A finales del año pasado, Mohammed Buazizis, un vendedor callejero de Túnez se suicida rociándose gasolina y prendiéndose fuego en público en señal de protesta contra la miseria imperante en su país. A partir de ello, se desata la “Revolución de los Jazmines”, la cual, impredeciblemente, culmina con la huida del déspota Zine El Abidine Ben Ali. Como en un efecto de matrioskas cada vez más agigantadas, otros regímenes tiránicos del mundo árabe empiezan a caer y producen una inesperada revolución de dimensiones continentales sin precedentes. Eso es un cisne negro.
Por cierto, el concepto de cisne negro fue acuñado por el filósofo libanés Nassim Nocholas Taleb, en su bestseller The Black Swan: The Impact of the Highly Improbable (2007), para analizar aquellos sucesos inimaginados cuyas consecuencias alteran las facciones de la historia hasta volverla irreconocible. Contrariamente al sueño de Laplace en su Mécanique céleste, que sigue sirviendo de innombrada y etérea base a los algoritmos financieros. Taleb introduce el teorema de Gödel en la vida real y, como en una pesadilla, nos condena a la impredictibilidad estadística: Es imposible construir un sistema completo y consistente en el que todos los eventos puedan ser previsibles, por tanto, una manada de cisnes negros picotean las entrañas del saber absoluto.
De hecho, hay numerosos –y ominosos– ejemplos de cisnes negros ya pasados: los atentados del 11 de septiembre es uno de ellos, así como la crisis económica mundial del 2009. Pero también existen intentos de identificar cisnes negros futuros, es decir, de predecir lo impredecible.
En ese sentido, al repasar lo que se ha escrito sobre la revuelta del mundo árabe, es posible encontrar al menos dos factores comunes en la opinión de los especialistas. El primero es la perplejidad ante la velocidad de los hechos. No deja de ser asombroso que la dictadura de tres décadas de Hosni Mubarak se acabara en diez días; un genuino parpadeo. En todo esto, pareciera que la historia llevara prisa.
La otra variable en la que coinciden los especialistas es el notable poder de la juventud. El número más reciente de la revista Time, por ejemplo, describe con brío a los jóvenes egipcios que hicieron lo que nadie había conseguido en 30 años. Educados, inquietos y conocedores de las maneras y alcances de la nueva aldea global, estos egipcios menores de 30 años se han vuelto, de un plumazo, la vanguardia no sólo de su región, sino de buena parte del mundo. Pero hay, en ellos, algo quizá más admirable: un sentido de propósito, atisbos de un proyecto de país. No solo pelean por el final de regímenes autoritarios e injustos, también han demostrado tener, en muchos casos, una idea relativamente clara de los países que quieren construir a partir de ahora. En otras palabras, no se dieron el lujo de caer en la peor cara de la trampa revolucionaria: la destrucción por la destrucción misma. Estos jóvenes buscan, en cambio, cambiar para construir. La suya ha sido una revolución de una profunda madurez.
En nuestro caso, Venezuela es un país de jóvenes y la inquietud es palpable. Basta provocar algún debate en las redes sociales para recibir uno y mil comentarios: “¿Y nosotros cuándo? Si en Egipto pueden, aquí también podemos”. Así que, por ahí viene nuestro cisne negro…
Juan Carlos Apitz B.
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