El corolario es el siguiente:
“la derrota electoral de una dictadura popular sólo puede ocurrir si esa dictadura ha perdido las calles antes, durante y después de la elección”.
Cada vez que ocurren revoluciones en cadena en cualquier lugar del mundo no faltan quienes imaginan que el fenómeno se repetirá en otras naciones marcadas por diferentes historias y tradiciones. Tal creencia ha traído consigo –está casi de más decirlo- calamidades de enorme magnitud.
Basta saber que los revolucionarios franceses de 1789 estaban plenamente convencidos de que el bacilo de la revolución antimonárquica iba a expandirse a lo largo y ancho de Europa. Sin embargo, en lugar de provocar la revolución continental precipitaron la contrarrevolución europea la que terminó por demoler a los propios ejércitos franceses en Waterloo (1815)
Los bolcheviques –quienes heredaron todos los errores franceses- imaginaron por su cuenta que la revolución soviética era sólo el eslabón más débil de la cadena imperialista (Lenin) o el inicio de una revolución permanente de carácter mundial (Trotski) Los recién fundados partidos comunistas -también en América Latina- fueron llamados por la URSS en los años veinte del pasado siglo a formar “soviets” proletarios, incluso en países en donde apenas había clase obrera. Los resultados de tan absurdas aventuras fueron espeluznantes. Miles y miles de comunistas repartidos a lo largo del mundo pagaron con sus vidas las fantasías trotskistas y leninistas.
El ejemplo de la revolución cubana no es de mucha data. A partir de una pésima lectura de esa revolución, Che Guevara -reinterpretado en lenguaje metafísico por Regis Debray a quien prologó Fidel Castro en un disparatado libro titulado “revolución en la revolución” - llamaba a la creación de focos armados en las montañas de diversos países (incluyendo a los que no tenían montañas) Cientos de jóvenes y adultos con formación profesional, entre ellos el Che Guevara, fueron exterminados como conejos.
Los que tuvieron más suerte se perdieron entre los montes para regresar después de mucho tiempo, viejos, cansados y sobre todo, ignorados. Más todavía: la genial idea cubana destinada a exportar la revolución sólo consiguió enardecer a diversos generales latinoamericanos. Entre el golpismo castrense de los años setenta y el revolucionarismo castrista de los años sesenta –hay que decirlo alguna vez- existe más de alguna directa relación.
Quizás es necesario agregar que estas palabras las estoy escribiendo sólo como advertencia y no sin cierta preocupación. Porque recién está comenzando la revolución democrática árabe y ya algunos publicistas latinoamericanos, imaginando ser líderes de grandes masas, llaman a seguir el ejemplo árabe, como si las revoluciones fueran pandemias.
Por lo tanto, de acuerdo a la intención preventiva que estoy usando no es mala idea recordar que la revolución democrática de los países árabes tuvo lugar en contra de dictaduras radicalmente antipopulares. Estoy seguro de que a muchos el concepto “dictadura antipopular” puede parecer redundancia y, sin embargo, no lo es, pues guste o no guste es posible afirmar que no siempre las dictaduras han sido impopulares.
Las propias dictaduras árabes fueron muy pero muy populares en sus inicios. De acuerdo a la impronta “nasserista” que las caracterizaba, casi todas fueron erigidas sobre la base de profundos movimientos nacionalistas y anticolonialistas. A ello agregaban la ideología del socialismo del siglo XX (mucho más magnética que la alternativa que hoy nos ofrece esa ridiculez denominada “socialismo del siglo XXl”) Ahora, que después de la Tercera, los partidos sobre los cuales se sustentaban esas dictaduras hayan pasado a formar parte de la Segunda Internacional, sólo demuestra hasta que punto la idea del socialismo ha sido pervertida por los propios socialistas. Pero ese no es ahora el tema.
Parece elemental decirlo, pero hay muchos que no lo entienden: la primera condición para una insurrección democrática es la pérdida de popularidad de una dictadura. Para poner algunos ejemplos: las dictaduras fascistas europeas fueron extraordinariamente populares (y tal vez por eso, plebiscitarias) de ahí que ninguna fue derribada por efecto de una revolución interna. Pero no es necesario ir tan lejos.
Miremos el caso de las dictaduras latinoamericanas del pasado reciente, sobre todo la uruguaya, la argentina y la chilena.
La dictadura militar uruguaya así como la chilena fueron derrotadas no a partir de insurrecciones populares sino a través de plebiscitos en los cuales ambas perdieron la mayoría electoral pero no toda su popularidad. Hay que recordar que ninguna de ellas obtuvo en el plebiscito menos del 40%. Para ser más precisos: En Noviembre de 1980 la dictadura uruguaya obtuvo en el plebiscito destinado a reformar la Constitución el 42,51% de los votos en contra del 56,83% de la oposición. En Octubre de 1988 la dictadura chilena obtuvo en un plebiscito convocado para prolongar el mandato de Pinochet el 44,01% de los votos en contra del 55,99 de la oposición.¿Qué nos dicen esas altas cifras alcanzadas por las respectivas dictaduras? Algo muy simple: que ambas perdieron la mayoría electoral pero no perdieron ese mínimo de popularidad que impide un estallido insurreccional. Porque convengamos: tener más de un 40% de votación a favor no es un signo de impopularidad. Todo lo contrario: en cualquiera democracia pluripartidista sería suficiente para gobernar de modo holgado. No obstante, una dictadura para mantenerse electoralmente necesita no sólo muchos, sino la mayoría absoluta de los votos. La razón es sencilla: ninguna dictadura admite una alternativa intermedia. O se está con ella o en contra de ella.
Ahora, tanto la dictadura chilena como la uruguaya eran dictaduras no sólo populares; además eran plebiscitarias. No fue ese el caso de la argentina, la que no se vino abajo a través de un plebiscito sino como consecuencia de contradicciones internas, del pésimo manejo de la economía, de la aventura de las Malvinas, hechos que trajeron consigo no una insurrección al estilo árabe, pero sí amotinamientos, asonadas y demostraciones callejeras que hicieron imposible la continuidad de la gobernancia militar.
Las dictaduras comunistas de Europa del Este, por su parte, eran muy impopulares, y lo último que se les habría ocurrido a sus respectivos gobernantes habría sido llamar a un plebiscito. En gran medida todas reposaban sobre tanques rusos. Sólo cuando Gorbachov aseguró que los tanques no marcharían en contra de los pueblos, surgieron esas revoluciones democráticas a las cuales se parecen tanto las árabes de nuestros días. Es cierto que tanto las dictaduras de Europa del Este como las árabes mantenían algunas fachadas democráticas. Por ejemplo, en casi todas existían simulacros parlamentarios. Pero los parlamentos no legislaban y un parlamento que no legisla -obvio- no es un parlamento. Incluso si hay debates, esos son inútiles si los debates no se convierten alguna vez en leyes.
Ahora, las dictaduras populares salvo raras excepciones (la España de Franco o la Cuba de los Castro) no han querido o sabido resistir la tentación electoral y/o plebiscitaria. ¿Por qué? Primero, y aunque parezca tautología, porque son populares, es decir, sus personeros están convencidos de que son los verdaderos representantes de la voluntad nacional, voluntad que se mantendrá a través de los tiempos, amén. Segundo, porque como Mirabeau piensan que nadie se puede sentar sobre las bayonetas y por lo tanto no basta el apoyo –siempre escurridizo- de los militares sino también aquel que proviene de la legitimidad de los pueblos, sobre todo cuando se trata de ejercer la representación exterior.
Sin embargo, Franco (quien se creía ungido por Dios) y Castro (quien se cree ungido por la Historia) han demostrado en contra de Mirabeau que –bajo ciertas condiciones- es posible sentarse sobre las bayonetas aunque eso signifique romperse el culo, intenso dolor que no aceptan los dictadores plebiscitarios y /o electorales quienes no sólo quieren ser amados por sus pueblos sino, además, como ocurre con los amantes neuróticos, intentan verificarlo cada cierto tiempo.
Hay que recordar por lo demás que tanto la dictadura uruguaya como la chilena convocaron a plebiscitos bajo absoluto convencimiento de que los ganarían, si no por popularidad, al menos por el miedo y el terror. Si ambas dictaduras no hubiesen sido tan vanidosas quizás todavía tendríamos a los militares en el poder en esos países.
En fin, hay dictaduras plebiscitarias y otras que no lo son. Las árabes no lo eran.
¿Hay, además, dictaduras electorales? Mi respuesta no es muy categórica: sí y no. Sí, porque ha habido casos en que las dictaduras celebran elecciones (amañadas o no, no viene al caso discutirlo) No, porque cada elección es convertida por una dictadura en un plebiscito. Lo normal entonces es que las dictaduras populares sean plebiscitarias y las no populares no lo sean.
Sinteticemos: es muy difícil, casi imposible (no se conoce ningún caso) que pueda surgir una insurrección exitosa en contra de una dictadura popular. La tarea entonces, bajo esas condiciones, es lograr que esa dictadura sea cada vez menos popular. Y, como la mayoría de las dictaduras populares son plebiscitarias, el plebiscito (o una elección plebiscitaria, lo que es lo mismo) usado como un arma política de las dictaduras, puede convertirse también en un arma política de sus adversarios. En ese caso el plebiscito (o elección plebiscitaria) que pierde una dictadura se convierte en una insurrección –valga la paradoja- constitucional.
Por cierto, una dictadura popular después de haber sido derrotada tiene la alternativa de desconocer el resultado de la elección y en su lugar repartir plomo. Mas, en ese caso, las dictaduras arriesgan el estallido de una insurrección auténticamente popular, es decir, precisamente lo que se quería impedir con las elecciones. Pinochet, por ejemplo, era partidario de desconocer el resultado electoral adverso. Dos hechos lo convencieron de lo contrario. Uno: la gente ya estaba en las calles, como hace algunos días en El Cairo. Dos: a algunos generales –como también ocurrió en El Cairo- no les fascinaba la idea de pasar a la historia como genocidas. De todo esto se deduce un corolario.
El corolario es el siguiente:
la derrota electoral de una dictadura popular sólo puede ocurrir si esa dictadura ha perdido las calles antes, durante y después de la elección.
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