precisamente este: la desobediencia.
La elección de sus autoridades será quizás la oportunidad más próxima y
más grave para que las universidades afirmen su verdadera autonomía, que en
principio es autogobierno, del que se derivan sus otras manifestaciones,
reglamentaria, administrativa y académica.
Este es uno de esos raros momentos en la vida de una generación en que se
revela que los valores son algo más que palabras.
CASA TOMADA
Las autoridades de la Universidad Central de Venezuela han advertido
gráficamente que para allanarla no hace falta pararle un tanque en la puerta,
puesto que de hecho está tomada de una manera más encubierta, aunque no menos
brutal.
Como se sabe, al cerco presupuestario que la asfixia económicamente se
une el cerco judicial, que impide desde la elección de las autoridades, hasta
el más mínimo ejercicio de sus funciones, como tomar medidas en resguardo de la
comunidad y el patrimonio, colocando unos portones, por ejemplo, o aplicar
alguna sanción disciplinaria para conservar algo de decoro y respeto por sus
investiduras.
El cerco legislativo, mediante instrumentos que ni siquiera tienen la
forma de ley por ser manifiestamente inconstitucionales, para cercenar su
autonomía y decretar “la muerte del claustro”, como declaran paladinamente
seudoparlamentarios que, por cierto, han vivido siempre de esta universidad.
Último pero no menos, el cerco de bandas armadas oficialistas, que
cometen toda clase de abusos y atropellos, cuando no francos delitos como
robos, atracos, incluso masivos, hurtos con fractura, secuestros exprés,
agresiones, sabotajes, actos de intimidación pública, chantajes y amenazas de
todo género, gozando de la más absoluta impunidad y hasta de alabanzas públicas
del régimen.
Todo esto en medio de un ambiente ideológico desquiciante de mentiras y
tergiversaciones, demagogia y una suerte de ultrademocratismo según el cual
todo el mundo es igual en todo a todo el mundo y tiene, por ejemplo, que
participar en la elección de las autoridades universitarias con un rasero de
igualdad total que no distingue entre profesores, estudiantes, empleados,
obreros, egresados, jubilados y cualquier otro que se considere con derecho, so
pena de acusaciones genéricas de discriminación y aristocratismo.
Se ha repetido muchas veces, para que nadie escuche: así como la
directiva de la Asamblea Nacional es elegida por los diputados y no por
empleados, obreros y personal de seguridad
de la Asamblea, sin que eso redunde en menoscabo de los derechos humanos
de nadie, la universidad debe elegir sus autoridades por un cuerpo electoral
habilitado en el claustro.
La verdad sea dicha, los estudiantes nunca debieron participar en el
claustro, donde, por cierto, no entran profesores sin escalafón, lo cual
resulta absurdo, si se quiere ser coherente con la idea original de gremio o
corporación.
Pero es una larga historia que mientras la universidad estuvo controlada
por el partido comunista, fueron aumentando la beligerancia del movimiento
estudiantil, que también estaba controlado por la juventud comunista, para
incrementar el poder del partido.
Este oportunismo comunista fue lo que abrió la puerta a la confusión
actual que ya parece aceptada por todos los otros partidos y sectores
universitarios como un dato de la realidad, imposible de reorientar a un cauce
manejable; solamente que se acabe con la universidad, como parece que está
ocurriendo, y se comience con otra cosa radicalmente distinta.
Y este es el quid de la cuestión: la universidad como la conocíamos se ha
vuelto inviable; no por ninguna fatalidad del destino, sino por el firme
propósito de militares golpistas y guerrilleros comunistas de llevar hasta sus
últimas consecuencias el proceso de nazificación de la universidad, esto es,
convertirla en una escuela de formación político-ideológica.
Trastocar la ciencia en propaganda, para fabricar al hombre nuevo,
nacionalsocialista.
LOS RITOS DEL
FUEGO
El año 2011 cerró en la Universidad Central de Venezuela con el incendio
de la Escuela de Antropología, el 15 de diciembre, lo que no deja de tener un
alto valor simbólico. Una Escuela que tiene como centro de su actividad docente
y de investigación al hombre, en su acepción más amplia, tiene que preocuparse
y convertir en motivo de estudio la devoción de ciertas tribus políticas por el
poder exterminador del fuego.
Esta inclinación las vincula indisolublemente con otras manifestaciones
como la quema de banderas, libros, cruces, efigies humanas y eventualmente,
seres humanos mismos, de los que son tan afectos los nacionalsocialistas,
comunistas e islamistas.
La pregunta es, cómo se pasa de la creencia primitiva en la virtud
purificadora del fuego a esta otra, negativa, aniquiladora, que exalta su poder
destructor de todo lo que es adverso, de aquello que se quiere reducir a
cenizas.
Ciertamente, la humanidad necesitó varios siglos para darse cuenta de que
lo maléfico no estaba en unas pobres mujeres desafortunadas, sino en los
magistrados de la Inquisición que las empujaban cruelmente a la hoguera.
Asimismo la creencia atávica en la purificación del fuego se trastocó en
su contrario cuando elementos fanatizados la dirigieron más bien contra la
cultura, el arte “degenerado”, el pensamiento y toda manifestación de la
inteligencia y el espíritu libre.
Es una ironía de la historia que así como nunca se ha visto ni se verá
una manifestación liberal quemando nada ni a nadie, es un hecho por evidente
imposible de negar que las banderas más quemadas en el mundo son las de EEUU e
Israel, que sin embargo siguen flameando con dignidad al frente de sus estados
nacionales; en contraste, banderas que no fueron ni son quemadas, como la roja
de la hoz y el martillo o la de la esvástica nazi, han caído de sus pedestales
y ni siquiera son objeto de exhibición en ningún museo del horror.
Los escombros humeantes de la Escuela de Antropología tienen mucho que
enseñarnos, porque quienes comienzan quemando edificios representativos de
instituciones (como el Reichstag), terminan quemando a los seres humanos que
los constituyen; así como quienes comienzan quemando libros, terminan quemando
a quienes los escriben y a sus lectores.
Sin embargo, es otra ironía de la historia que quienes juegan con fuego
fatalmente se consumen en sus propias llamas.
lumarinre@gmail.com
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