Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles… Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: “No matar”. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión.
Monseñor Oscar Arnulfo Romero (1917-1980), Arzobispo de San Salvador, en su última homilía, un día antes de ser asesinado
La Iglesia Católica
en sus más de dos mil años de historia, ha defendido los derechos del ser
humano a ser respetado en su integridad, en su derecho a nacer, a vivir libre,
a tener una vida cónsona a su humanidad como creación divina. Desde que los
primeros cristianos se enfrentaron a los leones para defender su fe, los
mártires son símbolo de la inquebrantable tenacidad de luchar por las creencias
ante cualquier poder de fuerza, de cualquier orden que violente la sagrada y
libérrima voluntad que les fue obsequiada a los hombres por Dios.
Y los mártires
también son modernos: monseñor Oscar Arnulfo Romero es uno de los veinte
mártires reconocidos del siglo XX. Controversial, brillante, tan ortodoxo como
liberal, monseñor Romero se convirtió en un látigo permanente para la dictadura
militar que asoló El Salvador por décadas. Bajo su protección se cobijaron los
indígenas, los campesinos, los desvalidos y hasta los demócratas que luchaban
por liberar a su país de la opresión.
Monseñor Romero no
las tenía todas consigo: muchos, incluso colegas obispos, murmuraban que era
comunista o que actuaba abiertamente en política. Tres veces visitó el Vaticano
para justificar ante el Papa su actuación y sus homilías libertarias. “El
gobierno no debe tomar al sacerdote que se pronuncia por la justicia social
como un político o elemento subversivo, cuando éste está cumpliendo su misión
en la política de bien común”, decía mientras recorría incansable caseríos y
barrios pobres llevando su palabra de pastor.
Sus reiteradas
denuncias acerca de la violencia militar y también de las guerrillas
revolucionarias, su indignación ante el asesinato y la deportación de sacerdotes,
le dieron prestigio internacional. Luego del asesinato del padre Rutilio
Grande, el arzobispo pidió públicamente una investigación al presidente coronel
Arturo Armando Molina, excomulgó a los culpables, celebró una misa a la que
asistieron 100.000 personas y decidió no acudir a ninguna reunión ni diálogo
con el Gobierno hasta que no se aclarase el crimen. El 2 de julio asume la
presidencia Carlos Humberto Romero y el arzobispo de la capital, San Salvador,
no asiste a los actos oficiales. Estaba ocupado creando un “Comité Permanente
para velar por la situación de los derechos humanos”.
La represión
gubernamental contra la Iglesia arreció con atentados, acusaciones contra los
jesuitas y amenazas de cierre a medios de comunicación católicos, mientras
monseñor Romero hacía giras pastorales y públicas homilías condenando los
atropellos a la Iglesia y a la sociedad salvadoreña.
La Universidad de
Georgetown (EE.UU.) y la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) le
concedieron doctorados Honoris Causa y miembros del Parlamento británico lo
propusieron para el Premio Nobel de la Paz 1979. Apoya el golpe incruento de
dos coroneles creyendo en su palabra de cambio hacia un régimen humanitario
pero cuando esto no se da, monseñor Romero reanuda sus llamados a todas las
fuerzas políticas, económicas y sociales del país para colaborar en la
reconstrucción de El Salvador y organizar un sistema verdaderamente
democrático. El 17 de febrero de 1980 escribió al presidente estadounidense
Jimmy Carter, pidiendo que cancelase toda ayuda militar, pues fortalecía un
poder opresor.
El 24 de marzo, lunes
santo, después de su valerosa homilía el domingo de Ramos, monseñor Romero va a
celebrar una misa en la capilla del Hospital de la Divina Providencia. La bala
de un francotirador le partió en dos el corazón, en el mismo altar. Una
impresionante manifestación de dolor lo acompañó hasta su última morada en la
cripta de la Catedral Metropolitana de San Salvador. Mientras se celebraban los
funerales, estalló una bomba en los alrededores, entre tiroteos y ráfagas de
ametralladora, con saldo de 27 muertos y más de 200 heridos.
Treinta y un años
pasaron sin que se castigase este crimen: en 2004 una corte norteamericana
declaró civilmente responsable al francotirador, identificado como sargento
Marino Samayor, a quien el mayor Roberto d’Aubuisson, creador de los
escuadrones de la muerte y fundador del partido ARENA, y el coronel Arturo
Armando Molina, ex presidente de facto, le habrían pagado el equivalente a 114
dólares por matar al arzobispo.
El 24 de marzo de
1990 se dio inicio a la causa de canonización de monseñor Romero. En 1994 lo
declaran Siervo de Dios y desde su misma muerte sus seguidores comenzaron a
llamarle “San Romero de América”. Este 3 de febrero de 2015 el papa Francisco
autorizó la promulgación del decreto de la Congregación para las Causas de los
Santos, que declaró a Óscar Romero mártir de la Iglesia, asesinado por «odio a
la fe». Su canonización sólo espera por la fecha. Monseñor Romero es un símbolo
de la defensa, en nombre de la fe católica, de los derechos más sagrados del
hombre: la vida, la libertad, las condiciones de supervivencia.
En Venezuela, donde
se vive una situación que podría calificarse de “crisis humanitaria”, la
Iglesia Católica ha actuado con firmeza ante los abusos revolucionarios,
violaciones a los derechos humanos y padecimientos del pueblo venezolano. Tal
vez la más clara posición de la Conferencia Episcopal (casi tanto como aquel
premonitorio discurso del Cardenal Rosalio Castillo Lara en la fiesta de la
Divina Pastora) fue el documento que vio luz en enero de este año, “Renovación
ética y espiritual frente a la crisis”, donde exhortan a “dejar de lado
concepciones ideológicas rígidas y fracasadas, así como el afán de controlarlo
todo”. Dar seguridad jurídica y fomentar empresas eficientes es imperativo para
los obispos, porque dicen con todas las letras que la crisis de Venezuela es
consecuencia de querer “imponer un sistema político-económico de corte
socialista, marxista o comunista” y de “atentar contra la libertad y los
derechos de las personas y asociaciones”. Para los obispos, el diálogo (que no
es “conversación”) tiene su escenario natural en la Asamblea Nacional. Respetar
los derechos humanos y descartar la violencia es imperativo.
Lamentablemente el
gobierno no escucha llamados sensatos como el de la Iglesia. Muy al contrario,
en su desesperación por aferrarse al poder que se desliza como agua entre sus
manos, recrudece su enfrentamiento con la disidencia, acosa y apresa a comerciantes,
empresarios y productores, violenta y confisca propiedades. Mientras esta
torpeza política acaba con los restos de la economía nacional, quien paga es un
pueblo que sufre humillación por hambre y necesidades, que muere por falta de
medicinas y hospitales, que no es libre para protestar, para alzar su voz ni
para ser informado de lo que sucede ante el ahogo a medios independientes.
La Iglesia habló, los
venezolanos están gritando su verdad, los economistas ofrecen gratis consejos.
Y el gobierno atorado en sus redes de ineptitud y corrupción no escucha sino su
propia fracasada receta. Firman su sentencia los muertos, heridos, torturados,
maltratados, la justicia injusta, la tumba, las cuentas en Suiza, las
delaciones de narcotráfico, los disparos a inocentes. Y sobre todo, una
sociedad resquebrajada por el odio y las divisiones, la muerte lenta de las
esperanzas, el terrible desasosiego de las carencias, la angustia de la miseria
y la inseguridad. Son pocos los aún ciegos que permanecen por inercia, sinvergüenzura
o ignorancia en ese callejón sin salida, donde la barbarie tocó sin pudor la
tecla nula: los derechos humanos. Un lenguaje que entiende el planeta entero.
Después de mucha
sangre, sudor y lágrimas, El Salvador alcanzó la democracia y sus conciudadanos
se han esforzado en que el martirio de monseñor Oscar Romero no fuera en vano.
Duro espejo en el cual mirarnos.
Charito Rojas
charitorojas2010@hotmail.com
@charitorojas
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