* HERNÁN FELIPE ERRÁZURIZ ESCRIBE PARA EL MERCURIO DE CHILE: “NEURASTENIA LATINOAMERICANA”
Cuando el ejército colombiano cruzó poco más de mil metros de la imperceptible frontera con Ecuador, casi simultáneamente Chávez y Castro traspasaron la delgada línea que los separa de la histeria. Y, entonces, los demás mandatarios latinoamericanos, temerosos de los acontecimientos, exigieron explicaciones al Presidente Uribe, sin reclamar a Ecuador por los campamentos de las FARC en ese país ni a Chávez por el apoyo que les brinda.
El extraño espectáculo de contradicciones, polémicas e insultos culminó como si nada, a los pocos días. Silenciosos quedaron los ardientes teléfo-nos rojos utilizados para reclamar a Uribe y calladas fueron las trompetas de guerra que dijo haber oído Castro. Sin rumbos quedaron los despliegues de tropas ecuatorianas y los tanques, batallones, aviones Sukhoi y la guardia nacional de la provincia de Carabobo, alistados por Chávez. Superadas quedaron también las expulsiones de embajadores dispuestas por Cuba, Venezuela y Nicaragua. El Armagedón y las paranoias se habían esfumado. En todo caso, ningún presidente sudamericano se atrevió entonces -ni ahora- a calificar de terroristas a las FARC, como lo hacen la Unión Europea y Estados Unidos. Nuestros jefes de Estado prefieren ignorar que esa organización practica chantajes, secuestros, asesinatos y narcotráfico, y llamarlos beligerantes en vez de terroristas, y olvidarlo todo.
Los abrazos y reanudación de relaciones diplomáticas subsiguientes, que parecen inexplicables, tienen algunas razones. Los presidentes más moderados reconsideraron su parcialidad y precipitación iniciales. Resultaron insoslayables las evidencias de la intromisión en la soberanía de Colombia desde numerosos campamentos de las FARC ubicados en Ecuador, y el apoyo material que les prestaba Chávez, ahora registrado en discos duros. Más importante, la acción colombiana fue un serio revés para las FARC; la estrategia de legitimarlas fracasó. De casus belli han pasado a ser un caso fallido. Los guerrilleros están arrinconados, han perdido la mística, no tienen qué ofrecer al pueblo colombiano y están dedicados a delitos comunes y a las recompensas en dinero.
Que Fidel siga afiebrado, las FARC en retirada, Chávez replegado y los presidentes reconciliados no significa que el conflicto haya terminado. Los protagonistas siguen vigentes, los terroristas armados y los secuestrados sin libertad. Lo deseable es que, si se repite algo parecido, no nos precipitemos y que la cordura se imponga desde el comienzo por sobre las reacciones histéricas y las paranoias caribeñas.
Cuando el ejército colombiano cruzó poco más de mil metros de la imperceptible frontera con Ecuador, casi simultáneamente Chávez y Castro traspasaron la delgada línea que los separa de la histeria. Y, entonces, los demás mandatarios latinoamericanos, temerosos de los acontecimientos, exigieron explicaciones al Presidente Uribe, sin reclamar a Ecuador por los campamentos de las FARC en ese país ni a Chávez por el apoyo que les brinda.
El extraño espectáculo de contradicciones, polémicas e insultos culminó como si nada, a los pocos días. Silenciosos quedaron los ardientes teléfo-nos rojos utilizados para reclamar a Uribe y calladas fueron las trompetas de guerra que dijo haber oído Castro. Sin rumbos quedaron los despliegues de tropas ecuatorianas y los tanques, batallones, aviones Sukhoi y la guardia nacional de la provincia de Carabobo, alistados por Chávez. Superadas quedaron también las expulsiones de embajadores dispuestas por Cuba, Venezuela y Nicaragua. El Armagedón y las paranoias se habían esfumado. En todo caso, ningún presidente sudamericano se atrevió entonces -ni ahora- a calificar de terroristas a las FARC, como lo hacen la Unión Europea y Estados Unidos. Nuestros jefes de Estado prefieren ignorar que esa organización practica chantajes, secuestros, asesinatos y narcotráfico, y llamarlos beligerantes en vez de terroristas, y olvidarlo todo.
Los abrazos y reanudación de relaciones diplomáticas subsiguientes, que parecen inexplicables, tienen algunas razones. Los presidentes más moderados reconsideraron su parcialidad y precipitación iniciales. Resultaron insoslayables las evidencias de la intromisión en la soberanía de Colombia desde numerosos campamentos de las FARC ubicados en Ecuador, y el apoyo material que les prestaba Chávez, ahora registrado en discos duros. Más importante, la acción colombiana fue un serio revés para las FARC; la estrategia de legitimarlas fracasó. De casus belli han pasado a ser un caso fallido. Los guerrilleros están arrinconados, han perdido la mística, no tienen qué ofrecer al pueblo colombiano y están dedicados a delitos comunes y a las recompensas en dinero.
Que Fidel siga afiebrado, las FARC en retirada, Chávez replegado y los presidentes reconciliados no significa que el conflicto haya terminado. Los protagonistas siguen vigentes, los terroristas armados y los secuestrados sin libertad. Lo deseable es que, si se repite algo parecido, no nos precipitemos y que la cordura se imponga desde el comienzo por sobre las reacciones histéricas y las paranoias caribeñas.
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