Visto así -tendido en la camilla de aluminio, en la morgue del hospital- pareciera que las balas no lograron interrumpir el sueño de Jefferson. Hace unas horas lo mataron en su cama, mientras dormía, de cuatro disparos cruzados en el pecho. Tenía 16 años y su asesino, un amigo del barrio y de la infancia, ronda la misma edad. Él y la procesión de cadáveres adolescentes que se apilan a su alrededor a medida que avanza la noche del viernes, confirman la regla universal de que los difuntos siempre parecen dormidos. También validan la estadística local de que los chicos más pobres, de 16 a 22 años, son las víctimas predilectas de la violencia que cada fin de semana se carga entre 30 y 50 vidas en Caracas.
La teoría del comisario Darío Caraballo es que sólo la lluvia calma esta guerra, que en 2008 dejó un parte de más de 1.900 asesinatos por violencia común y ha convertido a la capital de Venezuela en la segunda ciudad más peligrosa del mundo, después de Ciudad Juárez y por delante de Bagdad, según un estudio de la ONG mexicana Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública. Caraballo es uno de los encargados de coordinar el trabajo de los 140 policías municipales que cada noche patrullan el barrio de Petare: una sucesión de infraviviendas de ladrillo rojo que cubren por completo los montes del este de Caracas, que se comunican por unas pocas calles y un complicado laberinto de escaleras, y donde viven unos dos millones de personas. A falta de hombres, armas apropiadas y mejores sueldos, la policía no puede más que encomendarse al clima. "Ni a los malandros [delincuentes juveniles] les gusta mojarse, así que cuando llueve suele haber menos homicidios", reconoce el jefe policial.
Pero nunca llueve lo suficiente. Sólo en un fin semana, el último de septiembre, 34 personas fueron asesinadas en Caracas. Cuatro de ellas murieron la noche del viernes en Petare. El primer cuerpo tiroteado que ingresó en uno de los dos hospitales del barrio fue el de Jefferson Michael Ibarra Marrero.
"Déjamelo quieto, que él se va a dormir". Cuenta su madre que eso le dijo al asesino, antes de que descargara el cargador de una pistola sobre su hijo. Ella lo presenció todo. Jefferson y el joven de la pistola habían bebido demasiada cerveza. Por un motivo que nadie recuerda, discutieron y se liaron a golpes. Luego Jefferson se fue a su casa. Media hora después, su compañero de juerga entró a su habitación. Disparó sobre él y corrió cerro arriba hasta perderse en el laberinto de escaleras. Los policías de Caraballo llegaron minutos después y ya no lograron alcanzarlo.
Jefferson ya estaba muerto cuando su primo y su hermano lo sacaron del coche patrulla que lo había llevado al hospital. Pidieron a gritos una camilla, pero no había ninguna disponible en la sala de emergencias.
La morgue del hospital no es más que una habitación con aire acondicionado. Las cámaras refrigeradas están averiadas desde hace más de 20 años. La sala de autopsias no funciona desde hace cinco, y ahora es un depósito de los ataúdes que el Estado dona a los indigentes fallecidos.
Cada cadáver permanece allí al menos 24 horas, o hasta que la única furgoneta que los traslada desde los hospitales hasta la morgue central de la ciudad esté disponible. Luego pasan otras 24 horas en la morgue central, o hasta que uno de los forenses de la policía -que practican hasta 37 autopsias un fin de semana cualquiera- certifique la causa del deceso. Para hacer más amena la espera de los deudos, el Ministerio de Interior y Justicia ha colocado un televisor de plasma en las afueras de la morgue central, que reproduce una y otra vez las alabanzas a Dios en vídeo del cantante evangélico Danny Berríos.
"La verdad es que no puedo quejarme. En la morgue me han tratado muy bien". El lunes día 28 de septiembre por la tarde, la policía científica le entregó a Morela Marrero el cuerpo de su hijo Jefferson, que murió el viernes. Con suerte, y gracias al seguro funerario, logró alquilar una capilla para velar a su hijo. Por razones de seguridad, la Cámara Nacional de Empresas Funerarias decidió en 2007 no prestar servicio a las familias de los jóvenes muertos a tiros.
"Es un peligro para todos. Muchos de esos jóvenes han sido miembros de bandas de delincuentes. Y cuando matan al miembro de una banda, los de la banda rival saben que todos sus compañeros y familiares van a estar reunidos en el velatorio, llorando al difunto. Entonces van a la funeraria y les disparan a todos. Y salen perjudicadas familias inocentes". Euro Villalobos, presidente de la Cámara de Funerarias, asegura que al menos dos veces al mes se desatan balaceras de este tipo en las capillas y velatorios de Caracas. Los pistoleros disparan primero al ataúd para cerciorarse de que el enemigo está bien muerto. Luego apuntan a todos los demás. A los rivales y a los que no lo son. La semana pasada mataron a un hombre mayor, que visitaba la funeraria para darle el pésame a un amigo.
En enero de 2008, el Gobierno venezolano desplegó 800 soldados a las calles de la capital como ariete del plan Caracas Segura para "erradicar la acción del hampa". Desde entonces, los guardias nacionales, armados con fusiles de asalto, montan guardia en las esquinas de los barrios: verifican documentos, vigilan, infunden respeto. El barrio los recibe con gusto y alivio.
"Al menos así no desatan tiroteos en las calles principales, sino que los malandros se matan en las escaleras", dice un vecino de la barriada.
A la Asamblea Nacional también se le ha ocurrido aprobar una ley para prohibir la venta de videojuegos sangrientos, que "promueven y glorifican" el crimen, para ayudar a reducir la carga de violencia entre los jóvenes.
Por la liquidez que inyecta en el país la venta de petróleo y por los patrones de consumo venezolanos, es más que probable que el asesino de Jefferson haya tenido en casa una consola de videojuegos. Pero comprar un arma le resultó sin duda más fácil y casi tan barato como comprar una PlayStation. Un revólver del calibre 38 no cuesta más de 250 euros en el mercado negro. Los chicos saben dónde encontrarlos.
La economía familiar de Orlandito, como se apoda el presunto homicida de Jefferson, es casi idéntica a la de su víctima. Se criaron juntos en el Barrio Unión de Petare. Los viernes volvían a juntarse para beber. Jefferson no estudiaba, ni trabajaba. Su madre, y de vez en cuando su hermano mayor, son las únicas fuentes de ingresos. Ella está contratada por el Gobierno en un programa social de distribución de alimentos baratos. Él, en ocupaciones temporales, cargando piedras y arena como obrero de la construcción. Jefferson era el cuarto de seis hijos de una viuda menor de 40 años y único sostén económico de la familia. Para salvaguardar el honor de la familia, aclara en un susurro: "El papá del muchacho sí murió de muerte natural".
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La teoría del comisario Darío Caraballo es que sólo la lluvia calma esta guerra, que en 2008 dejó un parte de más de 1.900 asesinatos por violencia común y ha convertido a la capital de Venezuela en la segunda ciudad más peligrosa del mundo, después de Ciudad Juárez y por delante de Bagdad, según un estudio de la ONG mexicana Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública. Caraballo es uno de los encargados de coordinar el trabajo de los 140 policías municipales que cada noche patrullan el barrio de Petare: una sucesión de infraviviendas de ladrillo rojo que cubren por completo los montes del este de Caracas, que se comunican por unas pocas calles y un complicado laberinto de escaleras, y donde viven unos dos millones de personas. A falta de hombres, armas apropiadas y mejores sueldos, la policía no puede más que encomendarse al clima. "Ni a los malandros [delincuentes juveniles] les gusta mojarse, así que cuando llueve suele haber menos homicidios", reconoce el jefe policial.
Pero nunca llueve lo suficiente. Sólo en un fin semana, el último de septiembre, 34 personas fueron asesinadas en Caracas. Cuatro de ellas murieron la noche del viernes en Petare. El primer cuerpo tiroteado que ingresó en uno de los dos hospitales del barrio fue el de Jefferson Michael Ibarra Marrero.
"Déjamelo quieto, que él se va a dormir". Cuenta su madre que eso le dijo al asesino, antes de que descargara el cargador de una pistola sobre su hijo. Ella lo presenció todo. Jefferson y el joven de la pistola habían bebido demasiada cerveza. Por un motivo que nadie recuerda, discutieron y se liaron a golpes. Luego Jefferson se fue a su casa. Media hora después, su compañero de juerga entró a su habitación. Disparó sobre él y corrió cerro arriba hasta perderse en el laberinto de escaleras. Los policías de Caraballo llegaron minutos después y ya no lograron alcanzarlo.
Jefferson ya estaba muerto cuando su primo y su hermano lo sacaron del coche patrulla que lo había llevado al hospital. Pidieron a gritos una camilla, pero no había ninguna disponible en la sala de emergencias.
La morgue del hospital no es más que una habitación con aire acondicionado. Las cámaras refrigeradas están averiadas desde hace más de 20 años. La sala de autopsias no funciona desde hace cinco, y ahora es un depósito de los ataúdes que el Estado dona a los indigentes fallecidos.
Cada cadáver permanece allí al menos 24 horas, o hasta que la única furgoneta que los traslada desde los hospitales hasta la morgue central de la ciudad esté disponible. Luego pasan otras 24 horas en la morgue central, o hasta que uno de los forenses de la policía -que practican hasta 37 autopsias un fin de semana cualquiera- certifique la causa del deceso. Para hacer más amena la espera de los deudos, el Ministerio de Interior y Justicia ha colocado un televisor de plasma en las afueras de la morgue central, que reproduce una y otra vez las alabanzas a Dios en vídeo del cantante evangélico Danny Berríos.
"La verdad es que no puedo quejarme. En la morgue me han tratado muy bien". El lunes día 28 de septiembre por la tarde, la policía científica le entregó a Morela Marrero el cuerpo de su hijo Jefferson, que murió el viernes. Con suerte, y gracias al seguro funerario, logró alquilar una capilla para velar a su hijo. Por razones de seguridad, la Cámara Nacional de Empresas Funerarias decidió en 2007 no prestar servicio a las familias de los jóvenes muertos a tiros.
"Es un peligro para todos. Muchos de esos jóvenes han sido miembros de bandas de delincuentes. Y cuando matan al miembro de una banda, los de la banda rival saben que todos sus compañeros y familiares van a estar reunidos en el velatorio, llorando al difunto. Entonces van a la funeraria y les disparan a todos. Y salen perjudicadas familias inocentes". Euro Villalobos, presidente de la Cámara de Funerarias, asegura que al menos dos veces al mes se desatan balaceras de este tipo en las capillas y velatorios de Caracas. Los pistoleros disparan primero al ataúd para cerciorarse de que el enemigo está bien muerto. Luego apuntan a todos los demás. A los rivales y a los que no lo son. La semana pasada mataron a un hombre mayor, que visitaba la funeraria para darle el pésame a un amigo.
En enero de 2008, el Gobierno venezolano desplegó 800 soldados a las calles de la capital como ariete del plan Caracas Segura para "erradicar la acción del hampa". Desde entonces, los guardias nacionales, armados con fusiles de asalto, montan guardia en las esquinas de los barrios: verifican documentos, vigilan, infunden respeto. El barrio los recibe con gusto y alivio.
"Al menos así no desatan tiroteos en las calles principales, sino que los malandros se matan en las escaleras", dice un vecino de la barriada.
A la Asamblea Nacional también se le ha ocurrido aprobar una ley para prohibir la venta de videojuegos sangrientos, que "promueven y glorifican" el crimen, para ayudar a reducir la carga de violencia entre los jóvenes.
Por la liquidez que inyecta en el país la venta de petróleo y por los patrones de consumo venezolanos, es más que probable que el asesino de Jefferson haya tenido en casa una consola de videojuegos. Pero comprar un arma le resultó sin duda más fácil y casi tan barato como comprar una PlayStation. Un revólver del calibre 38 no cuesta más de 250 euros en el mercado negro. Los chicos saben dónde encontrarlos.
La economía familiar de Orlandito, como se apoda el presunto homicida de Jefferson, es casi idéntica a la de su víctima. Se criaron juntos en el Barrio Unión de Petare. Los viernes volvían a juntarse para beber. Jefferson no estudiaba, ni trabajaba. Su madre, y de vez en cuando su hermano mayor, son las únicas fuentes de ingresos. Ella está contratada por el Gobierno en un programa social de distribución de alimentos baratos. Él, en ocupaciones temporales, cargando piedras y arena como obrero de la construcción. Jefferson era el cuarto de seis hijos de una viuda menor de 40 años y único sostén económico de la familia. Para salvaguardar el honor de la familia, aclara en un susurro: "El papá del muchacho sí murió de muerte natural".
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