En su Opúsculo sobre el gobierno de los príncipes, Tomás de Aquino esculpió una de las mayores verdades políticas de todos los tiempos. Dice: "(...) se requiere mayor virtud para gobernar a la familia o sociedad doméstica que para gobernarse a sí mismo, requiriéndose mucha mayor virtud para gobernar una ciudad o un reino; por consiguiente, se requiere una virtud excelsa para ejercer debidamente los oficios o deberes que impone el gobierno". Esta verdad, que es de perenne actualidad porque pertenece a la esencia de la política, debe ser reconsiderada por los venezolanos. Los tiempos que corren hacen conveniente recordar que el político es, ante todo, un luchador moral, una persona que intenta ejercer la virtud en su propia vida para luego hacerla rebosar sobre la vida de la comunidad.
TOMAS DE AQUINO |
La virtud más propia del político es la prudencia, también llamada sabiduría del corazón. Su objeto es el conocimiento racional de aquello que es bueno para los hombres y para la ciudad (Aristóteles). Ello supone un juicio práctico sobre lo que se debe apetecer (bienes) y sobre lo que se debe rehuir (males). Al mismo tiempo, exige una deliberación sobre los medios óptimos para implementar tal juicio. Pero acaso uno de los aspectos más relevantes de la prudencia es la humildad: el reconocimiento de la poquedad personal del político, que ha de moverlo solícitamente a (i) la petición de consejo, (ii) la recta formación de su conciencia moral y (iii) la reverencia de la ley natural.
Otra virtud del político es la amistad. Entre gobernante y gobernado debe existir un vínculo de amistad, en el sentido de que el primero ha de desear siempre el bien del segundo. De hecho, la razón de ser de los gobernantes radica en la concreción de la amistad cívica por medio de la cual estos consagran sus esfuerzos a la búsqueda del bien común y del desarrollo integral -tanto moral como material- de los gobernados. Sin embargo, en este punto hay que hacer una precisión: la amistad cívica tiene que estar precedida de la justicia, vocación común de gobernantes y gobernados. En donde se somete a los ciudadanos a la barbarie de la injusticia no es posible la amistad verdadera entre gobernantes y gobernados. Por eso, no habiendo justicia, no habiendo República, impera una suerte de enemistad entre el tirano y los tiranizados.
Finalmente, la magnanimidad o grandeza de alma, que se opone a la pusilanimidad o encogimiento de ánimo. El objeto de esta virtud es la aspiración de los bienes más nobles. En el caso del político, la aspiración de lo excelente para la ciudad y para sus ciudadanos. Eso solo es posible a través del cultivo concienzudo de un cierto sentido de realismo y de la virtud de la esperanza. Sentido de realismo, porque no se trata de hacer fructificar en los ciudadanos aquello que su tipo humano no puede producir. Todo lo contrario, la cuestión es maximizar sus capacidades de bien sin impostar lo foráneo, lo ajeno. Y virtud de la esperanza, porque aspirar a los bienes más nobles para los gobernados requiere -a pesar de las experiencias negativas que puedan tenerse- confiar en las capacidades de estos, apostar a los talentos constructivos de la gente que se gobierna.
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