La patria es una suma
de lugares, gente e historia. La naturaleza de estos tres
componentes nos intensifican (o atenúan) nuestra identificación con ella.
Soy un amante del
Ávila, de los Andes, de los pequeños
pueblos y los grandes ríos. Como decía el Reinaldo Solar de Gallegos,
levantarnos cada mañana frente al Ávila nos llenaba de entusiasmo para la
tarea. Caminar entre la fría neblina de Santo Domingo era un tónico para
nuestro espíritu. Sentarme bajo la sombra de un inmenso árbol de cotoperiz
(Talisia olivaeformis) en la placita de algún pueblo de Carabobo, a ver jugar
niños venezolanos, nos llenaba de paz espiritual. Admirar con emoción la caída
de aguas de La Llovizna, la confluencia del Orinoco y el Caroní, o simplemente
caminar por el parque de Cachamay nos llenaba de orgullo, aun sabiendo que esas
maravillas no eran obra nuestra sino de la naturaleza. Eran y son parte de la
patria.
La conciencia de
haber nacido en la misma tierra de
Sucre, Miranda, Bello, Gallegos, el maestro Sojo , Antonio Lauro, Picón Salas,
Briceño Iragorry, Antonio Arráiz, Vidal
López, Andrés Galarraga, Jesús Soto o Rodrigo Riera, nos reconfortaba, nos
hacía sentir parte de un conglomerado de talentos y nobleza que inspiraba e
inspira cada uno de nuestros actos.
Haber compartido trabajos con los humildes y abnegados venezolanos que
nos acompañaron por años en nuestras exploraciones geológicas en el interior de
Venezuela nos reafirmaba la fe en la naturaleza amable y digna del venezolano.
Habernos sentado en los pupitres del Liceo San José para escuchar las
enseñanzas de Isaías Ojeda nos había proporcionado un fuerte sentido de
pertenencia a una gran familia de gente buena y honorable.
Saber que
pertenecíamos a una sociedad que pudo salir de sus fronteras para liberar a
otras naciones y que luego supo mezclarse generosamente con miles de europeos
desplazados por las guerras para formar una nueva y mejorada sociedad nos
llenaba y nos llena de orgullo. Así como
nos llena de dulce nostalgia el recuerdo de nuestra niñez y adolescencia en lo
que fue el bello pueblo de Los Teques de las décadas del cuarenta y del cincuenta.
Amé y amo a esa
Venezuela. Ella es mi patria. Allí nací y allí están los restos de mis
antepasados y hermana que me son sagrados. Mucha de ella es inmortal, en
términos históricos si no geológicos. El Ávila estará “siempre” allí. Nadie
podrá borrar la obra de nuestros grandes héroes ciudadanos. Siempre habrá
venezolanos amables y dignos. Los pequeños pueblos de Venezuela nunca perderán
su encanto. Esa es la Venezuela que atesoro en mi corazón.
Para verla de nuevo,
sin embargo, no puedo regresar a lo que es hoy Venezuela, porque mucha de ella
ha desaparecido. Mucho del paisaje ha
sido degradado y profanado por la nueva Venezuela. Vallas insolentes y
pertenecientes a una sociedad donde se rinde culto a los villanos ensucia lo
que fue alguna vez un paisaje amable. Los parajes andinos están cubiertos de
basura y es necesario pensarlo bien antes de ir a un parque, debido a la
inseguridad reinante. Estará todavía en pie el frondoso cotoperiz en el
pueblecito ? Habrá un banco donde sentarse? Podrán los niños jugar
tranquilamente allí?
La gente ha cambiado.
Los héroes no son los mismos. Ahora son hasta extranjeros. Hay monumentos al
Che Guevara y plazas para Marulanda. El parque Fernando Peñalver ha sido
llamado Negra Hipólita, aunque ya existía un parque adyacente con el nombre de
la nodriza de Bolívar. Hay una obsesión de exaltar a los desposeídos, a
expensas de quienes tienen algo. Ahora
los mártires se llaman Robert Serra o Danilo Anderson o Eliécer Otaiza, aunque
sus muertes comparten lo torvo y lo desviado. Los intelectuales de nuevo cuño
son de simiricuire: el ensayista Earle Herrera y los poetas Isaías Rodríguez y Tarek William Saab.
Quienes ocupan los asientos del
Congreso/Asamblea Nacional ya no se llaman Andrés Eloy Blanco, Gonzalo Barrios
o José Antonio Pérez Díaz, sino Pedro Carreño, Blanca Ekhout o Darío Vivas. Los
líderes del gobierno no son ya un López Contreras, Betancourt o Leoni sino un
Nicolás Maduro o un fósil grotesco
salido del pleistoceno llamado Diosdado Cabello.
En esta Venezuela de
utilería que existe hoy la historia que nos llenaba de orgullo ha sido
arbitrariamente revisada. Bolívar es un zambo, Páez un traidor, Betancourt un
entreguista, la derrotada invasión cubana por Machurucuto se conmemora como una
gesta revolucionaria de la Cubazuela y sus sobrevivientes traidores, como
William Izarra, son héroes nacionales,
se casan en Quinta Anauco y pretenden dormir en el Panteón.
En esta Venezuela que
asemeja el retrato de Dorian Gray, los valores de la Venezuela que yo amo se
han invertido: la meritocracia es una mala palabra, los blancos oligarcas se
robaron el dinero que era de los pobres, ser pobre es bueno y ser rico es malo,
aunque el difunto usara relojes de $50.000, las victorias electorales de la
oposición “son de mierdaaa”, la empresa petrolera vende pollos pero no produce
petróleo, el ejército trafica con drogas en lugar de combatir el tráfico de
drogas.
Esa no es mi patria,
ese es un país creado para una película de horror, cuyos valores y héroes me son extraños. De
allí que mi patria Venezuela la lleve yo a donde vaya, patria portátil a ser instalada en mi hogar,
no importa donde me encuentre.
Gustavo Coronel
gustavocoronelg@hotmail.com
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