Nuestros días generalmente transcurren en un constante ir y venir desprevenido, pero en algún momento por un mandato oculto de la naturaleza nos detenemos a mirar a nuestro alrededor, y evidenciamos situaciones que siempre han estado ahí, pero de las cuales no éramos conscientes.
Fui invitada hace varios días por mi condición de Dra. En Psicología a una Asociación en pro de niños con problemas con discapacidad entidad sin ánimo de lucro aquí en Maracay. Fue un evento con varias connotaciones: enseñanza de disciplina y valores a los niños con autismo por medio del juego, el canto, la danza y la diversión, con estímulo a la aceptación personal, la convivencia amable y la solidaridad.
Es exactamente lo que percibí ante ese escenario tan maravilloso cargado de sonrisas, intentos de movimientos armoniosos, expresiones magistrales de corazones henchidos de felicidad entonando notas musicales, reinas coronadas como en la mejor de las pasarelas, sin advertir su dolor ni su limitación.
Vi a padres de familia cargando con infinito amor a aquellas criaturas angelicales, algunas con parálisis cerebral y daños irreversibles, transmitiendo el sentimiento de un profundo respeto por el valor de la vida, por esa experiencia incomprensible que les tocó sobrellevar. Junto a ellos, un grupo de terapistas y administradores del programa, admirables, que respiran amor, lo sienten y lo transmiten con paciencia y delicadeza.
Entonces me pregunté: ¿dónde estoy yo mientras estás personas sufren su condición? Y me respondí: allá afuera viendo el desfile de mentiras, de alarde de vanidad, de locos luchando por sobrevivir, de una sociedad repleta de autistas e invidentes espirituales que lo único que digieren es su altivez, su hedonismo y el signo bolívares. Gracias a esa Asociación, esta vivencia fue un polo a tierra.
Mi hija y mis nietas de 17 y 4 años me acompañaron al evento, ellas que les he enseñado a soñar con ser las princesas del cuento de hadas, y se bañaron de esa realidad. Revestimos a los hijos con un mundo de fantasías y de apariencias, y cuando estos abren los ojos, se estrellan con un peso insoportable que los apabulla y los llena de desconcierto, temor y depresión. Fomentar la imaginación es muy sano, pero sin obviar la otra cara.
Cierto día en un parque de un Centro Comercial se acercó a mi nieta de 4 años un pequeño con una discapacidad, y le cogió su helado. Ella solo me miró, quiso llorar y le dije: No te preocupes ANNA LUCIA, es un angelito metido en un cuerpecito enfermo. Él se alejó feliz comiéndose su helado y yo a ella le compré otro.
Unas semanas más tarde, regresamos al mismo lugar. De repente la niña exaltada me decía: Abuelita Zena ¿Lo viste? ¿A quién? Le respondí. Al angelito metido en el cuerpecito enfermo. Ella entendió que ese ser era importante, muy, pero muy importante.
Recuerdo en mi niñez a mi abuela asturiana que todo el año cosía por entretenerse como toda española en su vejez, en su "costurero" la ropa para los ancianos del asilo, a quienes visitábamos periódicamente y en diciembre festejábamos con ellos para entregar los regalos.
También recuerdo a mi padre y a mis tías en el mejor almacén barquisimetano, donde llegaban los lugareños a comprar y eran atendidos como reyes, con el mayor de los respetos. En mi casa les compartían alimentación a dos hijos de la ama de llaves de la casa cada año para que pudieran estudiar.
Y aquellos paseos al campo subiendo a pie con mi padre y mis hermanos la montaña a pie, para almorzar en una bellísima casa rural en Sarare propiedad de mi papá, pero atendida por unos isleños tenerifeanos, sentados en una mesa de madera sin mantel, degustando un delicioso sancocho montañero. La consideración por lo sencillo, por los menos favorecidos y por las personas humildes fueron un legado de mi viejo y de mis tías… y qué legado.
Hoy ya no se enseña eso; se nos olvidó que se aprende conviviendo, tocando y digiriendo cada cosa. Hoy la lección la da un conferencista, mientras el muchacho(a) observa el Blackberry; o unos padres si acaso en encuentros casuales, o los profesores estresados con mal de rabia con el peso de responsabilidades que no les corresponden. O, peor aún, nunca se da esta lección ni a los hijos ni a los alumnos. Hemos excluido de la educación los buenos sentimientos. Me pregunto: ¿Dónde se rehabilita la falta de conciencia?
britozenair@gmail.com
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