Si los discursos cuidadosamente preparados y los planes de estímulo sirvieran para crear fuentes de trabajo, la desocupación masiva ya no sería más que un recuerdo histórico pero, como a esta altura el presidente norteamericano Barack Obama entenderá muy bien, la creación de empleos adecuadamente remunerados depende de mucho más que la voluntad de los gobernantes. Aunque el "megaplán" de 447.000 millones de dólares que la semana pasada anunció Obama mereció el aplauso de sus partidarios demócratas que lo creen adecuado, la oposición republicana no se sintió del todo impresionada.
A juicio del jefe de la bancada republicana en el Senado, sólo se trata de "intentar las mismas políticas una vez más", es decir, aumentar los impuestos para los ricos, invertir más dinero en obras de infraestructura, además de "reparar y modernizar 35.000 escuelas", y expandir el sector público. De todos modos, desgraciadamente para el mandatario norteamericano, el lanzamiento del largamente esperado "megaplán" coincidió con una nueva convulsión bursátil en Europa, de suerte que al día siguiente los mercados experimentaron otra caída abrupta.
A juicio del jefe de la bancada republicana en el Senado, sólo se trata de "intentar las mismas políticas una vez más", es decir, aumentar los impuestos para los ricos, invertir más dinero en obras de infraestructura, además de "reparar y modernizar 35.000 escuelas", y expandir el sector público. De todos modos, desgraciadamente para el mandatario norteamericano, el lanzamiento del largamente esperado "megaplán" coincidió con una nueva convulsión bursátil en Europa, de suerte que al día siguiente los mercados experimentaron otra caída abrupta.
Los gobiernos de Estados Unidos y casi todos los demás países desarrollados están procurando encontrar la fórmula para impedir que el desempleo masivo se vuelva estructural, pero hasta ahora los esfuerzos por restaurar la situación que imperaba antes del derrumbe financiero del 2008 no han brindado los resultados anticipados. Para desconcierto de muchos, en dicho ámbito ha incidido muy poco la cantidad colosal de dinero que se ha gastado en estímulos y se teme que la necesidad de adoptar medidas fiscales rigurosas haga todavía más sombrío el ya deprimente panorama laboral. En las circunstancias actuales, la solución tradicional de privilegiar la creación de empleo en el sector estatal, como ha propuesto Obama, es considerada por muchos contraproducente porque significa aumentar el gasto público justo cuando es forzoso reducirlo.
Parecería que en Estados Unidos y, más aún, en Europa, ha llegado a su fin una etapa en que abundaban empleos dignos, en fábricas u oficinas, para quienes no poseían aptitudes excepcionales. Así, pues, se cuentan por millones los jóvenes que esperaban conseguir un puesto de trabajo no muy exigente y percibir un salario más que respetable que se han visto obligados a depender ya de un subsidio estatal o conformarse con un empleo, del tipo que suele creerse apropiado sólo para inmigrantes tercermundistas recién llegados, que les parece por debajo de sus expectativas mínimas. Todavía más humillante es el destino de los muchos que se habían desempeñado como ejecutivos pero, al ser despedidos por empresas en que habían trabajado durante años, han tenido que resignarse a aceptar empleos con salarios muy inferiores.
Es sin duda natural que los perjudicados por la crisis laboral culpen a los políticos de lo que está sucediendo. También lo es que los dirigentes políticos se afirmen plenamente dispuestos a asumir sus responsabilidades para entonces atribuir las dificultades a sus adversarios. Es lo que hizo Obama –sabe que le será difícil ser reelegido el año que viene a menos que la tasa de desempleo caiga mucho– al criticar a la oposición republicana por el "circo político" que según él le impide solucionar los problemas económicos. Sin embargo, aunque es legítimo argüir que los líderes políticos de los países avanzados deberían haber previsto las consecuencias del endeudamiento creciente, de las burbujas inmobiliarias, de las mutaciones tecnológicas, del colapso demográfico y de la irrupción en una economía globalizada de países gigantescos como China y la India, los pocos que sí advirtieron sobre los riesgos que se avecinaban no fueron escuchados y, de todos modos, ningún gobierno democrático pudo haber tomado las medidas drásticas –y antipáticas– necesarias para prepararse a tiempo para la crisis que se aproximaba. Desde los tiempos míticos de Casandra, los agoreros son despreciados por casi todos hasta que sus vaticinios se transforman en realidad, razón por la que, toda vez que una economía se precipita en una crisis, un gurú o dos adquieren fama mundial por haber previsto lo que, cuando ya es demasiado tarde, muchos dirán que fue virtualmente inevitable.
http://www.rionegro.com.ar/diario/opinion/editorial.aspx?idcat=9542&idArt=707399&tipo=2
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