Con motivo de cumplirse diez años de la instalación de la Asamblea Nacional Constituyente y de la aprobación del texto de la actual Constitución de Venezuela, y con el propósito de contribuir al debate y a la reflexión sobre el tipo de sociedad que queremos, el 7 de julio del presente año, el Centro de Estudios de Derechos Humanos de la Universidad Central de Venezuela convocó a un conversatorio, en el que participaron destacados profesores de Derecho Constitucional, distinguidos miembros del foro venezolano, ex constituyentes, y miembros de la Asamblea Nacional. He aquí algunas de las reflexiones surgidas en ese evento.
La actual Constitución fue saludada con serias reservas por algunos, con grandes elogios por parte de otros, y con muchas expectativas por parte de la inmensa mayoría de los venezolanos. Sin duda, se trata de una Constitución democrática, con algunos aspectos novedosos, en los que se observa un marcado progreso respecto de otros textos constitucionales. Cualquiera que sea nuestra opinión sobre el texto constitucional, ella está en vigor, y tiene que ser cumplida y acatada por todos. Ese es el instrumento jurídico que determina los límites del poder público y que, como parte de esos límites, señala los derechos que tenemos los ciudadanos y que no pueden ser avasallados por quien detente el poder.
Cuando ya están por cumplirse diez años de la aprobación, y de la entrada en vigor, de la actual Constitución de Venezuela, es oportuno realizar un balance del efecto que ella ha tenido en la vida nacional, de la forma como ese texto ha sido interpretado, y del modo como ha sido aplicado.
La actual Constitución señala que Venezuela es un Estado descentralizado, y distribuye el poder público entre las instancias municipales, estadales, y nacionales, señalando precisamente cuáles son las competencias de cada uno; sin embargo, esa repartición de competencias no ha sido debidamente acatada y respetada. En cuanto al Poder Nacional, éste corresponde a los poderes Legislativo, Ejecutivo, Judicial, Ciudadano, y Electoral. En teoría, esa superación del esquema clásico de Montesquieu, repartiendo las competencias del Estado en un mayor número de poderes, debería suponer un mayor control recíproco entre todos ellos, y un mayor equilibrio en el funcionamiento de los mismos. Lamentablemente, ese sistema no ha funcionado adecuadamente y ha fracasado, conduciendo a una mayor concentración de poder, de una manera nunca antes vista.
La independencia del Poder Judicial proclamada por nuestra Constitución es, sin duda, una de las bases del Derecho Constitucional moderno. En nuestro caso, esa independencia va de la mano con el ingreso a la carrera judicial y el ascenso de los jueces por concursos de oposición públicos, que aseguren la idoneidad y excelencia de los seleccionados. Lo cierto es que más del 50% de los jueces son provisorios, pudiendo ser removidos sin más trámite que una simple carta, y el resto son jueces “titulares”, a quienes se ha asignado esa condición sin que se hayan sometido al concurso público previsto por la Constitución. Además, en el caso de los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia, que deberían ser designados por una mayoría calificada de la Asamblea Nacional, tampoco se ha cumplido con esta condición.
En materia de derechos humanos, la actual Constitución desarrolla ampliamente los derechos sociales, imponiendo obligaciones correlativas al Estado, a fin de garantizar el ejercicio de esos derechos. Esas disposiciones no han sido suficientes para señalar prioridades en la distribución del gasto público, o para asegurar el acceso a la salud, a la alimentación, o a la vivienda, a todos los venezolanos. Es cierto que el artículo 23 de la Constitución le confiere jerarquía constitucional a los tratados de derechos humanos ratificados por Venezuela, y que esos tratados prevalecen en el orden interno, y son de aplicación inmediata y directa; asimismo, es cierto que, de acuerdo con el artículo 31 de la misma Constitución, el Estado debe adoptar las medidas que sean necesarias para dar cumplimiento a las decisiones emanadas de los órganos previstos en tratados de derechos humanos. Pero la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia ha entendido que, en cuanto esos tratados tienen jerarquía constitucional, deben ser interpretados por dicha Sala, y es ella la que debe determinar si otorga su aval a las decisiones de los órganos de protección de los derechos humanos previstos en tratados ratificados por Venezuela. Esa interpretació n constitucional ha anulado de raíz lo que pudo haber sido la voluntad del constituyente, y lo que pudo caracterizarse como un avance significativo en materia de derechos humanos.
Los artículos 57 y 58 de la Constitución, complementados por el artículo 337 de la misma, salvo algunos aspectos menores, desarrollan la libertad de expresión de manera compatible con los estándares internacionales. Sin embargo, sucesivas sentencias de la Sala Constitucional, y leyes como la Ley Orgánica de Telecomunicaciones, la Ley de Responsabilidad Social de la Radio y la Televisión, o la Ley de Reforma parcial del Código Penal, de manera incompatible con estándares internacionales, han ido estableciendo restricciones no previstas por el constituyente, y han ido vaciando de contenido un derecho fundamental en una sociedad democrática, que permite la difusión de ideas e informaciones de toda índole.
El artículo 328 de la Constitución nacional dispone que la Fuerza Armada Nacional es una institución esencialmente profesional, sin militancia política, que está al servicio exclusivo de la Nación, y en ningún caso al de persona o parcialidad política alguna; adicionalmente, el artículo 330 prohíbe a los integrantes de la FAN, inter alia, participar en actos de propaganda o proselitismo político. Pero lo cierto es que esa Fuerza Armada así descrita se ha ido desfigurando, haciendo suyas las consignas políticas del partido de gobierno, asumiendo una ideología que no le corresponde, y haciendo suya una función distinta a la que le asigna la Constitución.
En materia de relaciones internacionales, el artículo 152 de la Constitución afirma que ellas responden a los fines del Estado, y que se rigen, entre otros, por los principios de independencia y no intervención en los asuntos internos de otros Estados, subrayando que “la República mantendrá la más firme y decidida defensa de estos principios y de la práctica democrática en todos los organismos e instituciones internacionales.” Difícilmente se puede sostener que la acción del Presidente de la República y de los órganos encargados de conducir la política exterior ha estado orientada por estos principios. De hecho, junto con permitir que otras naciones asuman funciones que son de competencia exclusiva del Estado venezolano, nos hemos encargado de intervenir en los asuntos domésticos de otras naciones, y hemos mantenido estrechas relaciones con países dominados por gobiernos no democráticos. Adicionalmente, en violación de principios del Derecho Internacional que decimos respetar, repetidamente hemos amenazado a otras naciones con el uso de la fuerza armada.
Si bien las disposiciones transitorias de la Constitución obligan a la Asamblea Nacional, dentro de plazos perentorios, a adoptar diversas leyes que deberían desarrollar asuntos medulares a los que se refiere nuestra Carta Magna, a diez años de la entrada en vigor de la misma, la mayor parte de esas leyes aún no han sido adoptadas.
Uno de los aspectos más resaltantes es el divorcio entre la letra de la Constitución y la interpretació n que de ella ha hecho la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia. Esto ha significado que haya dos constituciones paralelas: una, la Constitución aprobada mediante referéndum, y otra, la Constitución que de hecho aplican los órganos del Poder Público. Por una parte, el texto normativo que está en vigor y que obliga a todos y, por la otra, la interpretació n desfigurada y torcida de ese texto, pero que es la que se aplica en la realidad. Ante este estado de cosas, pedimos una cosa muy simple: Que los órganos del Poder Público, que son los llamados a aplicarla, respeten la Constitución nacional.
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La actual Constitución fue saludada con serias reservas por algunos, con grandes elogios por parte de otros, y con muchas expectativas por parte de la inmensa mayoría de los venezolanos. Sin duda, se trata de una Constitución democrática, con algunos aspectos novedosos, en los que se observa un marcado progreso respecto de otros textos constitucionales. Cualquiera que sea nuestra opinión sobre el texto constitucional, ella está en vigor, y tiene que ser cumplida y acatada por todos. Ese es el instrumento jurídico que determina los límites del poder público y que, como parte de esos límites, señala los derechos que tenemos los ciudadanos y que no pueden ser avasallados por quien detente el poder.
Cuando ya están por cumplirse diez años de la aprobación, y de la entrada en vigor, de la actual Constitución de Venezuela, es oportuno realizar un balance del efecto que ella ha tenido en la vida nacional, de la forma como ese texto ha sido interpretado, y del modo como ha sido aplicado.
La actual Constitución señala que Venezuela es un Estado descentralizado, y distribuye el poder público entre las instancias municipales, estadales, y nacionales, señalando precisamente cuáles son las competencias de cada uno; sin embargo, esa repartición de competencias no ha sido debidamente acatada y respetada. En cuanto al Poder Nacional, éste corresponde a los poderes Legislativo, Ejecutivo, Judicial, Ciudadano, y Electoral. En teoría, esa superación del esquema clásico de Montesquieu, repartiendo las competencias del Estado en un mayor número de poderes, debería suponer un mayor control recíproco entre todos ellos, y un mayor equilibrio en el funcionamiento de los mismos. Lamentablemente, ese sistema no ha funcionado adecuadamente y ha fracasado, conduciendo a una mayor concentración de poder, de una manera nunca antes vista.
La independencia del Poder Judicial proclamada por nuestra Constitución es, sin duda, una de las bases del Derecho Constitucional moderno. En nuestro caso, esa independencia va de la mano con el ingreso a la carrera judicial y el ascenso de los jueces por concursos de oposición públicos, que aseguren la idoneidad y excelencia de los seleccionados. Lo cierto es que más del 50% de los jueces son provisorios, pudiendo ser removidos sin más trámite que una simple carta, y el resto son jueces “titulares”, a quienes se ha asignado esa condición sin que se hayan sometido al concurso público previsto por la Constitución. Además, en el caso de los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia, que deberían ser designados por una mayoría calificada de la Asamblea Nacional, tampoco se ha cumplido con esta condición.
En materia de derechos humanos, la actual Constitución desarrolla ampliamente los derechos sociales, imponiendo obligaciones correlativas al Estado, a fin de garantizar el ejercicio de esos derechos. Esas disposiciones no han sido suficientes para señalar prioridades en la distribución del gasto público, o para asegurar el acceso a la salud, a la alimentación, o a la vivienda, a todos los venezolanos. Es cierto que el artículo 23 de la Constitución le confiere jerarquía constitucional a los tratados de derechos humanos ratificados por Venezuela, y que esos tratados prevalecen en el orden interno, y son de aplicación inmediata y directa; asimismo, es cierto que, de acuerdo con el artículo 31 de la misma Constitución, el Estado debe adoptar las medidas que sean necesarias para dar cumplimiento a las decisiones emanadas de los órganos previstos en tratados de derechos humanos. Pero la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia ha entendido que, en cuanto esos tratados tienen jerarquía constitucional, deben ser interpretados por dicha Sala, y es ella la que debe determinar si otorga su aval a las decisiones de los órganos de protección de los derechos humanos previstos en tratados ratificados por Venezuela. Esa interpretació n constitucional ha anulado de raíz lo que pudo haber sido la voluntad del constituyente, y lo que pudo caracterizarse como un avance significativo en materia de derechos humanos.
Los artículos 57 y 58 de la Constitución, complementados por el artículo 337 de la misma, salvo algunos aspectos menores, desarrollan la libertad de expresión de manera compatible con los estándares internacionales. Sin embargo, sucesivas sentencias de la Sala Constitucional, y leyes como la Ley Orgánica de Telecomunicaciones, la Ley de Responsabilidad Social de la Radio y la Televisión, o la Ley de Reforma parcial del Código Penal, de manera incompatible con estándares internacionales, han ido estableciendo restricciones no previstas por el constituyente, y han ido vaciando de contenido un derecho fundamental en una sociedad democrática, que permite la difusión de ideas e informaciones de toda índole.
El artículo 328 de la Constitución nacional dispone que la Fuerza Armada Nacional es una institución esencialmente profesional, sin militancia política, que está al servicio exclusivo de la Nación, y en ningún caso al de persona o parcialidad política alguna; adicionalmente, el artículo 330 prohíbe a los integrantes de la FAN, inter alia, participar en actos de propaganda o proselitismo político. Pero lo cierto es que esa Fuerza Armada así descrita se ha ido desfigurando, haciendo suyas las consignas políticas del partido de gobierno, asumiendo una ideología que no le corresponde, y haciendo suya una función distinta a la que le asigna la Constitución.
En materia de relaciones internacionales, el artículo 152 de la Constitución afirma que ellas responden a los fines del Estado, y que se rigen, entre otros, por los principios de independencia y no intervención en los asuntos internos de otros Estados, subrayando que “la República mantendrá la más firme y decidida defensa de estos principios y de la práctica democrática en todos los organismos e instituciones internacionales.” Difícilmente se puede sostener que la acción del Presidente de la República y de los órganos encargados de conducir la política exterior ha estado orientada por estos principios. De hecho, junto con permitir que otras naciones asuman funciones que son de competencia exclusiva del Estado venezolano, nos hemos encargado de intervenir en los asuntos domésticos de otras naciones, y hemos mantenido estrechas relaciones con países dominados por gobiernos no democráticos. Adicionalmente, en violación de principios del Derecho Internacional que decimos respetar, repetidamente hemos amenazado a otras naciones con el uso de la fuerza armada.
Si bien las disposiciones transitorias de la Constitución obligan a la Asamblea Nacional, dentro de plazos perentorios, a adoptar diversas leyes que deberían desarrollar asuntos medulares a los que se refiere nuestra Carta Magna, a diez años de la entrada en vigor de la misma, la mayor parte de esas leyes aún no han sido adoptadas.
Uno de los aspectos más resaltantes es el divorcio entre la letra de la Constitución y la interpretació n que de ella ha hecho la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia. Esto ha significado que haya dos constituciones paralelas: una, la Constitución aprobada mediante referéndum, y otra, la Constitución que de hecho aplican los órganos del Poder Público. Por una parte, el texto normativo que está en vigor y que obliga a todos y, por la otra, la interpretació n desfigurada y torcida de ese texto, pero que es la que se aplica en la realidad. Ante este estado de cosas, pedimos una cosa muy simple: Que los órganos del Poder Público, que son los llamados a aplicarla, respeten la Constitución nacional.
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