Si la izquierda ha ido construyendo poder hegemónico tanto en el campo de la política como de la cultura, eso ha sido el fruto de duro y constante trabajo por un lado, y de nula resistencia por el otro.
Aquellos que creemos y defendemos el libre mercado por sobre el intervencionismo económico (incluyendo en éste al mercantilismo, popularmente conocido como “capitalismo de amigos”); el Estado limitado a sus funciones naturales, por sobre la obesidad estatal que termina resultando ineficiente en todas sus intromisiones; el fomento de la responsabilidad y el trabajo por sobre la holgazanería y el facilismo; la soberanía e independencia de los hombres por sobre el caudillismo paternalista; los derechos del individuo por sobre la abstracción de lo colectivo; en síntesis, aquellos que nos ubicamos a la derecha del espectro ideológico, debemos efectuar una urgente autocrítica.
En efecto, hemos permitido que la izquierda tomara conceptos e ideas que nos eran propias, y cambiara el sentido de sus significados. Foucault, desde la filosofía, les enseñó cómo hacerlo; nosotros lo permitimos.
Así es como la democracia, fundamento de la libertad política que reivindicamos, fue convertida en una suerte de sinónimo de la “regla de la mayoría”; en un proceso y no un sistema; en un medio y no en un fin. Y así fue como surgieron mandatarios izquierdistas en la región que, desde las urnas, acabaron con la verdadera idea de democracia, que para ser tal, precisa del respeto por las minorías (tan deploradas por estos caudillos). De pronto vimos a aquellos que siempre detestaron la alternativa democrática, convertidos en “grandes demócratas”; observamos a aquellos que en otrora aseguraban que la solución se encontraba en los fusiles y las revoluciones, arguyendo que las urnas eran el camino a seguir. Y no hicimos nada por darle a la democracia su verdadero sentido.
Así fue también como permitimos que la izquierda se apropiara del concepto del progreso del mismo modo; dejamos, en efecto, que se identificaran bajo el mote de “progresistas”. Pero el progreso nunca puede provenir de las cadenas de la servidumbre. La historia ha sido muy clara al respecto, demostrando que el progreso económico y social siempre ha sido directamente proporcional al grado de libertad de que gozan los pueblos. Sin embargo, no hicimos nada tampoco por darle al progreso su verdadero sentido.
Permitimos que aquellos quienes promueven las ideas que en el siglo pasado acabaron con la vida de cien millones de personas, y que en pleno siglo XXI continúan respaldando dictaduras como la de Fidel Castro y reivindicando al terrorismo, monopolizaran la idea de Derechos Humanos. En ningún momento se nos ocurrió que nuestros principios filosóficos −la filosofía de la libertad− eran los que verdaderamente proscribían las relaciones de fuerza entre los hombres, partiendo de la base de que ningún individuo tiene derecho a iniciar la fuerza contra otro. Empero, tampoco hicimos nada por darle a los Derechos Humanos su verdadero sentido.
Permitimos, finalmente, que los colectivistas se adjudicaran la representación de las minorías, utilizándolas como medios para construir poder. Descontamos, sin darnos cuenta, que somos nosotros quienes siempre hemos defendido a la primera minoría por sobre todas las cosas: el individuo. No obstante, menos todavía hicimos algo para darle a la minoría su verdadero sentido.
Toda autocrítica es necesaria a los efectos de detectar una crisis; y toda crisis es generadora de nuevas oportunidades y nuevas responsabilidades. Nos queda todavía la oportunidad y la responsabilidad de devolverle a las cosas su verdadero significado, para que frescos aires de libertad comiencen a soplar sobre América Latina.
(*) Artículo basado en el speech de Agustín Laje en el concurso “Mejor Spech por la Libertad” de la Universidad de la Libertad, premiado con el primer puesto.
http://www.laprensapopular.com.ar/?p=3154
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