Pocos cristianos se percatan de que la última cena de Jesús de Nazaret con sus discípulos, antes de la crucifixión, fue un séder de Pésaj la festividad judía que celebra el Éxodo.
Ningún acontecimiento tiene en el antiguo Testamento y en la liturgia judía, el peso e importancia del Éxodo, es decir la liberación de los judíos de la esclavitud a que eran sometidos en Egipto, gracias al liderazgo de Moisés. Y su peregrinación de cuatro décadas por el desierto hacia Israel, la tierra de sus ancestros.
No es entonces casualidad que el calendario judío y el cristiano coincidan siempre en la celebración de ambas festividades: el Pésaj y la Semana Santa. En los hogares judíos se inicia el séder de Pesaj con la lectura de la Hagadá, el relato bíblico de los sucesos que precedieron la salida de los judíos de Misrayim, Egipto en hebreo.
Uno de los capítulos más sobrecogedores es el de las diez plagas que el Dios de Israel hizo caer sobre los egipcios y que obligaron al Faraón a permitirles partir: el agua convertida en sangre, ranas, mosquitos, moscas, peste que aniquiló a los animales, sarna, pedrisco, oscuridad absoluta durante tres días, invasión de langostas y -la más terrible- muerte de los primogénitos.
Ningún acontecimiento tiene en el antiguo Testamento y en la liturgia judía, el peso e importancia del Éxodo, es decir la liberación de los judíos de la esclavitud a que eran sometidos en Egipto, gracias al liderazgo de Moisés. Y su peregrinación de cuatro décadas por el desierto hacia Israel, la tierra de sus ancestros.
No es entonces casualidad que el calendario judío y el cristiano coincidan siempre en la celebración de ambas festividades: el Pésaj y la Semana Santa. En los hogares judíos se inicia el séder de Pesaj con la lectura de la Hagadá, el relato bíblico de los sucesos que precedieron la salida de los judíos de Misrayim, Egipto en hebreo.
Uno de los capítulos más sobrecogedores es el de las diez plagas que el Dios de Israel hizo caer sobre los egipcios y que obligaron al Faraón a permitirles partir: el agua convertida en sangre, ranas, mosquitos, moscas, peste que aniquiló a los animales, sarna, pedrisco, oscuridad absoluta durante tres días, invasión de langostas y -la más terrible- muerte de los primogénitos.
Cuando mis hermanos y yo éramos niños, mi papá mencionaba solemnemente cada plaga con su nombre en hebreo, mientras arrojaba chorritos de vino sacramental mezclado con chorritos de agua en una vasija sostenida por mi mamá. Todos los niños debíamos voltear la mirada hacia otro lado para no ver ese ritual. Era una superstición que seguíamos al dedillo por miedo a eso de que vuelan, vuelan. ¿Quién quitaba que si mirábamos, algunas plagas como aquellas nos pudieran alcanzar incluso en un país como Venezuela, donde los judíos vivíamos libres y sin miedo?
Alguno de nosotros no le hizo caso a mi papá, las plagas tardaron mucho en alcanzarnos pero llegaron y no sólo para los judíos. El agua convertida en sangre es una alegoría al color rojo que inunda ofensivamente todo nuestro entorno y al color del agua que sale por las tuberías después de cada día de racionamiento. Ranas quizá no veamos en cantidad, pero ratas a millones por la suciedad y la basura que nos ahogan. Mosquitos y moscas sobran por razones similares. Y como enfermedades derivadas de su proliferación sufrimos epidemias de dengue y gastroenteritis. La peste que ha caído sobre los animales que sirven para alimentarnos: vacas, ovejas, cerdos y aves de corral, se llama INTI (Instituto Nacional de Tierras) y se concreta mediante invasiones de fincas en plena producción y su posterior destrucción hasta convertirlas en eriales. ¿Sarna? Quién sabe la cantidad de enfermos de este mal provocado por la falta de higiene y ésta a su vez porque no hay agua para bañarse. ¿Pedrisco? El granizo al que se refiere la narración bíblica aquí ha mutado en los desechos que se acumulan en alcantarillas y quebradas para provocar verdaderas catástrofes humanitarias cada año, al llegar las lluvias.
La oscuridad absoluta durante tres días es, en esta era de plagas revolucionarias posmodernas, el racionamiento de electricidad que por más de tres meses sufre la provincia venezolana y la oscuridad total que amenaza a todo el país.
Las únicas y reales causas son la ineptitud y el latrocinio de los responsables de desarrollar nuevas fuentes de energía para la Venezuela de casi 30 millones de habitantes. En once años han sido incapaces de construir una obra que le llegara a los talones a la represa de El Guri y a otras similares de los gobiernos democráticos.
La langosta, ese animalito volador de color verde que pasa por sembradíos arrasando con todo lo que encuentra, no tiene presencia en Venezuela, al menos que yo sepa. Pero para hacer sus veces tenemos unos animalitos rojos que devoran y aniquilan todo lo que sea productivo y próspero, unas veces sólo por afán de destrucción nacido del resentimiento y la envidia. Otras, para engordar sus cuentas bancarias.
Y llegamos a la más terrible, injusta y cruel: muerte de los primogénitos. Ya el Faraón había condenado a la muerte a los primogénitos judíos, de manera que se trataba de una revancha que -apenas se inició- aterró de tal manera a los egipcios que el Faraón cedió a los reclamos de Moisés para que dejara salir a su pueblo. En Venezuela, por efecto del malandrismo protegido desde las alturas con la absoluta impunidad, mueren primogénitos, primogénitas, hijos e hijas del medio, benjamines (as), padres, madres, esposas y esposos, abuelos, abuelas, tíos, primos, sobrinos, novios, novias, compadres, vecinos, vecinas, amigos y amigas. No hay un solo venezolano de cualquier clase social y económica, del credo que sea y de la militancia política que prefiera, que no esté incluido en la interminable lista de espera del crimen. Ni los países asolados por el terrorismo como Irak, Afganistán y Pakistán viven esa rutina macabra de asesinatos diarios que sufre Venezuela.
Creer que son sólo diez las plagas reconvertidas por el socialismo del siglo XXI, es ser demasiado optimistas. Son muchas más y de entre ellas destacan el odio, el irrespeto, la grosería, la vulgaridad, la chabacanería, el abuso y el vandalismo generalizados que se inspiran en el discurso presidencial. Es lo que lleva a jóvenes alumnos de un liceo de El Valle, en Caracas, a destruir expedientes, muebles y materiales de enseñanza en su propia casa de estudios y a rematar su obra cercenando la cabeza a un busto de El Libertador Simón Bolívar. Esa undécima plaga es el símbolo de la Venezuela chavista. La duodécima ¿para que aclararlo? es -igual que en Egipto- el origen de todas las demás: el Faraón.
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