El excesivo valor que se le asigna a la discusión de los protagonistas de la política, evita que nos dediquemos a discutir ideas. A veces pienso que es parte de una estrategia, mientras analizamos si tal o cual funcionario, dirigente, político hace lo correcto, se corrompe o será parte de la grilla electoral próxima, nuestras ideas, las ideas de la política tradicional no se discuten. Tal vez debamos ser mas autocríticos. Nos gobiernan ideas y no hombres. Los protagonistas son meros implementadores de ideas ajenas que le imprimen alguna mínima impronta personal.
Es notable como el debate político prefiere inclinarse por lo doméstico. Es como que el protagonismo de los nombres, de los hombres, ocupara el centro de la escena y las ideas pasaran a aun absoluto segundo plano.
La sociedad parece preferir escudriñar en las vidas de los personajes de la política, encontrar sus defectos, flaquezas y debilidades, para terminar ocupándose de ello como si se tratara de una revista de la farándula, de un programa televisivo de espectáculos, de un reality contemoraneo.
En realidad, sería bueno comprender que no nos gobiernan los políticos, sino sus ideas. Ellos son solo intermediarios circunstanciales en este juego de ejecutar las demandas de la comunidad. Es mas, si intentáramos ir un poco mas allá, deberíamos decir que mandan las ideas de la gente, de la sociedad toda, que luego son percibidas e interpretadas por el costado populista de la política, ese que no respeta su propia visión, sino que convierte deseos ajenos en principios para luego transformarlos en consignas partidarias.
Sin embargo existe una paranoica tendencia que hace enfocarnos en los políticos más de la cuenta, por arriba de lo necesario. Y no es que no importe su comportamiento personal, sus patrones morales y hasta sus permanentes muestras de ausencia de valores, de principios abandonados frente a cada decisión. Importan, pero no son más trascendentes que sus ideas, que los paradigmas que sostienen su accionar, que ese cúmulo de contradicciones que los trajo hasta el poder y que ejercitan a diario.
Muchas veces, se nos reclama a quienes hemos tomado la decisión de expresar públicamente lo que pensamos, que denunciemos hechos de corrupción, que demos nombres y apellidos para desenmascarar a los peores, para que queden en evidencia, al descubierto, para que la sociedad sepa, deje de suponer y tenga mas precisiones, mas certezas.
En realidad aquel mecanismo es válido, pero claramente insuficiente, y en buena medida solo actúa como un mecanismo cómplice, funcional al sistema. Nos hace creer que el problema son os hombres, y nos distrae del objetivo principal. Cuando toda la atención se concentra en hechos puntuales, cuando todo el debate político ronda lo anecdótico y lo superficial, se deja de lado lo importante, lo relevante, lo significativo.
La corrupción no cae derrotada cuando los corruptos son individualizados, ni siquiera cuando se los encarcela, sino cuando se modifican las condiciones estructurales que la originan, que la posibilitan, que la hacen reiterativa y una de las pandemias de este tiempo. No se trata de detectar a ciertos seres humanos tomados en forma aislada. Ellos solo actúan de acuerdo a sus pautas morales, pero fundamentalmente a un sistema que les permite, que los invita a diario, que los incentiva a cruzar la línea. Los sistemas deben ser a prueba de corruptos, y no frágiles esquemas que caen fácil presa de cualquier improvisado con algunas pocas luces y menos convicciones.
Lo mismo ocurre con las decisiones de la política. No se trata de gente más o menos hábil, más o menos talentosa, es más simple, mucho más simple. Se trata de ideas correctas, o de ausencia de ellas, de paradigmas adecuados o de parámetros equivocados.
Las sociedades que evolucionan son las que eligieron los preceptos correctos, las que se rigen por una escala de valores apropiada y cuyos sistemas están preparados para resistir a la peor calaña de individuos en el poder con mecanismos de contrapeso, con poderes limitados y con control ciudadano eficiente.
Habrá que dejar de enroscarse en esto de los nombres. Los seres humanos de modo individual somos circunstanciales en esta historia. No nos gobiernan personas, en todo caso ellas, le imprimen su impronta, algún atributo adicional, cierto talento especial, inclusive lo peor de si mismas.
Pero a no confundirse, las decisiones políticas responden al sistema de ideas a las que adhiere la partidocracia, y las más de las veces, a la demagógica forma con la que la política prefiere interpretar la visión de la comunidad.
A no caer en el juego que nos proponen los ingenuos y los picaros. Unos por prestarse a la simplificación manifiesta de atribuir las malas ideas a solo imperfectos ejecutores, y los otros por empujarnos al abismo de hacernos creer que no hemos elegido malas ideas sino solo inadecuados intérpretes para así seguir insistiendo hasta el infinito en la búsqueda ilimitada de talentosos, cuando en realidad se trata de seguir adorando consignas equivocadas.
Pese a la reiterada actitud de muchos, de hacer nombres, de ponerle apellidos a los dichos, habrá que decir que tal vez sea preferible no entrar en la dinámica de evadir responsabilidades, de mirar a otro lado, de hacerse los distraídos indefinidamente.
Después de todo hacer nombres, denunciar culpables, señalar protagonistas cotidianos es tarea simple. Lo complejo es identificar las ideas erróneas, y mucho mas aun animarse a cambiarlas por las correctas y pagar el necesario precio que cualquier decisión responsable implica.
Por compulsiva que parezca la inercia que proponen muchos, tal vez sea tiempo de mirar lo importante, revisar nuestras ideas, las visiones propias y dejar de lado la tramposa manía, la candorosa obsesión de concentrarnos en los nombres.
Alberto Medina Méndez
amedinamendez@gmail.com
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