Desde que en nuestra era apareció el fenomenal recurso cibernético se han
derramado ríos de tinta con partidarios y detractores de la herramienta de
marras. Creo que resulta objetivo mostrar la cara y la contratara del nuevo
instrumento de Internet. Constituye un lugar común el decir que todo artefacto
se puede utilizar bien o mal: un martillo pueda emplearse para clavar un clavo
o para romperle la nuca al vecino.
CEREBRO CIBERNETICO |
Pero en el caso aquí considerado debemos puntualizar, por un lado, los
riesgo de un tartamudeo incesante o un abrir ventanas sin solución de
continuidad, lo cual repercute en las personas convirtiéndolas en una especie
de autómatas que navegan sin ton ni son, en ausencia de toda concentración en
un tema específico, en un contexto de flashes que rechazan elaboraciones y
argumentos de alguna extensión y solidez. Con este golpeteo, naturalmente no hay
tiempo (ni ganas) para digerir ni tamizar lo obtenido, con lo que se confunde
información con conocimiento el cual requiere (exige) relacionar conceptos,
sopesarlos, escudriñar ideas y darse tiempo para la eventual refutación y para
arribar a conclusiones.
Por otra parte, los hay quienes buscan líneas de investigación
específicas para lo que exploran en direcciones que maneja el sujeto frente a
la computadora por más que también la navegación depare sorpresas y conduzca a
puertos inesperados pero siempre con un propósito definido. Para estos
trabajos, Internet resulta un colosal prodigio. En este contexto es
comprensible que muchas veces no resulta para nada provechoso leer un texto de
cabo a rabo puesto que la atención se circunscribe a la búsqueda en cuestión.
Esto, de más está decir, no se aplica a las novelas o cuentos puesto que en
este género se busca gozar (paladear, podría decirse) cada línea del texto, lo
cual no se aplica a obras de consulta (por eso resulta tragicómico cuando
alguien que no sabe en que consiste una biblioteca, al enfrentarse a una
voluminosa, le pregunta admirado al titular “¿todos esos libros ha leído?”).
Acaba de aparecer un libro de Nicholas Carr titulado ¿Qué está haciendo
Internet con nuestras mentes? Superficiales que plantea el antedicho problema
con observaciones muy sesudas, pero también incluye los que a nuestro juicio
constituyen errores de peso. Hoy se dice que los ordenadores pueden afectar
negativamente la memoria, pero al mismo tiempo Carr nos recuerda los diálogos que
relata Platón en “Fedro” en cuanto al rey de Egipto que prohibió a sus súbditos
la escritura pues sostenía que haría que “se perdiera la memoria”, en lugar de
comprender que se libera capacidad intelectual para otras cosas, del mismo
modo, decimos nosotros, que hoy el arquitecto no necesita dedicar horas con
plumas y lápices para dibujar planos que fabrica al instante la computadora en
tres dimensiones con toda la parafernalia necesaria y así libera al profesional
para ejercitar su creatividad (se consigna que los materiales de construcción
del futuro serán mallas resistentes que cubrirán edificios con curvaturas y
formas sumamente acogedoras).
Nicholas Carr explica fundadamente que todos nuestros hábitos van
conformando las características cerebrales y esto no excluye al uso (y mal uso)
de los ordenadores. En este sentido cita las conferencias del biólogo J. Z.
Young en la BBC donde muestra el “flujo constante” en el cerebro que “se adapta
a cualquier tarea que se le encomendase” porque “las células de nuestro cerebro
literalmente se desarrollan y aumentan de tamaño con el uso, así como se
atrofian o consumen por la falta de uso” y que, por tanto, “puede ser, pues,
que cada acción deja cierta impresión permanente en el tejido nervioso”. Y
agrega Carr que “Las neuronas tienen núcleos centrales, o somas, que desempeñan
funciones comunes a todas las células, pero también tienen dos tipos de
apéndices a modo de tentáculos -los axones y las dentritas- que trasmiten y
reciben impulsos eléctricos. Cuando una neurona se activa, un impulso fluye del
soma a la punta del axón, donde se desencadena la liberación de sustancias
químicas llamadas neurotrasmisores. Estos neurotrasmisores afluyen […] a lo que
hoy llamamos sinápsis y se adhiere a una dentrita de la neurona vecina,
provocando (o suprimiendo) un nuevo impulso eléctrico”. Concluye el autor de
este libro que “Docenas de estudios a cargo de psicólogos, neurobiólogos,
educadores y diseñadores web apuntan a la misma conclusión: cuando nos
conectamos a la Red, entramos en un entorno que fomenta una lectura somera, un
pensamiento apresurado y distraído, un pensamiento superficial […] Una cosa
está clara: si, sabiendo lo que sabemos hoy sobre la plasticidad del cerebro,
tuviéramos que inventar un medio de reconfigurar nuestros circuitos mentales de
la manera más rápida y exhaustiva posible, probablemente acabaríamos diseñando
algo parecido a Internet”.
Estas reflexiones están provistas de un gran interés a los efectos de
comprender como el cerebro se adapta a nuestros hábitos y conductas, lo cual,
de más está decir, no se circunscribe a Internet y tampoco quiere decir que
esas configuraciones sean irreversibles. Pero lo alarmante de Carr es su
materialismo (o determinismo físico para recurrir a una expresión acuñada por
Karl Popper). Tal como muestra, entre otros, el premio Nobel en neurofisiología
John Eccles, nuestro cerebro es el instrumento fundamental para comunicarnos
con el mundo externo, pero es la mente, la psique o los estados de conciencia
lo que dirige las conductas humanas. Carr rechaza “la idea de una mente
inmaterial fuera del alcance de la observación y la experimentación” y abraza
junto a otros “la noción del cerebro como máquina” puesto que “El pensamiento,
la memoria y la emoción, en lugar de emanaciones de un mundo espiritual,
llegaron a considerarse resultados lógicos y predeterminados de las operaciones
físicas del cerebro”.
El referido Eccles, el Premio Nobel en medicina Roger W. Sperry, el
pionero de la física cuántíca y premio Nobel en física Max Plank, el filósofo
John Hospers, los psicólogos Nathaniel Branden y Thomas Szasz, el también
mencionado Karl Popper (seguramente el filósofo de la ciencia más reconocido),
el premio Nobel en economía Friedrich Hayek, el lingüista Noam Chomsky y tantos
otros científicos, por distintos motivos, discrepan radicalmente con las
antedichas afirmaciones materialistas.
Si los humanos fuéramos solo kilos de protoplasma, haríamos “las del
loro”, no habría tal cosa como proposiciones verdaderas y falsas, no habría
posibilidad de revisar nuestros juicios, no habrían ideas autogeneradas, ni
pensamiento, ni propósito deliberado, ni libre albedrío y, consecuentemente, no
existiría la responsabilidad individual, ni la moral y ni siquiera podría
“argumentarse” a favor del determinismo.
La libertad implica libre albedrío, lo que a su vez contradice el
materialismo o determinismo en el sentido popperiano. Enrique de Gandía escribe
enIntroducción al estudio del conocimiento histórico que “La historia nace de
la libertad y existe por la libertad. Ella es la vida del hombre y el hombre no
puede vivir como hombre si sus acciones no están inspiradas por la libertad.
Cuando en una historia falta la libertad, la historia deja de ser historia y es
etnología, arqueología o recopilación de curiosidades […] Llegamos pues a la
conclusión de que la historia del hombre es la historia del pensamiento”.
En resumen, volvamos al lugar común antes apuntado: todos los
instrumentos pueden utilizarse bien o mal, de lo que se trata es de emplear
adecuadamente esa extraordinaria herramienta que se conoce con el nombre de
Internet, situación que no debe subestimar los peligros de la formación (más
bien deformación) de jóvenes que se las pasan frente a la computadora en una
secuencia indefinida de links, jueguitos esquizofrénicos y mensajes estúpidos
de texto con pésima gramática y peor contenido porque se corre el riesgo de una
involución a la nada conceptual y al ruido gutural permanente.
En otro orden de cosas, como una nota al pie al presente artículo, anotamos
para cerrar una observación clave de Albert Espulgas Boter en La comunicación
en una sociedad libre: “El uso de la banda ancha es excluyente, es
materialmente imposible que todos los usuarios que lo deseen la utilicen al
mismo tiempo y para todo tipo de finalidades sin límite alguno […] Ya hemos
visto que la respuesta liberal a esta cuestión es siempre la misma: los
legítimos propietarios de un determinado bien escaso (los propietarios de las
infraestructuras de la red, en este caso) son quienes deben decidir con
respecto a su uso […] el sistema de precios permite orientar los recursos hacia
los usos más demandados por los consumidores […] El caso de la banda ancha de
la red es análogo al de las ondas radioeléctricas”.
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