LAUREANO MÁRQUEZ |
En
el aeropuerto, en uno de esos días en los que el abuso te rebasa, en los que te
apetece abandonar tus convicciones y lanzarte al estercolero nacional de la
viveza, al estilo de las colitas de PDVSA tan cuestionadas en otros tiempos;
cuando los que saben moverse como pez carroñero en el agua turbia se te colean
sin pudor alguno y toman el vuelo en el que tú tendrías que estar, las colas se
convierten en terapia colectiva donde se organiza la resistencia de la
honestidad, cada vez más acorralada en la tierra de Bolívar.
Hablamos
de todo: de los negocios milmillonarios que se hacen con la reventa de cemento,
a pesar de que el Banco Mundial dice que este no es un país para hacer
negocios; hablamos de los raspacupos, no ya individuales, sino de las grandes
corporaciones de raspacupos (mayoristas del raspado, pues); hablamos de que en
Venezuela cada descalabro, cada metida de pata oficial genera un negocio
floreciente que se nutre de la incompetencia; de que es muy complicado
adecentar el país, porque ya es demasiada la gente que vive de la indecencia y
que perdería su chamba de dinero fácil y no trabajado a la que se ha venido
acostumbrando durante todo este tiempo; nos reconfortamos en hacer lo correcto,
pero con la inevitable sensación de sentirnos profundamente pendejos, al ver al
vivo exitoso y triunfante y en algunos casos, incluso, haciendo mofa de tu
compromiso con lo que es justo y bueno.
Hablamos
de la gente que se va. Me encuentro en inmigración (¡nunca tan bien dicho!) a
un querido amigo, una eminencia médica venezolana que se irá el año próximo. Lo
llaman de Estados Unidos, quieren su talento allá, le facilitan la vida para
que se vaya, le garantizan hasta la universidad de sus hijos. Este gobierno que
tanto critica al imperio le ha entregado en bandeja de plata la flor y nata de
nuestra formación profesional. La UCV llena de médicos al mundo desarrollado y,
la USB, de ingenieros petroleros a Noruega, Canadá y Escocia. La UC le da un
rector al MIT. Nuestro país está exportando su inteligencia.
Ya
son dos horas de cola; estoy desde las dos de la mañana para el vuelo de las
seis. Se me ocurre que podríamos fundar la Universidad de la Cola. Aprovechar
las colas cotidianas para formar gente. Todos estamos en alguna cola en este
momento. Sería una extraordinaria oportunidad de llevar cultura a la gente.
Teoría política en la cola del supermercado; introducción a la economía en
Farmatodo; principios básicos de derecho en el aeropuerto. El dilema de la
perfectibilidad de la democracia solo tiene una salida: compartir cultura,
elevar la inteligencia de nuestros hermanos, salvarlos del que los quiere
embrutecidos para dominarlos.
Un
compañero de infortunio me pregunta: ¿y usted tiene alguna esperanza? Sí, le
respondo: el otro día fui a San Cristóbal y el señor que me hizo el servicio de
transporte me contó que le regaló un carro a su hijo, estudiante universitario y
le dijo: “Hijo, si yo me llego a entrar de que usted está vendiendo su cupo de
gasolina yo le quito el carro ¿oyó? Porque si usted quiere ganar dinero, hágalo
decentemente, trabajando, pero nunca de manera deshonesta”.
Ese
hombre modesto, solitario y anónimo se rebela contra la mediocridad imperante.
Cuando todos a su alrededor se corrompen, él le dice a su hijo, como el
evangelio de Mateo: Etiam si omnes, ego non: aunque todos lo hagan yo no y tú
tampoco, hijo mío. Son este hombre y muchos como él los que, quizá sin saberlo,
le dan forma a la Venezuela que va a venir (porque va a venir). Son los
guardianes de la esperanza.
Laureano
Márquez
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Laureano, me parece que tú también eres de los optimistas.Aquí no va a venir ninguna otra Vednezuela; se queda la que está, y se queda para el resto del siglo y mucho más. Fírmalo y séllalo. Saludos.
ResponderEliminarLaureano, veo que tú estás entre los optimistas. Aquí no va a venir ninguna otra Venezuela; se queda la que está para el resto de este siglo y mucho más. Fírmalo y séllalo. (ramis4@hotmail.com)
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