Soy un testigo y nadie me ha llamado a
declarar sobre la «muerte súbita» de la Constitución Nacional de Venezuela del
Año 1999. El Tribunal Supremo de Justicia no lo hace porque todavía sus
homicidas la muestran fugaz o furtivamente, en «ruedas de hablistanes y
palangreros», con ridículo disimulo e innecesaria conveniencia: ello por cuanto
hasta el cobarde lo sabe.
La exhiben frente a eso que llaman «militantes del
partido de gobierno» y «la ciudadanía en general». Hubo delito, pero su cuerpo
está confiscado. Sin embargo, es difícil de ocultar la fetidez de un cadáver:
aun cuando esté inmerso en una piscina de anfiteatro -llena de formaldehido-
alerta a las fosas nasales. He platicado sobre el asunto con numerosas
personas, conocidas o no -en el lugar donde resido, calles, claustros
académicos y transporte público- sin hallar quien lo refute. Nuestra última
«Carta Magna» nació, fue violada y ahogada. No tendrá un funeral ni Acta de
Difunta hasta cuando los asesinos sean conminados a entregar el poder del mando
político.
No fue impredecible el «ultraje» porque los
verdugos de la infanta fueron sus hacedores: mujeres y hombres degenerados que
se aparearon «orgiásticamente» para procrearla. Necesitaban ser vistos como
padres capaces de conducir los destinos de una república. Empero, ¿qué
consagraba esa criatura nacida para no vivir?
Ella advirtió, primero, que irrumpía «[…]
para establecer una sociedad democrática, multiétnica y pluricultural, en un
Estado de Justicia, federal y descentralizado, que consolidase los valores de
la libertad, independencia, paz, solidaridad, el bien común, la ética y el
pluralismo político […]», «[…] la igualdad sin discriminación ni subordinación
alguna, la garantía universal e indivisible de los Derechos Humanos […]»
Muy peligrosa lucía la niña. Mostraba
principios universalmente tenidos por irrenunciables e inalienables. Sus
exterminadores no eran chinos, rusos, cubanos o fundamentalistas islámicos,
pero les fascinaba la idea de
convertirse en «dueños de feudos»: equivalentes a «califas»,
«primeros ministros de partidos únicos», «tiranos caribeños»,
«emperadores y emperatrices», «princesas y príncipes herederas-herederos del Trono
o Tesoro Venezolano»
Pese a lo cual, tengo buenas noticias para
los venezolanos y latinoamericanos: un mega-monstruo aguarda a los infanticidas
que hoy arrogan infalibilidad. En uno de mis libros, intitulado Luxfero,
escrito en trance de clariaudiente, registré lo que siempre ha de venir: «[…]
Frente a quienes ante ti como temibles bestias se ufanaren mostrarás tu oculto
demonio que la luz lleva […]»
Alberto Jimenez Ure
jimenezure@hotmail.com
@jurescritor
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