Tengo la impresión de que entre Uribe y Santos hay un acuerdo que más bien luce sorprendente, dado que sus políticas en lo inmediato pudieran tener diferentes motivaciones. Uribe parece temer que el diálogo entre Venezuela y Colombia se edifique sobre la premisa de sacrificar las pruebas que ha presentado al mundo. En tanto que Santos, deseoso de limpiar de abrojos su próxima gestión, enfatiza la normalización de relaciones con Venezuela y Ecuador.
La esperanza de la anhelada reconciliación había sometido a una especie de vacatio legis la acusación que Uribe haría contra Chávez en la Corte Penal Internacional. El presidente Pastrana pregunta: ¿Por qué un material retenido durante años es presentado precisamente ahora? ¿Se trata de un saboteo a la iniciativa de Santos?
Como esa sería una interpretación demasiado simple; o, en el lenguaje pugilístico, ``un golpe telegrafiado'', vale preguntarse más bien por qué después de la explosiva acusación, Santos y Uribe recurren al lenguaje de la fotografía: se muestran juntos, alabándose recíprocamente. La respuesta se aprecia en el sutil cambio en la fórmula de diálogo presentada por Santos. Un cambio casi al día siguiente de las declaraciones del ministro de la defensa Gabriel Silva, documentando las que había anticipado Uribe. Si al principio el diálogo sería genérico, la agenda actualizada de Santos ha colocado en el centro de la reconciliación el tema de los campamentos guerrilleros que se multiplican en el presunto santuario venezolano, y las actividades de Iván Márquez, Timochenko, Rodrigo Granda, Grannobles y el líder del ELN Marín Guerín, alias Pablito.
¿Qué debemos pensar los partidarios de la paz de este complejo problema del que depende el reencuentro de países malavenidos?
Aunque a algunos les cueste admitirlo, hay un carozo de verdad o ``hueso de la fruta'', en los temores de Uribe. Si el diálogo no resuelve el ítem de los santuarios, las pruebas de Uribe podrían terminar en el cesto de los papeles, porque así lo exija la noble causa de la paz. Pero si así ocurre, un manto de ``legalidad'' protegería las actividades de los irregulares. El gobierno asediado por ellos sacrificaría las armas de que dispone para defenderse, vale decir: renunciaría a documentos probatorios, sin resolver --antes bien, consolidando-- al enemigo que urde planes conpirativos desde la ``güarimba'' fronteriza.
Santos --némesis de las FARC y el ELN-- seguramente comparte esa línea, que desplaza el problema hacia Venezuela. Si Chávez necesitara la reconciliación tanto como aparentemente desea Colombia, tendría que disponer el levantamiento de los campamentos y, si no la deportación de los líderes guerrilleros, cuando menos una afectuosa invitación a que abandonen el país.
La abrumadora victoria electoral de Santos, después de las operaciones Jaque, Fénix y Camaleón, y de la unificación del lenguaje de todo el arco político contra el terrorismo farista, alejó seguramente para siempre la posibilidad de que el ALBA o el presidente Chávez pudieran ser árbitros o al menos amigables componedores de las realidades colombianas. Sobre todo por eso no sería demasiado cándido pensar que Chávez pueda haber descubierto que la reconciliación quizá lo beneficie, y no poco. Sería de entrada un escudo contra la reversión de la ola cuando se aproximan las elecciones venezolanas, en medio del horror de esa alegoría denominada Pedeval, mejor conocida con el nombre de Pudreval. De semejante pozo sin fondo de corrupción emanaron corrientes de lava hirviente, reveladoras de la perversión moral envuelta en las ingentes toneladas de comida descompuesta que enriquecen los bolsillos de la corrupción.
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