La frase del título se ajusta a unos de los pilares centrales del conocido Método Harvard, al que muchos consideran la más moderna de las teorías de la negociación. Para ver mejor la imagen pulse sobre ella.
El error contemporáneo es imaginar que esa máxima sólo se aplica para negociar en grandes enfrentamientos internacionales cuando, en realidad, tiene más que ver con una filosofía de vida, una forma de conducirse en la rutina cotidiana.
Aún hoy muchos siguen suponiendo que, al adversario, no hay que confrontarlo en sus ideas, sino destruirlo, agredirlo, lastimarlo, humillarlo, dañarlo en lo más bajo. Lo vemos en la discusión política, pero también en la disputa en el club, en la relación de pareja, con amigos, clientes, proveedores y hasta entre vecinos del mismo barrio.
Es la dinámica que parece proponernos nuestra caduca formación rudimentaria, que nos pretende empujar a enemistarnos de modo personal con aquel que no comparte nuestras miradas en cualquier contexto.
Nuestro enojo, la ira, el descontrol, los exabruptos, sólo marcan distancias en el modo de ver las cosas, pero lejos están de contribuir a la resolución del problema, a encauzar las soluciones, a buscar los caminos alternativos. Son los acuerdos, las aproximaciones hacia un sendero común lo que nos otorga la posibilidad de abordar el dilema de fondo con alguna probabilidad de éxito.
La energía invertida en levantar la voz, montar en cólera, pensar en la próxima frase que conteste el pensamiento ajeno, además de resultar inconducente, enfermiza y destructiva, nos contamina, destruye al emisor, tanto o más que al receptor. Se equivoca el camino, cuando el desenfreno le gana a la racionalidad, cuando la compulsión por imponer supera al complejo desafío de la construcción del acuerdo.
En definitiva, no se trata de enojarse con el circunstancial interlocutor de turno, cuando en realidad lo que corresponde es enfrentar el problema, y administrar esas energías en resolver lo que nos trajo a la hipótesis del conflicto.
No importa cuán trascendente o superficial sea el obstáculo. Si la idea es utilizarlo como excusa para enfrentarnos a otro, es sólo eso, un excelente puente para justificar nuestro profundo interés en pulsear con el oponente, al que consideramos nuestro enemigo.
Un viejo refrán que se utiliza en el boxeo nos recuerda que, “cuando uno no quiere, dos no pelean”. En esto de luchar, no hay buenos ni malos, en todo caso, ciertos protagonistas suelen ser más susceptibles que otros, pero necesariamente alguno termina siendo funcional a la confrontación, aunque parezca involuntario su accionar.
Sumar argumentos históricos, filosóficos y hasta ideológicos, nutre en la medida que esos aportes orienten en la búsqueda de acuerdos, de soluciones consensuadas. Si sólo se trata de torcerle el brazo al que tenemos enfrente, de destruirlo en el combate, todo terminará predeciblemente con gente lastimada en su orgullo, crispada, ofendida, pero el intríngulis permanecerá allí, intacto, indemne, ileso, incólume y con los eventuales vencidos con una peculiar y creciente sed de revancha.
El ocasional triunfador de la disputa, orgulloso de su victoria, gozará de la caída ajena. El vencido, por el contrario, estará concentrado buscando la oportunidad de compensar su fracaso para alcanzar un triunfo que le devuelva la cuota de dignidad perdida.
La disyuntiva esencial, mientras tanto, reposará cómodamente sabiendo que los que discuten, los que eventualmente podrían dedicarse a resolverlo todo, están muy ocupados en destratarse, y no tienen tiempo para explorar soluciones alternativas a lo que, se supone, los convocó a la discusión.
Como para que quede claro, vale la pena repetirlo, pasa en la política, pero también en la familia, con los amigos, los miembros de la vecindad y en casi cualquier ámbito de la comunidad. Tal vez podamos ensayar una fórmula menos habitual. Dejemos de atacarnos entre los individuos. En todo caso, tratemos mal al problema, seamos duros con él, destilemos toda nuestra ira hacia la cuestión de fondo y sus indeseables consecuencias.
Es el dilema y no los que deben solucionarlo el que merece nuestro desprecio, pero al mismo tiempo nuestra positiva actitud para intervenir en él. Estar concentrado en la disputa personal sólo nos resta fuerzas, las mismas que después no encontramos a la hora de construir.
La propuesta es de manual, está largamente escrita y dista de ser un secreto. Intentemos deponer esa permanente actitud bélica, que nos aleja invariablemente de la solución. Los que están concentrados en que no encontremos el núcleo central, saben que el “divide y reinarás” les resulta más que conveniente, y se ocupan de enfrentarnos con esmero y efectividad. Es probable que debamos reflexionar y ser más astutos en nuestro accionar, para no jugar el partido que nos proponen los que se benefician con la dilación infinita de los temas pendientes. Si empezamos a transitar el recorrido que nos plantea la opción de ser más “duro con el problema y blando con las personas”, tal vez tengamos una mejor chance para ir avanzando. Eso supone una alta dosis de autocontrol para resistir la tentación de la contienda y para enfocarse en los objetivos principales. En definitiva, requiere de grandeza e inteligencia, un recurso que parece escasear en estos tiempos.
amedinamendez@gmail.com
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