Que la destrucción de las relaciones de producción va a originar la liberación de las fuerzas productivas, es una de las falacias más refutadas en la práctica y más repetidas en teoría por todos los socialismos que en el mundo han sido.
Todavía hoy, ya en pleno siglo XXI, se sigue predicando que de la destrucción de un modo de organización social de la producción económica va a salir algo, no digamos superior, cuando es de toda evidencia que de la demolición no sale nada, como no sean escombros.
En las postrimerías de la guerra civil rusa, en 1921, la Nueva Política Económica de Lenin no fue otra cosa que un paso atrás para tomar impulso, permitiéndole a la iniciativa privada que produjera lo que se le iba a expoliar casi de inmediato, en 1928, con la colectivización forzosa del agro, ejecutada por el padrecito Stalin.
Resulta trágico que una vez expropiados “los ricos Kulaks” frente a los comisarios del pueblo no emergieron unas fuerzas productivas liberadas a plenitud, haciendo nadar en la abundancia a la patria socialista, sino más bien una masa de campesinos perplejos, desorientados, sin dirección.
Asimismo, los que hasta el momento eran sólo “enemigos de clase” rápidamente pasaron a saboteadores y francos contrarrevolucionarios cuando prefirieron matar sus animales y quemar los graneros antes que entregarlos gratuitamente a los comunistas.
La historia por harto conocida no significa que no pueda repetirse, como ha sido en Europa, Asia, África, sin distinción de raza o credo, desde Camboya a Cuba, dando siempre el mismo resultado. ¿Por qué los socialistas insisten en lo mismo?
La respuesta fácil es “por el poder”, porque el socialismo se lleva su buen medio siglo en estrellarse y mientras tanto la nomenklatura disfruta de un poder ilimitado, se sacia en la venganza contra todo lo que saben que es superior y ¿quién quita si después, aunque caigan, no sigan usufructuando los despojos, como ocurre en la Rusia de Putin?
El destino de la casta militar y policial cubana no está cantado y no puede preverse su suerte para cuando decidan enterrar a la dinastía de los Castro. Cuentan con que no habrá justicia y que todo será olvidado. Creer en una justicia final y en la reivindicación de las victimas es una ilusión más bien religiosa que los comunistas, al prescindir de Dios, no tienen por qué conservar.
Si se elimina el “temor de Dios”, entonces todo es posible. No solo hacer el Mal, sino regodearse en el Mal que se inflige al prójimo. Se puede predicar el odio, la mentira y la muerte como principios de una antireligión diabólica.
Lenin utilizó el modelo de la Iglesia para organizar su partido comunista, mientras la convertía en su contrafigura llamándola “el partido de la Iglesia”. Creó su propio Vaticano en el Kremlin y su santo sepulcro, consigo mismo como centro místico.
La luz contra las tinieblas, el ejército blanco contra el ejército rojo, el espíritu contra la materia, Lenin siempre optó por los segundos. Para él la verdad no existe, sólo es verdad lo que favorezca a la revolución. La moral, es un prejuicio de clase, maleable según la conveniencia.
Se puede calumniar conscientemente a los enemigos, porque es una necesidad de la lucha política; pero también a los amigos, cuando se colocan “objetivamente” del lado enemigo.
Los “principios” de Lenin, como los del Che Guevara, no pueden ventilarse en público porque apestan. Son intrínsecamente perversos, repugnan a la conciencia de cualquier persona normal.
La nueva Rusia echó al cesto de basura la bandera roja, el ridículo escudo de la hoz y el martillo, la burda denominación “República Socialista Soviética”; sólo conservó el himno nacional con el triste argumento que esgrimió Putin, de que no podía concebir que sus abuelos hubieran muerto en vano.
Le quedó mucho peor: ¿Entonces quiere decir que lo hicieron por una melodía? En verdad, a eso se reduce el socialismo, a cantos de sirena.
PSEUDOLEGISLACIÓN
Si algo puede decirse de esta diarrea legislativa de fin de año, sin temor a equivocarse, es que no tiene nada de “marxista”. Para el marxismo el Derecho es un epifenómeno de la estructura económica, la base material sobre la que se edifica la superestructura de la sociedad, principalmente el Estado.
De manera que esto sería comenzar la casa por el techo, redactar el armisticio antes de la guerra, postular la creencia de que la sociedad se puede transformar mediante leyes que resultan antitéticas de la realidad material.
Con lo cual se reafirma una vieja tradición que asola nuestras tierras desde la conquista y que se resume en aquella consigna enarbolada contra las Leyes de Indias: “Se acatan pero no se cumplen”.
Es una exacerbación delirante del no menos viejo problema del “formalismo jurídico”, que nos hace ser tan prolijos en leyes como en artes para eludirlas. Venezuela es con toda probabilidad el país con más leyes en contraste con el menor índice de cumplimiento.
Hace tiempo se ha determinado que nuestro problema no son las leyes sino cómo lograr una mayor interiorización de parte del público, esto es, una mejor cultura jurídica; pero el ejemplo que nos viene de arriba es deplorable. El primero en hacer de la constitución y las leyes un estropajo indigno del menor respeto es el mismo gobierno.
Partiendo del principio revolucionario de que las leyes, los procesos legislativos y judiciales son “una farsa de los ricos para engañar a los pobres”, los han convertido efectivamente en eso, en una farsa, que en vez de garantizar derechos lo que pretenden es abolirlos, dejando al ciudadano inerme ante la arbitrariedad.
El resultado es esta batahola de leyes que ni siquiera tienen la mínima apariencia de legalidad y sentencias que violan los más elementales principios interpretativos, como la del proceso a diputados que no sólo invierte el principio in dubio pro reo, sino que deroga el de la soberanía popular.
Se sabe a dónde apunta esta estrategia política. En Venezuela el índice de formalidad es extremadamente bajo, la mayoría de la población está fuera del sistema jurídico; lo que se persigue con las nuevas leyes es poner al sector formalizado “fuera de la ley” para justificar la represión y el uso de la violencia, que el régimen discrimina políticamente.
Sólo caerán los funcionarios públicos y los empresarios formales que quiera el régimen; el resto de los ciudadanos no podrá sino aguzar los mecanismos de elusión legal, con lo cual sólo crecerá la informalidad, como el mercado negro.
Finalmente, se manifiesta una paradójica prepotencia impotente: incapaz de resolver problemas, el régimen pretende que otros lo hagan coactivamente, obligados por leyes ilegales.
Doble paradoja es utilizar la forma de la ley para abolir el principio de legalidad.
PSEUDOPOSICIÓN
La que resulta embarazosa es la situación desairada de la llamada “oposición” a la que dejan sin silla y sin escritorio antes de asumir el cargo, sólo por un afán de humillar, porque, bien vista la cosa, este país funcionaría igual sin Asamblea Nacional, como ya se ha demostrado suficientemente.
No se necesita ser constitucionalista, ni siquiera abogado, para darse cuenta de que una Ley Habilitante no puede motivarse por causa de las lluvias, porque no es una legislación de emergencia, que procede en caso de catástrofes naturales o calamidades públicas reguladas en el capítulo relativo a los estados de excepción que, de paso, se resuelven en treinta días, no en doce o dieciocho meses, período que tampoco se encuentra en el texto constitucional.
La Constitución de 1961 restringía la habilitación a materia económica y financiera; la actual eliminó esa restricción, pero conservó el plazo, por aquello de delegatus delegare non potest. Se supone que los diputados reciben una delegación del pueblo, por lo que no pueden a su vez delegarla.
Eliminada la doble restricción, por la materia y el tiempo, todo queda convertido en una charada, al extremo de que la Asamblea delega poderes que a ella misma no le han sido delegados por el pueblo, de manera que ceden lo que no tienen.
Si esto no fuera suficientemente patético, más lastimosas aún son las defensas opuestas, que son como para decir: “Compadre, no me defienda más”. Cada aparente objeción entraña de fondo una peor convalidación.
Dicen que la Asamblea Nacional no puede dictar leyes atropelladamente como lo está haciendo porque le quedan quince días de ejercicio. O sea, que antes sí podía hacerlo, con pleno derecho. Una asamblea espuria, “elegida” con un 80% de abstención en el 2005, representante sólo del régimen, según la “oposición” podía dictar leyes legítimamente.
Esto ha servido para desempolvar el otro argumento completamente criminal de que la oposición “decidió” no presentarse en las elecciones de 2005 y por tanto es responsable de que la asamblea sea roja rojita. Olvidando, claro está, el fraude descomunal del referendo revocatorio de 2004, que se convirtió en “confirmatorio” por obra y gracia del TSJ, porque esa figura ni siquiera existe en la Constitución.
Argumento criminal porque exculpa al régimen de toda responsabilidad en este fraude no solo a la Constitución sino a la misma teoría constitucional, según la cual, la representatividad tiene por objeto que “obedeciendo la ley, el ciudadano no se obedece sino a sí mismo, permaneciendo tan libre como antes”. Fuera de toda discusión: una asamblea no representativa, no puede ser nacional, ni legislativa.
Los que usan este argumento no solo tergiversan la realidad histórica (quienes no nos presentamos fuimos los electores defraudados en el referéndum, la oposición no pudo hacer otra cosa y si hubieran ido a esas elecciones se hubieran quedado solos, como Julio Borges) sino que ignoran el fundamento del poder legislativo, la teoría y práctica constitucional, la letra y espíritu de ésta y cualquier constitución.
Uno salta por aquí y dice que si el “presidente” ejerce con esa ley habilitante se convertiría en usurpador, eso sí, sólo después del 5 de enero de 2011; antes no lo era, ni lo ha sido nunca.
Otro salta por allá a reivindicar la nueva asamblea nacional, que según ellos fue elegida “democráticamente”, que es la pura expresión del pueblo, es decir, la voz del CNE es la voz de Dios. Se quejan, nada menos que ante la OEA, de la creación de un “estado paralelo”, con once años de atraso y sin reivindicar para nada a quienes lo han venido denunciando desde el principio, sin que nadie escuche.
Para terminar, el gurú de la oposición colaboracionista y traidora proclama que se “ha comenzado a recorrer, ahora sí, el camino de la dictadura”. Tómese nota de las palabras: “comenzado”, “ahora sí” (nunca antes), el “camino”, que puede ser muy largo, etcétera.
En otro tiempo esto se llamó “fariseísmo”; pero hoy francamente es otro crimen y, dadas las circunstancias, de lesa humanidad.
Luis Marin
lumarinre@gmail.com
Luis Marín
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