A la augusta memoria de Jean Françoise Revel (1924-2006), liberal por antonomasia, quien nunca dejara en paz a los tiranos colectivistas y a sus hipócritas partidarios encubiertos en las sociedades libres.
Jean Françoise Revel |
Siempre me he considerado liberal. Al llegar a los Estados Unidos me afirmaron que no lo era. Al comunicarme con propiedad, cuando mis capacidades en el idioma inglés superaron las rudimentarias nociones aprendidas en el bachillerato de Cuba y de tutores que sí lo hablaban propiamente, me percaté de que aquí yo no era liberal. Tuve que remitirme al diccionario con gran frecuencia para obtener definiciones de cuantos sectarismos políticos me adjudicaban aquellos a quienes debatía. Porque, como exiliado militante, el debate me ha perseguido durante más de cuarenta y cinco años con la misma tenacidad y dedicación que los galgos persiguen a la liebre mecánica en las carreras. Aún me persigue y lo seguirá haciendo mientras tenga vida y entendimiento.
De cómo los colectivistas se apropiaron del término “liberal” en esta nación, con el absurdo consentimiento tácito de los verdaderos liberales, no lo sé y no creo que a estas alturas valga la pena averiguarlo. Pero recuerdo con incomodad cómo reaccionaban algunos cuando orgullosamente me identificaba como liberal. En muchos casos esa admisión marcaba el brusco final del intercambio de ideas. En otras ocasiones, mis interlocutores negaban con invectivas injustas la legitimidad de mis credenciales: “¡Usted es tan liberal como Mussolini!” Con otros más perspicaces o más curiosos, encontraba mayor comprensión, pero también cierta condescendencia: “Entiendo… es usted probablemente un liberal clásico, al estilo de Benjamin Franklin”. Me costó gran trabajo acostumbrarme a que me llamaran “conservador”. Hasta hace algunos años me irritaba. Ya no. La piel se engrosa con el paso del tiempo.
¿En qué consiste el liberalismo? ¿Qué es un liberal? La única definición que creo racional es la que aprendí en mi juventud y la que responde al análisis etimológico en castellano. Como que no tengo la menor intención de traducir este trabajo al idioma inglés, lo defino así: Liberalismo es la tendencia natural del hombre a la libertad y liberales son quienes se identifican con esa tendencia de palabra y obra.
El Larousse es diáfanamente claro: “Liberal es el partidario de la mayor libertad individual posible en el terreno económico y político y contrario a la menor intervención del Estado” (el énfasis es mío). En inglés, reconozco que la acepción es algo menos precisa. Como quiera que la libertad es una aspiración humana honrosa y universal, el liberalismo es para mí una divisa de honor. Políticamente liberal es quien aspira al mayor arbitrio posible para el individuo dentro de la sociedad. Y económicamente… lo mismo. El estado colectivista, ya sea producto de una revolución autoritaria, o impuesto por la decisión de una mayoría ignorante, es antípoda del liberalismo. Esto no es un misterio. Si el amable lector tiene suficiente fortaleza estomacal para leer o escuchar las descargas de “Fifo”, Evo y Hugo (¡Chávez!), se entera enseguida.
Para confundir más el tema y enturbiar el debate, existe un neologismo (y anglicismo) castellano: “Libertarianismo”. ¿Sería posible que esta palabrita fuera inventada por los liberales “clásicos” en Norteamérica, quienes al igual que un servidor se sentían incómodos al ser identificados como conservadores?. Los lectores saben que bromeo y agrego esta coletilla como antídoto a la pedantería anti liberal.
El pensamiento liberal tiene raíces muy profundas en esta parte del mundo. Aunque las primeras líneas de la Declaración de Independencia de Estados Unidos parecen diluir el concepto liberal con el reclamo egalitario (“…all men are created equal…”), acto seguido Jefferson escribió que todos los seres humanos tenemos ciertos derechos que no podemos delegar. Ese mensaje liberal fue interpretado a la perfección por Alexis de Tocqueville, más intelectual que aristócrata, quien a pesar de haber visitado Norteamérica durante el paroxismo egalitartio de Andrew Jackson, supo apreciar que los norteamericanos de su tiempo parecían gozosa y orgullosamente imbuidos de sus derechos “inalienables”.
Las virtudes esenciales al liberalismo no se han limitado al norte del Continente. Pocos próceres han definido su intrínseca tolerancia con la elocuencia del indio Benito Juárez, en mí criterio el individuo más notable que ha dado México: “El respeto al derecho ajeno es la paz”. Nadie en la Cuba de su tiempo escribió una defensa más legítima de las aspiraciones liberales criollas como Ignacio Agramonte y Loynaz en su discurso de investidura como abogado. Quien piense que Castro puede hacer en Cuba lo que quiera y cuando quiera, debe entender que todo poder humano tiene límites: La estatua ecuestre del Bayardo (liberal, anticolectivista y anticomunista), todavía permanece erguida en el mismo centro de Camagüey, en la Plaza que lleva su nombre, machete en mano y apuntándolo al cielo.
Creo que nadie ha expresado con mayor convicción el credo liberal que nuestro José Martí: “La libertad es como un genio, una fuerza que brota de lo incógnito; pero el genio como la libertad se pierden sin la dirección del buen juicio, sin las lecciones de la experiencia, sin el pacífico ejercicio del criterio” (el énfasis es mío).
El liberalismo no establece a priori las condiciones del juego social, pero sí impone una regla de oro: Ni la mayoría abrumadora ni la minoría exigua, ni nadie, puede despojar al individuo de los derechos que la vida otorga. Esa es la esencia del liberalismo y la clave de la convivencia humana en libertad, sin la que no hay futuro para nuestro mundo.
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