Uno de los principios fundamentales en política exterior es el de la no intervención en los asuntos internos de los otros estados. Es apenas una consecuencia lógica de la soberanía: en su territorio, los pueblos deben definir libremente su régimen político y económico y, por tanto, nada tienen que hacer otros opinando sobre lo que en ellos ocurre. Y es una necesidad: si los demás estados vivieran con las narices metidas en donde nadie los ha llamado, la convivencia pacífica en la comunidad internacional sería imposible.
Es verdad que en el mundo contemporáneo el principio se ha suavizado. Hoy, por ejemplo, es posible evaluar la conducta de los estados en materia de derechos humanos. Para bien de nuestras sociedades, la soberanía y su corolario, el principio de no intervención, ya no pueden alegarse para cometer toda clase de abusos a la democracia y a los derechos y libertades esenciales a la dignidad de la persona humana. Pero en lo demás, el principio sigue vigente y debe respetarse.
De manera que aunque fuera sólo por el hecho de haber opinado sobre asuntos que son exclusivos de la soberanía venezolana sería posible decir que al presidente Santos se le fueron las luces cuando sostuvo que “Chávez es un factor de estabilidad en Venezuela”. Lo dijo en una entrevista en La Nación de Buenos Aires, durante la visita que concluyera hace pocos días.
Pero ocurre que, además, la afirmación es contra evidente. No ha sufrido el país vecino mayor inestabilidad en los últimos sesenta años que con la irrupción del Teniente Coronel. Primero, con el golpe que encabezó contra Carlos Andrés Pérez en el 92. Diez años después, con la intentona que él mismo sufrió y de la que se salvó no por su actitud personal, lacrimosa y cobarde según describen quienes estuvieron cerca de los acontecimientos, sino por la reacción de hombres que le fueron leales, en especial de quien entonces fuera el comandante de la brigada de paracaidistas, general Raúl Baduel, hoy en la cárcel por orden de Chávez. Así paga el diablo a quienes lo ayudan. Desde entonces, el Teniente Coronel no ha hecho cosa distinta que incentivar la polarización política, atizar el odio de clases y perseguir a sus opositores. De paso, ha concentrado en sí poderes que en las verdaderas democracias están en cabeza de las otras ramas del poder público.
Por tanto, si Santos ha de decir algo sobre lo que sucede dentro de Venezuela, no debiera ser nada distinto que exigir que expulsen a los guerrilleros colombianos que por ahí campean, clamar porque cese la persecución a los medios de comunicación independientes, se respeten desde ya los derechos de la oposición y se garanticen las condiciones mínimas para que las elecciones presidenciales del próximo año sean limpias y transparentes. Opinar sobre ello no le estaría vedado al presidente Santos.
Con seguridad semejante declaración no le gustaría a Chávez y no creo que a Santos le interese incomodar a su nuevo mejor amigo. Pero si de prudencia se trata, entonces sería mejor callar del todo y no hablar para apuntalar en el poder al aprendiz de tiranozuelo, dándole de paso excusas para continuar la represión de sus contradictores políticos.
Al paso que va, si por un milagro Chávez le permitiera a la oposición llegar al poder en Venezuela, Santos la tendría difícil. Está haciendo méritos para que la oposición venezolana, que antes lo admiraba y lo quería, ahora no lo pueda deglutir.
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