La realidad era claramente precisable, pues tenía sustancia, lo real era autónomo, estaba allí como esencia. La diferenciación entre esta sustancia llamada realidad y las apariencias era clara y precisa. Esa realidad provenía de la historia, es decir, de una existencia. En pocas palabras, fuera de la historia no había nada a no ser especulación.
La “realidad” de lo “real” es hoy cosa muy distinta. Estamos inmersos en el afán de la desaparición y, por ende, lo que hemos hasta ahora denominado significaciones retrocede a un segundo plano. Esta situación es perfectamente definida por Baudrillard como “teoría de la simulación” o “patafísica de la otredad”
Desde que Nietzsche describió al mundo como apariencia se había insertó la idea de que la realidad no era más que un conjunto de interpretaciones humanas. En otras palabras, la especulación estética se alzaba como la única manera de preservación del hombre, de evitar la muerte que lo acechaba y lo acecha, puesto que lo humano sólo es sustentable en el arte y el único superviviente posible es el hombre-cultura.
Queda claro que entramos en una situación definible como alteridad radical producto directo de la desaparición. Si la realidad era un conjunto de interpretaciones humanas ahora se impregna de extrañeza y esas interpretaciones se ahogan en su propia impotencia. La “realidad” ha girado sobre sí misma, queda consumado el vértigo, y ha desaparecido.
A lo que ahora asistimos es al amoldamiento de lo real a la forma. Estamos dándole la vuelta a la bolsa, esto es, el mundo se ha desrealizado, la ausencia es la norma, la única hipótesis del hombre pasa a ser la forma. Ya estamos ausentes. La comunicación humana se reduce a buscar lo que el otro no es. Un viejo texto criticado y olvidado, “La sociedad del espectáculo” de Guy Debord, nos dice que frente a la pantalla contemplamos la vida de las mercancías en lugar de vivir en primera persona.
Esta ha sido definida como la civilización del espectáculo y, sin lugar a dudas, lo es. Quizás el inicio de una explicación del porqué esté en la primacía de las mercancías en una sociedad que las produce, pero sobre la cual se devuelven a devorarla. Es obvio que esta también llamada civilización de la imagen conduzca a la muerte de la realidad. La imagen se ha aposentado sobre la realidad, la ha asesinado, tal vez porque como decía Feurbarch “nuestro mundo prefiere la copia al original”.
Ahora bien, es necesario precisar que el espectáculo es una formación histórico-social. El proceso ha pasado por un alejamiento del espectáculo de la realidad y por la eliminación de todo espacio de conciencia crítica y de toda posibilidad de desmitificación. El espectáculo se convirtió en sí mismo y se hizo imagen. Entramos, así, en la era de lo virtual. El simulacro es la nueva “realidad”, una sin sustancia. La realidad encontró el método para la evaporación en los medios de comunicación, en la tecnología, en los microchips. Cuando vemos la transmisión en directo de un suceso cualquiera a lo que estamos asistiendo es al paso de un meteorito errático en un espacio vacío. Por supuesto que todo va acompañado de otra desaparición, la del pensamiento. Ello porque la civilización de la imagen nos sobresatura, acumula sobre nosotros tal cantidad que no acumula nada, esto es, la acumulación se autodevora como un disco duro de computadora infectado por un virus. La respuesta es el vacío y la desaparición del pensamiento.
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