Ayer fui atendido, con una amabilidad poco común, por una de las cajeras del banco ‘X’ donde tengo mis menguadas cuentas, el mismo en el que suelo cobrar mi pensión de vejez del Seguro Social venezolano. Es una atractiva joven de tez blanquísima y de unos ojos azules transparentes, casi grises, que delatan su antepasado nórdico, un ascendente que literalmente desaparece cuando se despide de mí con un maracuchísimo voceo.
Días antes, el corpulento mecánico que repara mi cacharrito desde que se comenzó a averiar semanalmente (hace ya como diez años), me sorprendió llevándomelo hasta mi casa, reparado y limpiecito ¡Irreconocible! Vino acompañado con el asistente más antiguo de su taller, quien amablemente retiró con un trapo, casi tan ‘usado’ como su overol, las huellas que sus dedos dejaron en la puerta.
Y no fue sino hasta la semana pasada que me enteré que el hijo menor de mi vecina, una tenaz luchadora social que levantó a sus cuatro muchachos como madre soltera, recibió un reconocimiento como el mejor alumno de los últimos años de la E.T.M. la prestigiosa escuela teatral municipal de Maracaibo.
Las tres historias tienen un denominador común exógeno a mí: Los tres protagonistas son homosexuales. ¿Qué los hace diferentes ante nuestra sociedad? ¿Por qué sus preferencias sexuales son tan notoriamente rechazadas aún en este incipiente Siglo XXI? ¿Dónde está escrito el anatema que los condena a vivir una ‘doble vida’ como resultado de un terrible rechazo social?
Para responderme con total honestidad debo volver la vista hacia mi pasado y fijarla en el macro ambiente social de la sociedad donde nací y viví hasta los 17 años: La cultura social norteamericana, una sociedad segregacionista, conservadora y pacata, pero con un Martin Luther King vigoroso, marchando en Washington por los derechos de las minorías ‘de color’. Época de euforias políticas y militares estadounidenses post Segunda Guerra Mundial, que para nada presagiaban la debacle, también política pero fundamentalmente militar, que sufriría el U.S.A. Army y el gobierno norteamericano pocos años más tarde en Vietnam. Nací en Washington D.C. y me crié en Maryland durante aquellos días de los ‘malasangrosos’ letreritos ‘No color people and no dogs’ y aunque mi madre era una mujer rubia, de complexión y apariencia similar a la cajera del banco ‘X’, mi padre era de origen latino, venezolano y militar para más señas, portador de una carga cultural machista y homofóbica que entonces era bien vista en aquella sociedad norteamericana pero también en el contexto social latinoamericano, desde el Río Grande hasta La Patagonia.
Las preferencias homosexuales son tan notoriamente rechazadas porque la sociedad impone a sus ciudadanos desde la más tierna infancia, valores éticos y morales homofóbicos, a través de los parámetros matrizados desde la formación familiar y educacional, con los que se estimula esa oprobiosa diferencia, a través de un sistemático plan de aprendizaje cultural en el que determinados roles y papeles de comportamiento que son estrictamente atribuidos a sus miembros, incluso desde antes de nacer. Se trata de una diferencia tan oprobiosa como lo fue en su momento la segregación social por el color de la piel, o las otras segregaciones que la humanidad ha padecido porque un grupo comulgue con una Fe distinta al canon religioso ‘oficial’, o porque un determinado origen o raza –presuntamente ‘puros’- determine una jerarquización entre los elegidos de una presunta raza superior y los demás, considerados como ciudadanos de segunda categoría.
Esa injusta diferencia se sustenta en el falso escrúpulo moral que ha difundido la sociedad occidental, acompañada y perfeccionada perversamente con la visión fundamentalista de las religiones monoteístas que anatemizan y castigan a la homosexualidad, pero también por quienes, como el que escribe, aún vemos con el entrecejo fruncido las demostraciones públicas de afecto entre personas del mismo sexo. Todos, homosexuales y heterosexuales, somos las víctimas de los procesos de esa socialización cultural, y aunque no podamos revertir la matrización social que nos estigmatiza, somos los heterosexuales quienes tenemos la obligación histórica y moral, aún por encima de nuestros prejuicios, de desarrollar y estimular tolerancia y comprensión hacia cualquier manifestación de diversidad cultural, como un esfuerzo sincero de nuestra parte hacia unas personas tan iguales en virtudes y defectos a cualquier ser humano.
Si con nuestro silencio y nuestra conducta continuamos respaldando la segregación social a un grupo de nuestros semejantes por su preferencia sexual... Si permitimos que nuestros prejuicios culturales se impongan a la razón entonces estaremos fomentando el castigo a la diversidad, en este caso por preferencias sexuales, pero que mañana puede ser por otros motivos baladíes, como la segregación a los zurdos, a los incapacitados o ¿Por qué no? A los que no respondamos a un determinado patrón estético. El silencio y los prejuicios culturales son la cerradura y la llave que le cierra las puertas a una hermosa cajera de banco, a un fornido mecánico automotriz y a una promesa teatral, porque paradójicamente son los mismos instrumentos que abren una ventana hacia el más oscuro y vergonzoso pasado de la humanidad.
Por mi parte, y a contrapelo de mi carga cultural, estoy haciendo el esfuerzo sincero por no arrugar más el entrecejo al observar a un hombre o a una mujer manifestar públicamente su afecto a otro de su mismo sexo. No es fácil a mi edad pero es necesario para estimular la tolerancia y la comprensión. Y tú, respetado lector ¿Cómo enfrentas este conflicto cultural que plantea la diversidad de género?
andresmorenoarreche@gmail.com
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