Ardió Troya. El presidente Álvaro Uribe y el Departamento de Estado norteamericano anunciaron la utilización conjunta de siete bases militares colombianas. Inmediatamente, Hugo Chávez, Fidel Castro, Rafael Correa, Evo Morales y Daniel Ortega comenzaron a chillar. Uribe era un traidor y la presencia militar norteamericana una amenaza para el Continente. Fidel Castro se estrenó como bolerista con una lírica reflexión sobre “siete puñales clavados en el corazón de América”. La pintoresca “banda de los cinco” perteneciente al socialismo del siglo XXI se sentía en peligro. Pero no sólo ellos. Brasil, por medio de su canciller Celso Amorim, más la diplomacia chilena, mostraron su preocupación en primera instancia. Luego la señora Bachelet y Lula da Silva, tras la persuasiva visita de Uribe, fueron más comprensivos. Uribe le había ganado la partida diplomática a Chávez antes de la reunión de Unasur.
CINISMO E HIPOCRESÍA
La dosis de cinismo e hipocresía que encierra este episodio es copiosa. Nadie pareció preocuparse cuando Chávez, hace unos meses, dijo que pensaba crear 20 bases militares en Bolivia, o más tarde cuando invitó a la armada rusa a recorrer las aguas americanas en maniobras conjuntas con la marinería venezolana. Tampoco sonaron las alarmas con el esfuerzo armamentista del coronel venezolano y su anuncio de crear una milicia de un millón de hombres, o con sus peligrosos pactos con Irán y con Corea del Norte que nada bueno le traerán a la región. Súbitamente, se olvidaron las bases soviéticas en Cuba, entre ellas la mayor del planeta dedicada al espionaje electrónico, y los cuarenta mil militares de ese país que llegaron a residir en la Isla durante los peores momentos de la Guerra Fría.
Hay que admitirlo con todo realismo: el antiamericanismo parece ser una pulsión ideológica mucho más fuerte que la preocupación por el destino de una sociedad como la colombiana amenazada por la peor pandilla de asesinos del mundo. Ningún país latinoamericano jamás le ha ofrecido ayuda a Colombia en su agónica lucha contra los narcoterroristas de las FARC o del ELN. Por el contrario: los documentos ocupados a los cabecillas colombianos muertos en combate o detenidos demuestran la complicidad de los gobiernos de Ecuador, Venezuela y Brasil con las guerrillas comunistas.
Los generales venezolanos Cliver Alcalá y Hugo Carvajal, nada menos que el jefe de inteligencia militar, encabezaban los contactos con las FARC en representación de un Chávez empeñado en otorgarles el carácter de “beligerantes legítimos” a unos delincuentes que viven del narcotráfico y la extorsión. El ex ministro ecuatoriano Gustavo Larrea y el alto funcionario José Ignacio Chauvín, personalidades muy cercanas al presidente Rafael Correa, un gobernante curiosamente convencido de que “no hay nada malo en ser amigos de las FARC”, desempeñaban un papel parecido. Mientras tanto, el brasileño Marco Aurelio García, consejero áulico de Lula da Silva y su hombre de confianza (luego separado del cargo por un episodio de corrupción), también le daba diversas formas de ayuda diplomática y política a la sanguinaria banda armada del desaparecido Tirofijo, colega del Partido del Trabajo brasileño en el Foro de Sao Paulo.
DETRÁS DE LA ALIANZA
La verdad es que Uribe ha tenido que buscar la solidaridad norteamericana porque sus “hermanos” latinoamericanos se la niegan y sus vecinos intentan hundirlo. Y ni siquiera se trata de una actitud nueva. Hace unos años, en tiempos de Pastrana, cuando Washington y Bogotá anunciaron el Plan Colombia para asistir militarmente al país, los estados limítrofes también protestaron. Les traía sin cuidado que miles de colombianos fueran secuestrados o asesinados por las guerrillas comunistas o por paramilitares. Lo único que parecía preocuparles era que el conflicto se extendiera fuera de las fronteras colombianas, aunque supieran que eso ya había ocurrido, dado que no hay actividad más globalizada que el tráfico de drogas y esa era la principal fuente de recursos de las Farc, el Eln y de los hoy felizmente desbandados paramilitares.
Por supuesto, estos revitalizados vínculos militares entre Estados Unidos y Colombia no están fundados en la solidaridad moral, sino en una evidente coincidencia de intereses. Para los dos países el narcotráfico es un enemigo formidable. Colombia quiere erradicarlo porque es la savia de la que se nutren las guerrillas narcoterroristas, mientras Estados Unidos, que comenzó su lucha para evitar que millones de drogodependientes norteamericanos tuvieran acceso a estas sustancias, hoy lo combate, fundamentalmente, porque los carteles de la cocaína ya operan en 209 ciudades norteamericanas y se han convertido en una amenaza para la seguridad del país cien veces mayor que la vieja y familiar mafia siciliana.
A lo que se agrega otro elemento siniestro: existe, además, el riesgo de la proliferación nuclear. Israel lo ha denunciado vigorosamente: la Venezuela de Hugo Chávez, además del antisemitismo que exhibe sin ningún pudor, está colaborando con Irán en el terreno militar de dos maneras muy peligrosas. Le proporciona uranio y adquiere sistemas electrónicos sofisticados que luego transfiere a Irán para la fabricación de misiles capaces de alcanzar a Israel. De acuerdo con el análisis de los servicios israelíes, Irán se está preparando para la guerra y Hugo Chávez es su cómplice más entusiasta. Es obvio que a Estados Unidos le interesa conocer exactamente los pasos que da Venezuela en esa dirección. La desestabilización de esa región del mundo es un tema de seguridad nacional.
EL FIASCO BRASILEÑO
Implícitamente, esta nueva etapa de la alianza entre los dos países también pone en evidencia otro asunto muy importante: se terminó la ilusionada fantasía de que Brasil podía convertirse en una potencia internacional seriamente comprometida con la democracia, la estabilidad regional y el comercio libre.
Brasil, sencillamente, no es un aliado fiable. Objetivamente, está más cerca de las FARC que de Colombia. Respalda a Hugo Chávez sistemáticamente, ignora todos los atropellos cometidos contra la oposición democrática venezolana y es un aliado firme en el campo diplomático de la dictadura cubana. Dejó morir deliberadamente el Tratado de Libre Comercio o ALCA cuando le tocaba impulsarlo. No es capaz de controlar la triple frontera, en donde campean a sus anchas terroristas y narcotraficantes de todos los pelajes, y ni siquiera consigue poner orden en sus propias favelas.
Para dolor y desgracia de todos, Brasil sigue siendo un país del Tercer Mundo, cuya cúpula dirigente, al menos mientras gobierne Lula da Silva, pese a la prudencia con que se maneja en los asuntos internos, en el terreno internacional continúa dominada por las disparatadas ideas tercermundistas que en la década de los noventa le llevó a crear el Foro de Sao Paulo junto a Fidel Castro. Tal vez un Brasil diferente, más responsable, coherente y solidario, hubiera hecho innecesaria la presencia norteamericana en Colombia, pero ese Brasil no existe.
Es asombroso que las genuinas democracias latinoamericanas se preocupen por la presencia militar norteamericana en unas bases colombianas y no adviertan que los dos grandes peligros para la supervivencia de las libertades en el continente surgen del espasmo intervencionista del chavismo y de las bandas de narcotraficantes que operan en el continente, dos fenómenos fuertemente vinculados. Es muy triste que el único aliado real de Colombia sea Estados Unidos, pero así son las cosas. América Latina, sencillamente, es un mundo de gobiernos indefensos incapaces de percibir los peligros que acechan, y mucho menos de formular una estrategia defensiva colectiva. Así nos va.
www.firmaspress.com
Carlos Alberto Montaner
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La dosis de cinismo e hipocresía que encierra este episodio es copiosa. Nadie pareció preocuparse cuando Chávez, hace unos meses, dijo que pensaba crear 20 bases militares en Bolivia, o más tarde cuando invitó a la armada rusa a recorrer las aguas americanas en maniobras conjuntas con la marinería venezolana. Tampoco sonaron las alarmas con el esfuerzo armamentista del coronel venezolano y su anuncio de crear una milicia de un millón de hombres, o con sus peligrosos pactos con Irán y con Corea del Norte que nada bueno le traerán a la región. Súbitamente, se olvidaron las bases soviéticas en Cuba, entre ellas la mayor del planeta dedicada al espionaje electrónico, y los cuarenta mil militares de ese país que llegaron a residir en la Isla durante los peores momentos de la Guerra Fría.
Hay que admitirlo con todo realismo: el antiamericanismo parece ser una pulsión ideológica mucho más fuerte que la preocupación por el destino de una sociedad como la colombiana amenazada por la peor pandilla de asesinos del mundo. Ningún país latinoamericano jamás le ha ofrecido ayuda a Colombia en su agónica lucha contra los narcoterroristas de las FARC o del ELN. Por el contrario: los documentos ocupados a los cabecillas colombianos muertos en combate o detenidos demuestran la complicidad de los gobiernos de Ecuador, Venezuela y Brasil con las guerrillas comunistas.
Los generales venezolanos Cliver Alcalá y Hugo Carvajal, nada menos que el jefe de inteligencia militar, encabezaban los contactos con las FARC en representación de un Chávez empeñado en otorgarles el carácter de “beligerantes legítimos” a unos delincuentes que viven del narcotráfico y la extorsión. El ex ministro ecuatoriano Gustavo Larrea y el alto funcionario José Ignacio Chauvín, personalidades muy cercanas al presidente Rafael Correa, un gobernante curiosamente convencido de que “no hay nada malo en ser amigos de las FARC”, desempeñaban un papel parecido. Mientras tanto, el brasileño Marco Aurelio García, consejero áulico de Lula da Silva y su hombre de confianza (luego separado del cargo por un episodio de corrupción), también le daba diversas formas de ayuda diplomática y política a la sanguinaria banda armada del desaparecido Tirofijo, colega del Partido del Trabajo brasileño en el Foro de Sao Paulo.
DETRÁS DE LA ALIANZA
La verdad es que Uribe ha tenido que buscar la solidaridad norteamericana porque sus “hermanos” latinoamericanos se la niegan y sus vecinos intentan hundirlo. Y ni siquiera se trata de una actitud nueva. Hace unos años, en tiempos de Pastrana, cuando Washington y Bogotá anunciaron el Plan Colombia para asistir militarmente al país, los estados limítrofes también protestaron. Les traía sin cuidado que miles de colombianos fueran secuestrados o asesinados por las guerrillas comunistas o por paramilitares. Lo único que parecía preocuparles era que el conflicto se extendiera fuera de las fronteras colombianas, aunque supieran que eso ya había ocurrido, dado que no hay actividad más globalizada que el tráfico de drogas y esa era la principal fuente de recursos de las Farc, el Eln y de los hoy felizmente desbandados paramilitares.
Por supuesto, estos revitalizados vínculos militares entre Estados Unidos y Colombia no están fundados en la solidaridad moral, sino en una evidente coincidencia de intereses. Para los dos países el narcotráfico es un enemigo formidable. Colombia quiere erradicarlo porque es la savia de la que se nutren las guerrillas narcoterroristas, mientras Estados Unidos, que comenzó su lucha para evitar que millones de drogodependientes norteamericanos tuvieran acceso a estas sustancias, hoy lo combate, fundamentalmente, porque los carteles de la cocaína ya operan en 209 ciudades norteamericanas y se han convertido en una amenaza para la seguridad del país cien veces mayor que la vieja y familiar mafia siciliana.
A lo que se agrega otro elemento siniestro: existe, además, el riesgo de la proliferación nuclear. Israel lo ha denunciado vigorosamente: la Venezuela de Hugo Chávez, además del antisemitismo que exhibe sin ningún pudor, está colaborando con Irán en el terreno militar de dos maneras muy peligrosas. Le proporciona uranio y adquiere sistemas electrónicos sofisticados que luego transfiere a Irán para la fabricación de misiles capaces de alcanzar a Israel. De acuerdo con el análisis de los servicios israelíes, Irán se está preparando para la guerra y Hugo Chávez es su cómplice más entusiasta. Es obvio que a Estados Unidos le interesa conocer exactamente los pasos que da Venezuela en esa dirección. La desestabilización de esa región del mundo es un tema de seguridad nacional.
EL FIASCO BRASILEÑO
Implícitamente, esta nueva etapa de la alianza entre los dos países también pone en evidencia otro asunto muy importante: se terminó la ilusionada fantasía de que Brasil podía convertirse en una potencia internacional seriamente comprometida con la democracia, la estabilidad regional y el comercio libre.
Brasil, sencillamente, no es un aliado fiable. Objetivamente, está más cerca de las FARC que de Colombia. Respalda a Hugo Chávez sistemáticamente, ignora todos los atropellos cometidos contra la oposición democrática venezolana y es un aliado firme en el campo diplomático de la dictadura cubana. Dejó morir deliberadamente el Tratado de Libre Comercio o ALCA cuando le tocaba impulsarlo. No es capaz de controlar la triple frontera, en donde campean a sus anchas terroristas y narcotraficantes de todos los pelajes, y ni siquiera consigue poner orden en sus propias favelas.
Para dolor y desgracia de todos, Brasil sigue siendo un país del Tercer Mundo, cuya cúpula dirigente, al menos mientras gobierne Lula da Silva, pese a la prudencia con que se maneja en los asuntos internos, en el terreno internacional continúa dominada por las disparatadas ideas tercermundistas que en la década de los noventa le llevó a crear el Foro de Sao Paulo junto a Fidel Castro. Tal vez un Brasil diferente, más responsable, coherente y solidario, hubiera hecho innecesaria la presencia norteamericana en Colombia, pero ese Brasil no existe.
Es asombroso que las genuinas democracias latinoamericanas se preocupen por la presencia militar norteamericana en unas bases colombianas y no adviertan que los dos grandes peligros para la supervivencia de las libertades en el continente surgen del espasmo intervencionista del chavismo y de las bandas de narcotraficantes que operan en el continente, dos fenómenos fuertemente vinculados. Es muy triste que el único aliado real de Colombia sea Estados Unidos, pero así son las cosas. América Latina, sencillamente, es un mundo de gobiernos indefensos incapaces de percibir los peligros que acechan, y mucho menos de formular una estrategia defensiva colectiva. Así nos va.
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