El título de este artículo invoca un concepto problemático: el de revolución. Para evitar discutir sobre ese punto, declaro de inmediato que estoy utilizándolo en su sentido más amplio: como sinónimo de cambio brusco de régimen y nada más. De régimen, entiéndase, no de sistema socioeconómico ni de nada parecido. Y si hablo de cambio de régimen me estoy refiriendo, por cierto, a una revolución política.
En los momentos en que redacto estas líneas está teniendo lugar una revolución política en algunos países del mundo árabe. Si se me pidiera más precisión diría, predominantemente política, y en un segundo lugar social, y quizás en un tercer lugar –no se sabe bien- económica. Con ello estoy afirmando que la palabra revolución es sólo el nombre de un apellido. Y el apellido de la revolución que presenciamos es, política.
Pero, además, el título de este artículo invoca a un concepto tanto o más problemático que el de revolución: el de democracia. Debó aclarar por lo tanto, que en la terminología historiográfica la caracterización de una revolución como democrática no tiene que ver con el hecho de que de ella surja una democracia o no (y la verdad es que pocas veces surge) sino de lo que niega una revolución.
Ahora, las revoluciones árabes de los últimos días han surgido, sin lugar a dudas, como negación de largas y cruentas dictaduras. El concepto revolución democrática, quiero decir, es esencialmente negativo. Por ejemplo, la revolución francesa fue llamada democrática porque negó una monarquía, pero ni los gobiernos de Robespierre ni de Napoleón fueron democráticos. La revolución rusa durante Kerensky fue llamada democrática porque negó al zarismo y no porque Kerensky ni mucho menos Lenin hubiesen construido una democracia. La revolución de Fidel Castro fue llamada al comienzo democrática porque derrocó al dictador Batista y sólo un ignorante podría decir que en Cuba surgió una democracia.
Y así sucesivamente. Ni siquiera de la norteamericana de 1776 -si se toma en cuenta la supervivencia de la esclavitud- surgió inmediatamente una verdadera democracia política.
En cierto modo las revoluciones democráticas al ser realizadas contra gobiernos no democráticos anticipan un orden democrático pero casi nunca lo realizan. Seríamos muy injustos entonces con las naciones árabes si exigiéramos de ellas, después de la caída de algunos dictadores, la instauración de un orden democrático perfecto, el que apenas existe en occidente.
Ahora, lo que sí originan las revoluciones democráticas, son condiciones para que después de ellas, a veces mucho después, sean erigidas verdaderas democracias. Las revoluciones democráticas son, si se quiere, la base política desde donde surgen las democracias.
Hecha esta reflexión, corresponde ahora precisar el tipo de dictaduras contra las cuales se levantan las actuales revoluciones del mundo árabe. Para decirlo en breves palabras, ellas están siendo realizadas en contra de dictaduras “post- nasseristas”. Naturalmente me estoy refiriendo a la tradición inaugurada por quien fuera el máximo líder del mundo árabe: Gamal Abdel Nasser. Nasser, miembro de la revolución militar que derribó al corrupto rey Faruk en 1952, erigió su gobierno después de desbancar al general de tendencias liberales Naguib, en 1953. Al nacionalizar el Canal de Suez -apoyado por la URSS y los EE UU en contra de Inglaterra y Francia- Nasser pasaría a convertirse en un líder nacional y arabista a la vez. El distanciamiento con respecto a los EE UU ocurrió cuando Nasser desarrolló una política de agresión hacia Israel. De este modo surgió aquel tipo de gobierno dictatorial llamado “nasserismo”, concepto utilizado por la politología tradicional para designar a dictaduras militares que reúnen los siguientes requisitos: militarismo, estatismo, nacionalismo, pan-arabismo, laicismo, socialismo ideológico, y adhesión al imperio soviético. En lo económico se caracterizaron por un gigantomanía expresada en mega-proyectos industrialistas en el mejor estilo estaliniano, incluyendo deportaciones masivas y campos de concentración.
A esa especie dictatorial pertenecieron entre otros Sadam Hussein en Irak, Hafez el Assad en Siria, Zine El Abidene Ben Alí en Tunez, Muamar –al -Gadaffi en Libia, Alí Abdala Saleh en Yemen, Abedaliz Butefilka en Argelia, etc.
En síntesis, todas esas dictaduras eran, en términos políticos, hijas de la Guerra Fría y en términos económicos, hijas de la industria pesada. Hoy, en plena globalización, la mayoría de las dictaduras “arabistas” han sobrevivido pero sin las condiciones históricas que les dieron origen, es decir, se han vuelto anacrónicas. Conscientes de eso, algunas han experimentado ciertas mutaciones, pero sólo con el objetivo de permanecer en el poder. Por ejemplo, han realizado concesiones a quien durante mucho tiempo fuera su enemigo mortal: el islamismo radical. La dictadura egipcia fue más lejos aún: después de haber sido durante Nasser vanguardia regional en la lucha en contra de los EE UU e Israel, pasó a convertirse desde el periodo del predecesor de Mubarak, Anwar El- Sadat, en “el mejor nuevo amigo” de los EE UU e Israel. De más está decir que para los ciudadanos de las “naciones post-nasseristas”, más importante que los reacomodos geopolíticos de sus respectivos gobiernos ha sido la desmedida corrupción que ostentan, la ineficacia administrativa, los nepotismos y tendencias dinásticas y, sobre todo, la terrible represión ejercida en contra de opositores y disidentes.
Para poner un ejemplo, en la mayoría de esas naciones existen universidades bien dotadas desde donde egresan profesionales que después no logran insertarse en la vida económica y civil puesto que tanto la economía como la política están asfixiadas por un Estado burocrático y militar. Eso explica que estudiantes y jóvenes profesionales han sido, si no la vanguardia social, por lo menos el detonante de la actual revolución democrática y popular. En términos generales, aquello que desean, es liberar a la sociedad del peso del Estado. Podemos pues afirmar que una de las olas de la revolución democrática de nuestro tiempo ha llegado a las arenas árabes. No es frase literaria. Quiero simplemente remarcar que las diferentes revoluciones democráticas, incluyendo a las árabes, pueden ser consideradas desde una perspectiva macro-histórica, como momentos de una sola revolución, una que comenzó con la Declaración de los Derechos Humanos en los EE UU y Francia, o quizás antes, con la revolución parlamentaria inglesa (1642-1689).
Esa al menos era la idea de Tocqueville que desarrolló después Claude Lefort para mencionar la contradicción fundamental del siglo XX: la de totalitarismo – democracia (La Invención Democrática, Nueva Visión, Buenos Aires 1984)Al referirme a las olas de la revolución democrática estoy tomando, aunque sólo en parte, una propuesta de Samuel Hungtinton quien en su famoso libro “La Tercera ola”, nos habla de diferentes oleadas democráticas (Paidos, Madrid 1984).La imagen de las “olas” es excelente. Corresponde muy bien al modo como ha tenido lugar la expansión democrática en la era moderna. Sin embargo, Huntington, al imaginar la periodización en forma de olas, se refiere no a las revoluciones democráticas sino a los diferentes procesos de democratización que han tenido lugar, lo que es algo diferente.
De este modo, Hungtinton distingue tres grandes “olas democratizadoras”: (1828-1926; 1943-1962; 1974 .....)Ahora bien, la imagen de las “olas” puede ser extrapolada hacia las llamadas revoluciones democráticas. En ese sentido podríamos intentar una periodización algo diferente a la de Hungtinton; a saber, en lugar de tres, “clasificar” cinco grandes olas.
DANTON Y ROBESPIERRE |
La primera ola habría tenido lugar a partir de las dos revoluciones democráticas fundadoras de la modernidad política: la norteamericana de 1776 y la Francesa de 1789 cuyos influjos se expandieron de modo parcial a la España de las “Juntas” y aún más allá, hacia los países sudamericanos en donde la revolución fue independista, democrática en sus declaraciones, y antidemocrática en la práctica (hegemonía de ejércitos oligárquicos). Con Hungtinton es posible coincidir que a la primera ola democrática sucedió una fuerte contra-ola a la que aquí llamaré, la contrarrevolución totalitaria, la que en su forma fascista y nazi tuvo lugar en Turquía, Japón, Italia, y sobre todo Alemania; y en su forma comunista, en la URSS y los países que después ocupó. En ese sentido, tanto el fascismo y/o el nazismo como el comunismo, intentaron ser presentados por sus gestores como revoluciones, pero desde la perspectiva de la revolución democrática fueron las contrarrevoluciones más brutales que conoce la historia.
La segunda ola de la revolución democrática es posible localizarla en las revoluciones y democratizaciones que tuvieron lugar en Europa del Sur a mediados de los setenta del pasado siglo, particularmente en la Grecia de los coroneles, en el Portugal de Oliveira Salazar y en la España post-franquista.
La tercera ola tuvo lugar en las revoluciones democráticas de la URSS y de sus países satélites, sobre todo en Europa del Este y Central. A primera vista la revolución anticomunista fue iniciada a partir del ascenso de Michael Gorbachov al poder. Sin embargo, desde una perspectiva más amplia, esa revolución venía arrastrándose lentamente, comenzando en la sangrienta Hungría de 1956, en la Primavera de Praga de 1968, pero sobre todo en la Polonia de Solidarnosc. Como suele suceder, después de la revolución democrática ha seguido una ola si no contrarrevolucionaria, por lo menos, restauradora. El “putinismo” (de Putin) representa en gran medida la contra-ola restauradora. Por lo menos intenta restaurar una noción estatista de la política, un personalismo extremadamente autoritario, amén de amenazas expansionistas en contra de países que pertenecieron a la ex URSS.
En los países políticamente menos desarrollados de Europa del Este y Central (Bulgaria, Rumania, Albania e incluso Hungría) se observan fenómenos similares a la restauración “putinista”.
La cuarta ola de la revolución democrática tuvo lugar en Sudamérica a fines de los años ochenta, como consecuencia del descenso de los gobiernos militares, particularmente en el Cono Sur.
Por último, la quinta ola de la revolución democrática es la que en estos días está ocurriendo en el mundo árabe. Y pese a que estamos sólo presenciando sus momentos iniciales, ya asoman algunas de sus características principales. Una de ellas es que no se trata de revoluciones típicamente “clasistas”. Si bien fueron iniciadas por estudiantes y profesionales, han sido asumidas por sectores de “clase media”, por obreros y por campesinos. Esto es, se trata de auténticas revoluciones populares. Quizás por la misma razón no pueden ser clasificadas como de “izquierda” o de “derecha”.
Al igual que todas las verdaderas revoluciones rompen los esquemas políticos en uso. Tampoco siguen la directriz de una oposición establecida. Por el contrario, esa oposición sometida a permanentes fraudes electorales, se ha visto obligada a ponerse detrás de un movimiento con el cual nunca contaron.
Ha sido dicho que se trata de revoluciones que sin Internet y teléfonos móviles no hubieran sido posibles. Esa es una exageración. Cuando un pueblo comienza a comunicarse consigo, siempre encontrará medios apropiados para organizarse. En las primeras revoluciones fueron el periódico clandestino, el pasquín, el volante y el panfleto pegado en las paredes. Después hubo revoluciones radiales. Las de Europa del Este fueron televisivas. Las de ahora son, naturalmente, digitales. Lo importante es que siempre han sido mayoritarias y multitudinarias y, mientras más lo son, menor ha sido su grado de violencia. Hecho muy interesante.
La característica más decisiva de las revoluciones árabes reside, sin embargo, en que ellas representan una “tercera fuerza”. ¿Qué quiero decir con eso? Algo ya evidente: ellas están situadas más allá de esa contradicción que aparecía como fundamental, contradicción representada en la falsa alternativa: “o dictadura militar o dictadura islamista”. Los propios dictadores se encargaban de divulgar esa falsa alternativa como si fuera la única posible. Gracias a ella, chantajeaban al gobierno de los EE UU y a los gobiernos europeos. “O nos apoyan, o la gente que sigue a Bin Laden se tomará el poder”.
Todavía hay escépticos que piensan que después de la revolución democrática los islamistas llegarán al poder en los países árabes. En el fondo siguen el pre-juicio, en cierto modo racista, de que los pueblos árabes y musulmanes están incapacitados para el ejercicio de la democracia. El trauma de la “revolución de los Ayatolah” todavía persigue a muchos políticos occidentales. Pero la diferencia es muy grande, y hay que considerarla. Aparte de que en los países árabes no existe un clero islámico como en Irán, ninguna de las revoluciones que hoy tienen lugar asume formas religiosas. Ni siquiera son anti-modernas, ni mucho menos anti-occidentales, como desde el primer momento se presentó, sin tapujos, la revolución iraní (y hasta ahora no ha sido quemada ninguna bandera estadounidense; hecho inédito en la región) La población musulmana participa en el proceso revolucionario y es lógico, natural y necesario que así sea. Lo más probable es que el “Islam político” deberá tener representación en la reorganización de esos países, lugar que le corresponde históricamente. Entre los creyentes islámicos y quienes siguen el islamismo como ideología, hay muchas diferencias. El occidente político, sobre todo el gobierno de los EE UU, está llamado a tender puentes hacia los nuevos escenarios políticos que surgirán de la revolución, sea cuales sean. Nunca hay que olvidar, en ese sentido, que democratización y pacificación son dos procesos que marchan casi siempre juntos.
El antiguo ideal kantiano relativo a que en un orden mundial republicano no puede haber guerras, no ha perdido vigencia (Kant entendía por república algo muy parecido a lo que hoy se entiende bajo el concepto de “democracia institucional”) Por lo menos sabemos que nunca, o casi nunca, ha habido guerra entre dos naciones democráticas. Luego, mientras más avanza la ola democrática, mayores serán las posibilidades de establecer relaciones, si no de paz, por lo menos de cierta convivencia, en esa tan compleja y tan importante región del mundo. Al fin y al cabo, nunca las dictaduras serán garantía de paz. En ninguna parte.
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