Quien sabe si Honduras termine siendo hasta la sepultura de José Miguel Insulza.
La regla de oro del sistema internacional que nace en 1945 y trasiega al sistema interamericano en 1948, es la solución pacífica de las controversias. La negociación, la mediación, los buenos oficios y la conciliación, son medios y métodos diplomáticos por excelencia, inexcusables para los Estados ante sus diferencias más graves y hasta ominosas. Las medidas coactivas no caben, porque el uso de la fuerza, armada o no, económica o no, proscrita desde la Segunda Gran Guerra, constituye un hecho internacionalmente ilícito.
Sólo los órganos de seguridad colectiva universal o regional, según los casos, pueden adoptar medidas que impliquen acciones de "policía" preventiva o represiva, pero en los supuestos en que se encuentre en peligro la paz y la seguridad internacionales.
No por azar, a propósito de las reglas sobre la democracia contenidas en la Carta Democrática Interamericana, ésta dispone que cuando en un Estado miembro ha lugar a la "ruptura del orden democrático" cabe como medida suspenderlo en su participación dentro de la OEA. Empero, adoptada la decisión, como la que ahora afecta a Honduras con independencia del juicio que merezca, sólo caben las "gestiones diplomáticas" para el restablecimiento de la democracia. Y nada más.
Que Hugo Chávez adopte a sus anchas la decisión unilateral de jugárselas, primero interviniendo en el proceso electoral hondureño y luego forzando la presencia del depuesto Mel Zelaya en su país, sin que la OEA se inmute, muestra, entonces, que ésta ni respeta sus reglas ni es ya capaz de hacerlas valer.
Que Lula Da Silva le encargue a sus emisarios realizar la tarea que no ejecuta Chávez, llevando a Zelaya por su cuenta hasta la sede diplomática del Brasil en Tegucigalpa, para desde allí, a riesgo de ocasionar una guerra civil, darle un giro a la situación política de Honduras, y que la OEA nada diga en contra de tal proceder, revela que no es, si acaso, más que una entelequia notarial para las tragedias.
Ocurrida la intervención colombiana en Ecuador, en ejercicio de su legítima defensa frente a la narcoguerrilla que protegen el gobernante ecuatoriano y su par venezolano, la OEA se rasga las vestiduras. Nada señala, empero, cuando el último mueve a sus soldados hacia Bolivia, envía dineros para influir en la vida política argentina y uruguaya, o convence al mismo Zelaya de cargarse la Constitución para imponer en su patria el socialismo del siglo XXI.
El silencio de la OEA y también el de la ONU es por lo demás patético ante la iniciativa de Chávez de ofrecer a los rusos su territorio para el establecimiento de una base militar, o de comprarles armamentos que arriesgan la paz y la seguridad regionales. Nada opinan, por lo demás, a propósito del suministro de armas que hace a las FARC y del que se quejan noruegos y colombianos. Menos se dan por enterados dichos organismos de la denuncia que dice sobre el cobijo en Venezuela de terroristas islámicos y de quienes manejan el negocio trasnacional de las drogas. Y si se trata de la relación del propio Chávez con Irán o con dictadores perseguidos por la Corte Penal Internacional, ni una ni otra se dan por enteradas.
Volviendo a Honduras, cabe decir con el ex canciller Simón Alberto Consalvi, que no tiene dolientes. Se trata, sin embargo, de un país pequeño y económicamente desvalido pero con mucha dignidad y coraje. Intenta hacer valer al Estado de Derecho y a sus instituciones a contrapelo de una mayoría de gobernantes y de la burocracia internacional que las desprecian y hasta usan de las formas de la democracia para vaciarlas de contenido.
Quien sabe, pues, si por esas casualidades de la misma historia, termine siendo Honduras el Waterloo de sus agresores neoimperiales y hasta la sepultura de José Miguel Insulza.
Por lo pronto, si el 11 de septiembre de 2001 marca el término de la sociedad mundial de los Estados con el derrumbe de las torres gemelas de Nueva York a manos del terrorismo deslocalizado, es probable que el caso de Honduras y la prostitución del lenguaje político a que da lugar haga evidente la agonía y el fin del sistema de los Estados americanos.
De no otra manera no se explica que los Castro sean demócratas y no Micheletti, electo unánimemente por un parlamento democrático. O que Chávez, golpista contumaz y militar de la discordia, tache de golpistas a sus adversarios civiles y demócratas. O que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, todavía más, realice visitas al cuestionado Micheletti con su autorización, en tanto que Chávez no le permite, siquiera, acercar sus narices hasta Caracas, para dar cuenta de los presos políticos y de la huelga de hambre de los estudiantes, cruelmente agredidos por la Guardia Nacional.
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