Convivimos a diario con personajes que razonan de un modo muy especial. Adhieren a ciertos liderazgos mesiánicos y una vez que el caudillo los ha cautivado, empiezan un interminable recorrido, que se inicia con el tibio elogio, para pasar luego a la defensa irracional, culminando con la más patética justificación ciega a cualquier decisión o acontecimiento que involucra al cabecilla de turno.
Es notable como gente que dice defender valores como transparencia, democracia, república, derechos humanos, propiedad, vida o libertad, termina avalando las más temerarias y disparatadas decisiones de su circunstancial jefe.
Las más de las veces, se trata, de gente inteligente, con profunda formación, con amplia cultura general, que goza de cierto prestigio que lo vincula con la intelectualidad. Algunos, en ese proceso pierden el sentido de lo correcto frente a lo incorrecto, del bien, respecto del mal, de lo aceptable y lo reprochable.
Idénticos actos o discrecionales determinaciones, serian rechazados de plano si fuera otro el ocasional implementador. Es que sus simpatías le juegan una mala pasada y le hacen descuidar el deseable sano equilibrio, imprescindible para juzgar los sucesos.
Hechos de corrupción, silenciamiento a los que piensan diferente, abusos de autoridad, prepotencia, abandono institucional, persecución ideológica, desbordada agresión, son solo lugares comunes de la larga lista de esa secuencia que forma parte de la nómina de actos que merecen ser repudiados, y sin embargo se respaldan de la mano de retorcidos argumentos que le den soporte al desatinado aval.
Tal vez sea un mero reflejo de la clásica estrategia de confrontación de los demagogos populistas. Aprueban todo, porque en realidad tienen claridad respecto de lo que no quieren, más que sobre lo que realmente desean. Tienen enemigos comunes, y eso hace que pierdan de vista lo éticamente adecuado. Lo importante es oponerse al contrincante elegido. Será una nación extranjera o una religión, algún sector social o tal vez ciertos intereses económicos. No es relevante, solo se trata de buscar un motivo para sumar odios que ayuden a cohesionar fuerzas para una batalla específica.
El líder populista lo sabe, conoce las reglas sociológicas con las que se mueven ciertos individuos. Ellos no precisan consentir una idea necesariamente, les alcanza con identificar enemigos y obtener adhesiones por contraposición, por contraste. La individualización de un rival común simplifica los razonamientos y coloca en fila a todos los que combaten a ese enemigo.
Existe un peligroso reduccionismo casi deportivo, que tiene que ver con cierta necesidad de sentirse identificado plenamente con alguien, con sus ideas y visión. Se asemeja y mucho a la pasional actitud de quien ha decidido hacerse fanático de un equipo, funcionando entonces esa lógica de idéntico modo. Arengar al equipo propio implica eso, alentarlo, festejarle los éxitos y rivalizar con el clásico oponente de siempre. No importa quien juega mejor, ni quien merece ganar las competencias. Lo importante es derrotar al adversario, de cualquier modo, apelando a argucias y hasta celebrar cuando es sometido por otro rival. Esa dinámica tan propia de la disputa deportiva, se termina trasladando, casi absurdamente y en forma lineal, a la política.
Es que un ciudadano con sentido de la libertad, puede adherir a una idea, comulgar con alguna decisión y al mismo tiempo rechazar otras hasta aborrecerlas. De eso se trata, de mantener la imparcialidad, la reflexiva actitud respecto de los hechos, esa que nos otorga racionalidad, sentido común y nos evita el improductivo involucramiento que hace perder el contacto con el mundo real y obnubila la perspectiva.
A estas alturas, es inadmisible que un mortal, en sus cabales, inteligente, con la preparación que le brindan los años de estudio transcurridos o el acceso a la educación que le fue posible, admita con naturalidad que es razonable firmar cheques en blanco a su líder. No parece lógico, ni atendible de modo alguno hacerlo con nadie.
Los seres humanos somos esencialmente imperfectos, y por tanto acertamos y nos equivocamos. Hacemos lo correcto y también lo incorrecto, pero perder la dimensión de lo que está bien o lo que está mal, nos aleja de nuestro mayor rasgo. Equivocarnos, implica una posibilidad concreta en lo cotidiano, pero la capacidad de visualizar el error, para luego corregirlo, es parte también central de nuestra naturaleza.
Es allí donde nos cuesta entender como tantos han cedido a las luces del poder. Se puede entender, aun sin justificar, cuando esa pérdida de noción de lo incorrecto proviene de las prebendas recibidas, los honorarios cobrados o la pertenencia al núcleo de mando. Pero cuesta mucho comprender similar empecinada exaltación, cuando solo median, el disparatado entusiasmo sin compensación alguna.
No debemos temer a la libertad. Se podrá acordar con el líder en ciertos temas, tal vez los mas importantes incluso, pero debemos permitirnos disentir en todo aquello que no nos parezca adecuado, que no encuadre en nuestra escala de valores. Flaco favor se les hace, a esos caudillos, cuando se los endiosa convenciéndolos de su supuesta superioridad. Brutales historias en el planeta empezaron de esta manera, colocando en un pedestal inalcanzable a hombres, que en definitiva, son solo de carne y hueso.
El bueno y el malo de las historietas son solo eso, una caricatura de la realidad. En el mundo terrenal, nadie es absolutamente bueno, ni nadie totalmente malo. Los que somos parte de la especie humana, sabemos que nuestras vidas se construyen con éxitos y fracasos, con aciertos y errores. Presumir de la perfección de nuestras decisiones es desconocer el atributo principal que nos distingue en el universo.
Asusta este modo de ver las cosas que algunos han elegido. Cierta ingenuidad no puede menos que llamarnos la atención, ya no por el coyuntural presente, sino por las consecuencias esperables de la proliferación de fanáticos incapaces de aceptar la irrefutable presencia de reiterados equívocos, autoritarias actitudes estimuladas por cierta postura servil y aduladora que potencia a los que detentan el poder.
El líder redentor sabe como funcionan las mentes de los desprevenidos y juega ese peligroso juego, que lo fortalece y le quita límites a la hora de ejercer la autoridad posibilitándole la pretendida concentración del poder.
No inquieta por las cuestiones electorales o la mezquina ingeniería política, preocupa porque en el medio estamos nosotros, los ciudadanos, esos que no debemos nunca perder la mesura, la ecuanimidad, el equilibrio y todo lo que nos mantiene a una distancia prudente de los acontecimientos, impidiendo que nos pongamos las anteojeras con las que algunos pretenderían que observáramos el presente.
No es la primera vez que presenciamos esta manera de leer la realidad. Por eso preocupa, porque los antecedentes hablan por si mismos, y esta dinámica tan particular, puede ser el preámbulo de los excesos que la humanidad ya conoce y aún lamenta. Habrá que cuidarse y no perderle pisada a esta dialéctica del cheque en blanco.
Alberto Medina Méndez
amedinamendez@gmail.com
EL ENVÍO A NUESTROS CORREOS AUTORIZA PUBLICACIÓN, ACTUALIDAD, VENEZUELA, OPINIÓN, NOTICIA, REPUBLICANO, DEMOCRACIA, LIBERAL, LIBERALISMO, LIBERTARIO, POLÍTICA, INTERNACIONAL, ELECCIONES,UNIDAD ALTERNATIVA DEMOCRÁTICA
Es notable como gente que dice defender valores como transparencia, democracia, república, derechos humanos, propiedad, vida o libertad, termina avalando las más temerarias y disparatadas decisiones de su circunstancial jefe.
Las más de las veces, se trata, de gente inteligente, con profunda formación, con amplia cultura general, que goza de cierto prestigio que lo vincula con la intelectualidad. Algunos, en ese proceso pierden el sentido de lo correcto frente a lo incorrecto, del bien, respecto del mal, de lo aceptable y lo reprochable.
Idénticos actos o discrecionales determinaciones, serian rechazados de plano si fuera otro el ocasional implementador. Es que sus simpatías le juegan una mala pasada y le hacen descuidar el deseable sano equilibrio, imprescindible para juzgar los sucesos.
Hechos de corrupción, silenciamiento a los que piensan diferente, abusos de autoridad, prepotencia, abandono institucional, persecución ideológica, desbordada agresión, son solo lugares comunes de la larga lista de esa secuencia que forma parte de la nómina de actos que merecen ser repudiados, y sin embargo se respaldan de la mano de retorcidos argumentos que le den soporte al desatinado aval.
Tal vez sea un mero reflejo de la clásica estrategia de confrontación de los demagogos populistas. Aprueban todo, porque en realidad tienen claridad respecto de lo que no quieren, más que sobre lo que realmente desean. Tienen enemigos comunes, y eso hace que pierdan de vista lo éticamente adecuado. Lo importante es oponerse al contrincante elegido. Será una nación extranjera o una religión, algún sector social o tal vez ciertos intereses económicos. No es relevante, solo se trata de buscar un motivo para sumar odios que ayuden a cohesionar fuerzas para una batalla específica.
El líder populista lo sabe, conoce las reglas sociológicas con las que se mueven ciertos individuos. Ellos no precisan consentir una idea necesariamente, les alcanza con identificar enemigos y obtener adhesiones por contraposición, por contraste. La individualización de un rival común simplifica los razonamientos y coloca en fila a todos los que combaten a ese enemigo.
Existe un peligroso reduccionismo casi deportivo, que tiene que ver con cierta necesidad de sentirse identificado plenamente con alguien, con sus ideas y visión. Se asemeja y mucho a la pasional actitud de quien ha decidido hacerse fanático de un equipo, funcionando entonces esa lógica de idéntico modo. Arengar al equipo propio implica eso, alentarlo, festejarle los éxitos y rivalizar con el clásico oponente de siempre. No importa quien juega mejor, ni quien merece ganar las competencias. Lo importante es derrotar al adversario, de cualquier modo, apelando a argucias y hasta celebrar cuando es sometido por otro rival. Esa dinámica tan propia de la disputa deportiva, se termina trasladando, casi absurdamente y en forma lineal, a la política.
Es que un ciudadano con sentido de la libertad, puede adherir a una idea, comulgar con alguna decisión y al mismo tiempo rechazar otras hasta aborrecerlas. De eso se trata, de mantener la imparcialidad, la reflexiva actitud respecto de los hechos, esa que nos otorga racionalidad, sentido común y nos evita el improductivo involucramiento que hace perder el contacto con el mundo real y obnubila la perspectiva.
A estas alturas, es inadmisible que un mortal, en sus cabales, inteligente, con la preparación que le brindan los años de estudio transcurridos o el acceso a la educación que le fue posible, admita con naturalidad que es razonable firmar cheques en blanco a su líder. No parece lógico, ni atendible de modo alguno hacerlo con nadie.
Los seres humanos somos esencialmente imperfectos, y por tanto acertamos y nos equivocamos. Hacemos lo correcto y también lo incorrecto, pero perder la dimensión de lo que está bien o lo que está mal, nos aleja de nuestro mayor rasgo. Equivocarnos, implica una posibilidad concreta en lo cotidiano, pero la capacidad de visualizar el error, para luego corregirlo, es parte también central de nuestra naturaleza.
Es allí donde nos cuesta entender como tantos han cedido a las luces del poder. Se puede entender, aun sin justificar, cuando esa pérdida de noción de lo incorrecto proviene de las prebendas recibidas, los honorarios cobrados o la pertenencia al núcleo de mando. Pero cuesta mucho comprender similar empecinada exaltación, cuando solo median, el disparatado entusiasmo sin compensación alguna.
No debemos temer a la libertad. Se podrá acordar con el líder en ciertos temas, tal vez los mas importantes incluso, pero debemos permitirnos disentir en todo aquello que no nos parezca adecuado, que no encuadre en nuestra escala de valores. Flaco favor se les hace, a esos caudillos, cuando se los endiosa convenciéndolos de su supuesta superioridad. Brutales historias en el planeta empezaron de esta manera, colocando en un pedestal inalcanzable a hombres, que en definitiva, son solo de carne y hueso.
El bueno y el malo de las historietas son solo eso, una caricatura de la realidad. En el mundo terrenal, nadie es absolutamente bueno, ni nadie totalmente malo. Los que somos parte de la especie humana, sabemos que nuestras vidas se construyen con éxitos y fracasos, con aciertos y errores. Presumir de la perfección de nuestras decisiones es desconocer el atributo principal que nos distingue en el universo.
Asusta este modo de ver las cosas que algunos han elegido. Cierta ingenuidad no puede menos que llamarnos la atención, ya no por el coyuntural presente, sino por las consecuencias esperables de la proliferación de fanáticos incapaces de aceptar la irrefutable presencia de reiterados equívocos, autoritarias actitudes estimuladas por cierta postura servil y aduladora que potencia a los que detentan el poder.
El líder redentor sabe como funcionan las mentes de los desprevenidos y juega ese peligroso juego, que lo fortalece y le quita límites a la hora de ejercer la autoridad posibilitándole la pretendida concentración del poder.
No inquieta por las cuestiones electorales o la mezquina ingeniería política, preocupa porque en el medio estamos nosotros, los ciudadanos, esos que no debemos nunca perder la mesura, la ecuanimidad, el equilibrio y todo lo que nos mantiene a una distancia prudente de los acontecimientos, impidiendo que nos pongamos las anteojeras con las que algunos pretenderían que observáramos el presente.
No es la primera vez que presenciamos esta manera de leer la realidad. Por eso preocupa, porque los antecedentes hablan por si mismos, y esta dinámica tan particular, puede ser el preámbulo de los excesos que la humanidad ya conoce y aún lamenta. Habrá que cuidarse y no perderle pisada a esta dialéctica del cheque en blanco.
Alberto Medina Méndez
amedinamendez@gmail.com
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