Una de las preguntas recurrentes que solemos escuchar cada vez que este régimen Pacman engulle con voracidad una nueva presa es cómo la gente se mantiene tanpasiva y cómo tolera tanta invasión de espacios y tanto trastocamiento institucional. Es obvio que la inquietud tiene mucha pertinencia y, sin duda, es el producto de una genuina angustia por la devastación que se atisba y por las condiciones de fragilidad en las que la sociedad venezolana se encuentra para enfrentarla; sin embargo, la validez de las conclusiones a las que hayamos de arribar -cuando sea posible hacerlo- pasa necesariamente por el intento sincero de identificar cuál tuvo que haber sido la composición de este terreno para que el área destinada a las bromelias y alas azaleas terminase ocupado por una tupida maleza, instalada de manera paulatina pero en proporciones cada vez más crecientes.
Durante la década de los noventa, cuyo signo parece haber sido la depuración aparente del sistema para librarlo de factores indeseables como la corrupción pública y la privada, el anhelado objetivo purificador estuvo lejos de ser alcanzado. Por el contrario, fue tan nefasta la metodología escogida que su utilización no hizo más que acelerar el proceso de desmantelamiento institucional que ya se advertía y que quedó definitivamente de manifiesto tanto con la ausencia de contrapesos reales que garantizaran la independencia de los poderes públicos, como con la restricción de los derechos individuales de las personas, que se tradujo en un proceso de merma sostenida de la condición ciudadana.
El primer ejemplo de lo descrito fue el proceso judicial llevado contra el presidente Pérez y dos de sus ministros, farsa convenida entre todos los factores influyentes del país para resolver un problema de impopularidad del gobierno y -lo más importante- para “corregir” el desplazamiento sufrido por los partidos políticos por causa de unos tecnócratas que “usurparon” sus cuotas de poder. Se trató de una estrategia ladina y poco transparente mediante la cual sus responsables provocaron un cataclismo institucional sin asumir una pizca de responsabilidad política. Eso sí, le endilgaron al Poder Judicial, específicamente a la Corte Suprema de Justicia, las consecuencias íntegras del juicio histórico que habrá de producirse en su momento -aún bastante lejano, por cierto-.
Otro lamentable episodio que ilustra bien los antecedentes de la actual autocracia fue la terrible burla a la que fue sometido el Congreso de la República de 1994 cuando este organismo, en un ingenuo intento de ejercer sus atribuciones de control sobre los actos del Poder Ejecutivo, pretendió restituir las garantías constitucionales de libertad personal, inviolabilidad del hogar, libre tránsito, derecho de propiedad y garantía de un procedimiento en caso de expropiación, que habían sido suspendidas por el presidente de la República. El acuerdo del congreso, producido el 22 de julio de 1994, fue “revocado” ese mismo día por un nuevo decreto dictado en Miraflores que suspendió nuevamente las mismas garantías, cuya restricción se mantuvo, al menos, por un año más. El mutismo del parlamento fue proverbial y las instancias judiciales, como de costumbre, esperaron la restitución espontánea de las garantías por parte del propio presidente. De ese modo pudieron sentenciar que, ante la pérdida sobrevenida de vigencia del decreto impugnado, “ya no hay materia sobre la cual decidir”.
Por esos mismos tiempos nació otra interesante iniciativa -precursora de la que hoy impera en perjuicio de la disidencia política- concebida para cercar a las personas o grupos de personas que resultasen escogidos como objeto de criminalización.
Así, para la época, todos quienes cometieron el delito de trabajar en un banco de esos, de los tocados por el rayo del régimen –porque no me negarán que hubo instituciones financieras en condiciones similares o peores cuyos administradores, inexplicablemente, pudieron evadir el ojo zahorí de las autoridades- hubieron de soportar toda suerte de arbitrariedades: desde su sometimiento a una jurisdicción especial creada especialmente para ellos por decreto presidencial -para variar- hasta la sujeción de sus bienes a medidas cautelares jamás dictadas por jueces, sino por el Procurador General de la República, funcionario éste que dependía -¡oh, sorpresa!- del Poder Ejecutivo; todo ello sin olvidar que los notarios, registradores y funcionarios consulares también recibieron expresas instrucciones de abstenerse de otorgar poderes que les permitieran a los execrados -por cierto, también incluidos en una lista negra, qué curioso- ejercer su defensa mediante representantes. En dos platos, el derecho constitucional a la defensa se derogó por resolución administrativa.
Aunque no nos guste, debemos reconocer que las señales de la involución institucional estuvieron a la vista y no se pudieron o no se quisieron advertir oportunamente. Por eso, es difícil de obtener una respuesta a la pregunta con la que iniciamos esta nota. Tal vez nos ayuden en el intento, un poquito más de memoria y un poquito menos de inconsistencia.
reflexionesqd@gmail.com
Durante la década de los noventa, cuyo signo parece haber sido la depuración aparente del sistema para librarlo de factores indeseables como la corrupción pública y la privada, el anhelado objetivo purificador estuvo lejos de ser alcanzado. Por el contrario, fue tan nefasta la metodología escogida que su utilización no hizo más que acelerar el proceso de desmantelamiento institucional que ya se advertía y que quedó definitivamente de manifiesto tanto con la ausencia de contrapesos reales que garantizaran la independencia de los poderes públicos, como con la restricción de los derechos individuales de las personas, que se tradujo en un proceso de merma sostenida de la condición ciudadana.
El primer ejemplo de lo descrito fue el proceso judicial llevado contra el presidente Pérez y dos de sus ministros, farsa convenida entre todos los factores influyentes del país para resolver un problema de impopularidad del gobierno y -lo más importante- para “corregir” el desplazamiento sufrido por los partidos políticos por causa de unos tecnócratas que “usurparon” sus cuotas de poder. Se trató de una estrategia ladina y poco transparente mediante la cual sus responsables provocaron un cataclismo institucional sin asumir una pizca de responsabilidad política. Eso sí, le endilgaron al Poder Judicial, específicamente a la Corte Suprema de Justicia, las consecuencias íntegras del juicio histórico que habrá de producirse en su momento -aún bastante lejano, por cierto-.
Otro lamentable episodio que ilustra bien los antecedentes de la actual autocracia fue la terrible burla a la que fue sometido el Congreso de la República de 1994 cuando este organismo, en un ingenuo intento de ejercer sus atribuciones de control sobre los actos del Poder Ejecutivo, pretendió restituir las garantías constitucionales de libertad personal, inviolabilidad del hogar, libre tránsito, derecho de propiedad y garantía de un procedimiento en caso de expropiación, que habían sido suspendidas por el presidente de la República. El acuerdo del congreso, producido el 22 de julio de 1994, fue “revocado” ese mismo día por un nuevo decreto dictado en Miraflores que suspendió nuevamente las mismas garantías, cuya restricción se mantuvo, al menos, por un año más. El mutismo del parlamento fue proverbial y las instancias judiciales, como de costumbre, esperaron la restitución espontánea de las garantías por parte del propio presidente. De ese modo pudieron sentenciar que, ante la pérdida sobrevenida de vigencia del decreto impugnado, “ya no hay materia sobre la cual decidir”.
Por esos mismos tiempos nació otra interesante iniciativa -precursora de la que hoy impera en perjuicio de la disidencia política- concebida para cercar a las personas o grupos de personas que resultasen escogidos como objeto de criminalización.
Así, para la época, todos quienes cometieron el delito de trabajar en un banco de esos, de los tocados por el rayo del régimen –porque no me negarán que hubo instituciones financieras en condiciones similares o peores cuyos administradores, inexplicablemente, pudieron evadir el ojo zahorí de las autoridades- hubieron de soportar toda suerte de arbitrariedades: desde su sometimiento a una jurisdicción especial creada especialmente para ellos por decreto presidencial -para variar- hasta la sujeción de sus bienes a medidas cautelares jamás dictadas por jueces, sino por el Procurador General de la República, funcionario éste que dependía -¡oh, sorpresa!- del Poder Ejecutivo; todo ello sin olvidar que los notarios, registradores y funcionarios consulares también recibieron expresas instrucciones de abstenerse de otorgar poderes que les permitieran a los execrados -por cierto, también incluidos en una lista negra, qué curioso- ejercer su defensa mediante representantes. En dos platos, el derecho constitucional a la defensa se derogó por resolución administrativa.
Aunque no nos guste, debemos reconocer que las señales de la involución institucional estuvieron a la vista y no se pudieron o no se quisieron advertir oportunamente. Por eso, es difícil de obtener una respuesta a la pregunta con la que iniciamos esta nota. Tal vez nos ayuden en el intento, un poquito más de memoria y un poquito menos de inconsistencia.
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ENVIADO A NUESTROS CORREOS RECOMENDANDO PUBLICACIÓN, 01/06/2009
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